Cuando uno cree que, por fin, se acerca la justicia a este país que vive, desde hace tantos años, esquilmado por toda clase de ladrones y estafadores, ocurre una más. La incomprensible decisión del Tribunal Constitucional, anunciada el lunes 25 de noviembre por la tarde, de anular la prisión preventiva a Keiko Fujimori, apenas una semana después de las (no tan) sorprendentes revelaciones de Dionisio Romero Paoletti, hijo y heredero privilegiado de uno de los dueños del Perú, Dionisio Romero Seminario, según las cuales entregó a la hija de Alberto Fujimori millones de dólares sin bancarizar -a pesar de que su principal rubro de negocios es, precisamente, la banca, símbolo de formalidad económica y transparencia- echa sobre la población peruana, ligeramente esperanzada tras el cierre del Congreso, una nueva sombra de dudas, indignación y desconsuelo.
Quizás lo más patético de todo este momento, que algunos vimos de manera un tanto ingenua como refundacional para el Perú, sea la pantomima en la que se ha convertido esto de las nuevas elecciones congresales del próximo enero.
Uno soñaba, si tal cosa era posible, tras la histórica patada en el fundillo que Martín Vizcarra le dio al Parlamento, no sin evitar bochornosas escenas como aquellas protagonizadas por los malandrines cerrándole las puertas a Salvador del Solar y todo lo acaecido aquel histórico fin de septiembre, que a la semana siguiente de establecida la fecha para la elección del "nuevo" Congreso, los partidos y movimientos políticos "de bien" comenzarían a lanzar comerciales de televisión y avisos de prensa, dirigidos al público en general, convocando a los mejores, para dar inicio a la nueva era.
Estudiantes, académicos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, personas comunes y corrientes, profesionales que nunca hayan tenido participación y ni siquiera el más mínimo vínculo con la politiquería corrupta (familiar, amical, laboral, delincuencial), habrían recibido, en esta convocatoria, la invitación a animarse a participar en política para, por primera vez en casi 200 años de historia republicana, intentar renovarla desde la buena intención, desde la higiene y la conciencia pública entusiasmada por ser útil y trascender a la idea del voto a ciegas, el salto al vacío, el mal menor, abriendo la posibilidad de construir ciudadanía a partir de algo inédito: que haya oportunidad de que accedan al Congreso aquellos peruanos sin pasado político pero con capacidades para hacer algo por su país. Así, muchos de nosotros hasta hubiéramos pensado qué pasaría si, en esa coyuntura, entrábamos de invitados a alguna agrupación con miras a adecentar la política.
Pero no. Nadie convocó a los ciudadanos anónimos que vimos en este quiebre democrático la ocasión perfecta, ideal, para contribuir con decencia, sensibilidad y amor por el Perú, enfermo y gangrenado de los corruptos de siempre. Revisando las 24 listas notamos que los principales partidos políticos, desde los más cuestionados -Fuerza Popular, Apra, Acción Popular, Juntos por el Perú/Frente Amplio- hasta los neutrales y desconocidos -comenzando por el Partido Morado y Somos Perú y terminando en nombres anodinos como Democracia Directa o Avanza País-, todos han incluido en sus listas a personajes reciclados de sus entornos y militancias. Es decir, quizás sean nuevos para la opinión pública, pero no son en absoluto conjuntos de aspirantes que garanticen una renovación.
¿Podemos pensar que los ex asesores de congresistas disueltos tendrán pensamientos o intenciones diferentes a las de sus jefes? Y ni hablar de los reacomodos, reencauches y reapariciones de personas que buscan regresar tras años de desaparición pública. Rosa Bartra como cabeza de lista de Solidaridad Nacional, Martha Chávez como "nueva" fuerza de choque del fujimorismo o Carmen Omonte paseándose por los medios de comunicación como el nuevo jale de Alianza para el Progreso, son solo botones de muestra. El resto, desconocidos para nosotros mas no para sus agrupaciones. Suplentes ávidos de lo mismo que caracterizó a los titulares. ¿Opciones nuevas? Solo las que la suerte nos depare.
