La periodista María del Carmen Yrigoyen, del equipo de César Hildebrandt, publicó en el último número del semanario En sus trece, una extensa crónica acerca de la barbarie sanguinolenta y sádica de Acho. Ex congresistas, ex ministros y personajes anónimos de esta sociedad huachafa e insensible se dieron cita para admirar a esos fantoches culifruncidos que confunden valentía con temeridad, y que perpetúan una "tradición" que hace aflorar lo más abyecto y primitivo del ser humano, ese que ahora se cree civilizado... No la publico en su totalidad pero sí en una versión resumida, con el perdón de la autora. Menudo sacrificio debe haber sido tener que presenciar ese espectáculo violento que excita a tantos señorones y señoritas de las páginas sociales (y algunos inflitrados como Magaly y su notario)...
Tarde de bestias
por María del Carmen Irigoyen
Junto al puesto de parrillas de Otto Kunz, en la Plaza de Acho, el periodista y macho alfa Phillip Butters toma una cerveza con sus amigos. Son las 3 de la tarde del domingo 18 de noviembre. En media hora soltarán al primer toro de la jornada. Dentro y fuera de la plaza se venden las almohadillas para que uno pueda sentarse sin ensuciarse los fondillos. También hay cerámicas de toros atravesados por una espada, sombreros panamá que cuestan más de 80 soles y botas de cuero de 60 soles para tomar vino. Los vinos, que se venden aparte por supuesto, son chuscos: Coto, un riojano peleón, y Casillero del Diablo, de octanaje casi petrolero. Los anticuchos de Mistura también están en Acho, así como un puesto de embutidos La Segoviana. Por el ingreso a la explanada de Sombra pasan los mozos ofreciendo pisco sour a 25 soles el vaso y cerveza Cristal a 10 soles la lata.
Jóvenes como camisa-polo de Ralph Lauren y chicas con lentes de sol, a pesar de que la tarde está nublada, pasan indiferentes al lado de los tunos y bailarines de marinera. Las señoras se han puesto los aretes de perlas, anillos, pulseras y relojes de oro. Los marqueses cholos tampoco han faltado. “Qué bueno que hayas podido venir, Magaly. Te estuvieron dando duro por venir a Acho ¿no?”, dice una rubia y lacia urraca amateur que se alegra de que la conductora esté esa tarde en el coso y la sigue hasta el baño de damas. Magaly, luego de una risotada, le grita desde el inodoro: “¡Yo voy a hacer lo que quiera!”. En la puerta del baño la rodea un grupo de gente para tomarse fotos con ella. Magaly posa un rato y se va. Su notario – camisa y chompa rosa anudada al cuello – la espera. Tienen asientos en primera fila y el primer toro está por salir. ¡La sangre llegará por fin al río!
Se llama Carmelo, tiene marcado el número 323 y pesa 570 kilos. El torero francés Juan Bautista hace su entrada en medio de las palmas. “¡Wo ho ho!”, grita Joseph Rojas, el picador, desde un caballo con los ojos vendados. Carmelo se acerca y él le hunde una lanza. Carmelo se retira, confundido. La sangre chorrea por el pelo negro y crespo de su lomo. Luego vienen otros enmallados y le clavan las banderillas. Un excongresista bizquea de placer. Está excitado. Parece Peter Lorre viendo a Ava Gardner por una cerradura. Bautista regresa. Le vuelve a extender el capote y lo hace caminar en círculo. Saca la espada y se la clava. El público pifia: la espada no se ha hundido lo suficiente. Bautista vuelve a intentar la estocada. Carmelo se balancea y cae. En la fila de adelante, un señor calvo deja su habano, un Montecristo, en la grada, y se levanta para gozar del remate. Los ojos se le salen. Comienza a mirar alrededor. “¿Qué vamos a pedir? ¿camotes? ¿chupetes?”, les pregunta a sus hijos.