Todo esto de Keiko, el nuevo Congreso y demás perlas de esa rancia política corrupta que sigue dominando el sistema judicial y mediático con sus insoportables voces y presencias por todas partes me hizo pensar en si esta necesidad de cambio es real. Hace pocas semanas tuve el placer de asistir a la presentación del libro Inteligencia salvaje: La contraesfera pública (1979-2019) que apareció como colofón de la exposición del mismo título, una retrospectiva del artista plástico, instalador, activista y gestor contracultural Herbert Rodríguez quien, a sus 60 años, mantiene la misma actitud de libre, articulada y ácida repulsión contra lo establecido en el Perú, bajo la convicción de que eso "establecido" es un pantano de raterías, apariencias, hipocresías y podredumbres, muchas de ellas disfrazadas bajo la aceptación general de aquello que da prestigio, estatus social.
Desde sus trincheras, siempre minúsculas pero de sustanciosos contenidos -E.P.S. Huayco, Revista Macho Cabrío, Centro Cultural El Averno, Agustirock y demás- Rodríguez y sus colegas/sus patas de toda la vida (Jorge "El Negro" Acosta, Jorge Miyagui, Elio Martucelli, Óscar Malca, entre otros) han plantado cara a la corrupción y la ignorancia de la manera más agresiva y frontal posible, con creatividad y sentido crítico, haciendo política a través del arte. Han sido cuarenta años de trabajo los que han permitido que tanto la muestra como el libro sean un logro artístico que merece la visibilidad obtenida en los medios durante su paso por la escena local de eventos culturales y artísticos.
Tal y como ocurrió con la publicación de Fabiola Bazo sobre el rock subterráneo el año pasado -movida de la que Herbert fue cercano protagonista- la cultura oficial de hoy, homogeneizada y pobremente preparada a nivel intelectual, ofrece cada vez más espacios a la indignación vomitada (frase que tomo de una de las citas que hace Jorge Villacorta en las páginas de Inteligencia salvaje...), en este caso por Herbert, casi como si fuera este hecho parte de un proceso de asimilación, en clave vintage pero cuyos efectos directos ya deberían haber sido disueltos (como el Congreso y los congresistas pestíferos que hoy desean regresar a su nueva versión 2020) por el inexorable paso del tiempo.
Sin embargo, los collages y la memoria organizada con estética de fanzine, marginal e informal, institiva y callejera, de Herbert Rodríguez es tan actual que da pavor. Como él mismo mencionó la noche de su presentación en el ICPNA de Miraflores, estar flanqueado por las autoridades del MAC y el MALI, dos funcionarios del arte oficial que, sorprendentemente, mostraron admiración genuina y casi podría decir que contemplaban, desde su inevitable acartonamiento, la facilidad del artista para arremeter contra los conceptos tradicionales sin temor, con absoluta libertad (salvando distancias que no tienen que ver con su talento o capacidad perturbadora del orden establecido, Herbert es nuestro Zappa o nuestro Banksy) no era necesariamente una satisfacción sino que proponía una preocupación pues las instituciones a las que representan son, ambas, blanco constante de los demoledores ataques de Rodríguez.
En ese sentido, y tras reconocer esto como un pequeño avance hacia el cambio de paradigma en el arte nacional y su relación con la política, los medios de comunicación y la agenda ciudadana, no podía dejar de expresar sus dudas con respecto a cómo tomarían estos museos dedicados a los eventos corporativos y las visitas de los Polizontes las imágenes duras, revulsivas, que emergen de sus papeles y lienzos.
En ese sentido, y tras reconocer esto como un pequeño avance hacia el cambio de paradigma en el arte nacional y su relación con la política, los medios de comunicación y la agenda ciudadana, no podía dejar de expresar sus dudas con respecto a cómo tomarían estos museos dedicados a los eventos corporativos y las visitas de los Polizontes las imágenes duras, revulsivas, que emergen de sus papeles y lienzos.
Como digo, esa contraesfera pública, tan bien descrita en el libro, termina siempre siendo minimizada por las aplastantes mayorías de la realidad La indignación está en nosotros pero ¿es realmente suficiente como para romper con un Tribunal Constitucional y un Poder Judicial podridos que acaban de anular las prisiones preventivas de Keiko o de los árbitros que favorecieron a Odebrecht durante años para que roben, roben y sigan robando? ¿Es suficiente el trabajo de cuarenta años de Herbert Rodríguez y sus adláteres para que el público retire la gruesa y oscura venda que años de publicidad y cánones prostituidos de éxito personal, emprendedurismo y arribismo socioeconómico le han puesto en los ojos y logre ver a los Romero, a los Rodríguez Pastor, como lo que realmente son a pesar de sus brillantes ternos, sus casas en Miami, sus sonrisas empáticas/cínicas, sus discursos en la CADE?