El segundo de la tarde se llama Joyero, marcado con el número 147, de 460 kilos. Luego del pinchazo del picador y las banderillas, el torero Iván Fandiño, alias “El Fandi”, no logra clavarle el estoque ni a la primera ni a la segunda. Pero nadie piensa en salvarle la vida a Joyero. Fandiño lo logra recién a la sexta. Joyero se va hacia las tablas antes de morir. Zambrano, el notario de Magaly, no cabe en sí. Se ha llevado una mano al rostro, la boca se le ha quedado abierta y los ojos le brillan. También está excitado. Casi tanto como con su noviazgo.
El viernes pasado Fandiño, que tiene un prontuario de 475 toros despachados, dio en Acho una “cátedra” de toreo a niños y jóvenes de hasta 17 años. La bestialidad fue convocada por el consorcio que organiza la “Feria del Señor de los Milagros”. Ese día, soltaron a una ternera negra. “¡Ejeh! ¡ay! ¡wow!” la llamó el picador desde el caballo vendado. Al empotrarse la ternera contra el otro animal le clavó la lanza. No se saltaron este paso ni por ser un entrenamiento. La ternera gritó y se retiró lo más lejos que pudo. Miró a todos lados, confundida, resoplando, moqueando. Una niña en la tribuna hacía porras a los alumnos. “El Fandi”, a quien sus alumnos debían llamarla Matador Iván Fandiño, hizo una demostración, llevando a la ternera en círculos. La ternera derrapó repetidas veces. Al pararse, se cagó. De miedo, seguro. “Qué es lo que podemos notar?”, preguntó el imbécil. “Pues que tiene muy poquita fuerza. Hay que tratarla con dulzura”, agregó sonriendo.
Sigue Banquero, 533 kilos, el tercer toro del domingo. El turno es para el torero peruano Alfonso de Lima. El calvo de adelante toma de su bota de vino. Todos ríen y aplauden. “¡Música, maestro!”, gritan y suena un enérgico pasodoble. Filas atrás, un señor mantiene las manos unidas como en oración. En el meñique tiene un sortijón de oro. Ha venido con su nieto que unas veces se queda mirando el espectáculo y otras, se tapa la cara con su casaca azul. Ha muerto Banquero y se lo llevan a rastras. Adelante, una pareja voltea buscando algún mozo. Ella, con sus lentes de sol levantados, permanece de pie masticando chicle con la boca abierta hasta que entra Cuchillero, la cuarta víctima de esa tarde sucia, que pesa 512 kilos y lleva marcado el número 316. Tampoco va a salvarse. Lo torea el tal Juan Bautista. La gente agita los pañuelos, graba videos. Phillip Butters se levanta y bebe, honesto como un camionero, un buen sorbo de cerveza. Las orejas de Cuchillero son las primeras que cortan esa tarde.
Cambalache, 510 kilos, es el siguiente. Entra al ruedo con el repitente Iván Fandiño. Luego del puyazo del jinete, dos señoras se abrazan. Fandiño, esta vez, solo necesita de una estocada. A Cambalache le sale sangre por la boca y cae. Una señora en primera fila se levanta, deja su cartera anaranjada sobre el muro y le abre los brazos al “Fandi”. Este se relame, recoge el clavel rojo que le han tirado y recibe las orejas de Cambalache, que ya ha sido arrastrado. Fandiño agarra un buen pedazo de tierra y la muestra al público como agradecimiento. La misma tierra donde las terneras se mearon de miedo, el viernes por la tarde.
El último toro del domingo es el más grande. Se llama Vencedor y pesa 587 kilos. El picador no puede con él. Vencedor logra escapar pronto de la lanza y está cerca de tumbar al caballo. Alfonso de Lima lo recibe arrodillado y el público lo aplaude. Luego vienen las banderillas. Vencedor permanece en pie. “Demasiado toro para el torero” dice el de al lado. Desde las últimas filas piden el indulto. Pronto la mayoría lo hace. Alfonso de Lima suelta nuevamente la espada y Vencedor sale del ruedo. Un niño se abraza a su mamá. Al torero le traen las orejas de quién sabe qué toro y luego es cargado en hombros junto a los otros dos. Un grupete de borrachos se pelea por el destino de Vencedor. “¡Debió morir!” dicen hipando. Una tarde gloriosa.