miércoles, 23 de diciembre de 2020

ROMPAN TODO: LO BUENO, LO MALO Y LO FEO


LO BUENO

A contramano de la enorme desconfianza que me generaron las campañas de pre estreno de Rompan todo (Picky Talarico, 2020), con las que el gigante del streaming Netflix bombardeó durante semanas a los medios y redes sociales antes del 16 de diciembre, es necesario decir que, con todas sus carencias, superficialidades, omisiones y reduccionismos, se trata del primer intento formal de hacer una crónica sobre el rock latinoamericano. 

Como tal, adquiere un valor inalienable a su naturaleza pionera, un resultado que probablemente no estaba entre las principales intenciones de sus realizadores (rating, publicidad para determinados artistas, figuración) pero que, una vez vista la serie, sería injusto no reconocer.

El documental es entretenido, con buenas e interesantes imágenes de archivo de distintos momentos y artistas en sus inicios, así como contextos sociopolíticos de las décadas cubiertas. Y, aun cuando resulta muy insuficiente, disperso y superficial, logra conectar con un aspecto emocional y nostálgico que lo hace atractivo al público en general. Los primeros tres capítulos recorren, a paso redoblado por cierto, la trayectoria del rock en nuestro idioma desde fines de los 50 hasta la convulsionada década de los 70, marcada por dictaduras y luchas sociales. 

Le hacen justicia a los pioneros mexicanos -Los Teen Tops, Los Locos del Ritmo- y argentinos -El Club del Clan, Los Gatos- dando cuenta de un hecho que no todos tienen muy presente hoy en día: que el rock en español es tan antiguo como el rock anglosajón. Casi paralelos. Sus evoluciones son, por supuesto, diferentes, lo mismo que sus alcances, calidades e importancias. Pero es bueno recordar que no es un producto secundario sino una respuesta auténtica del hemisferio sur a aquella corriente de nueva música popular nacida en los Estados Unidos en 1955, en los pies de Elvis Presley y Bill Haley, en la guitarra de Chuck Berry y los gritos de Little Richard.

También es bueno recordar las épocas ochenteras en que un pre adolescente podía escuchar, en Perú, Ecuador, Nicaragua o Bolivia, en la programación de una radio cualquiera, canciones de bandas como Sumo, Caifanes, Soda Stereo, Enanitos Verdes, Charly García, Virus, El Tri, Los Violadores, Los Toreros Muertos o Los Prisioneros, entrenando su oído con canciones en un ritmo rebelde con letras en su propio idioma, un hecho enternecedor de profunda conexión emocional con cierto público afecto a lo retro, no solo como pose hipster y sofisticada, como diría Simon Reynolds, sino como una verdadera añoranza de tiempos mejores. Fue un tiempo dorado, el último quizás, en que los medios convencionales ofrecían opciones más allá de lo popular o lo folklórico que educaron, de manera inconsciente, el oído, la sensibilidad y la capacidad de apreciación musical y artística de toda una generación. Algo que dejó de ocurrir a partir de los noventa y que hoy, simplemente, no existe. 

LO MALO

El principal reproche a Rompan todo -título que alude tanto al grito de guerra que lanzó el argentino Billy Bond en 1972 como al single del mismo título de Los Shakers de Uruguay, de 1965, que se lanzó en versión en inglés como Break it all- es que se autodenomina a sí mismo como "La historia del rock en América Latina". De hecho, ni siquiera estas dos situaciones, que inspiraron del nombre de la serie, son contadas con un mínimo nivel de detalle, apenas un par de menciones durante los dos primeros capítulos. Tampoco vuelven a usarse nunca más como hilo conductor o unificador de la investigación, desde un punto de vista historiográfico. 

Pero el subtítulo de Rompan todo no solo es pretensioso sino que además resulta inexacto ya que no va más allá de lo convencional, tocando de manera ultra superficial apenas algunas aristas del rock latino no comercial, poco exitoso en términos de ventas/fama e ignorando por completo escenas underground y géneros no masivos como el metal, el punk o la electrónica, tan o más importantes que las fusiones de moda, mucho más cercanas al latin pop e incluso del odioso reggaetón, que del rock y su multiforme escala de subgéneros. 

Es cierto que Argentina, México y Chile, en primer lugar; y Colombia y Uruguay en segundo; fueron los países donde surgieron los padres fundadores del rock latinoamericano, tanto a nivel histórico como de éxito, pero no es ni por asomo lo único que ocurrió en la región, hablando de rock, su evolución y diversidad. 

Por otro lado, hay una confusión -que puede ser también considerada un error, una impericia-, un divorcio entre lo que se anuncia en el título y lo que finalmente se ve: Una verdadera "historia del rock en América Latina" debió incluir, por fuerza, a Brasil, de donde salieron personajes como Os Mutantes, Rita Lee, RPM, Os Paralamas do Sucesso, Barão Vermelho y muchos otros, antes, después y ahora. En todo caso, debió decirse que era "la historia del rock en español" (para eximirse de estudiar a la escena carioca). Pero entonces la ausencia de España habría sido imperdonable (se menciona solo de manera transversal, como observadores de lo que pasaba en los países centro y sudamericanos que abarca el documental).

Si nos dedicáramos a pensar en nombres de grupos, músicos individuales o hechos que no aparecen en Rompan todo, la lista sería interminable. Creo que por ahí no va la cosa. Pueden ser desilusionantes ciertas ausencias pero ese es predio del documentalista y su equipo, quienes deciden qué va y qué no. Ahí notamos la intención y la capacidad de los realizadores. Y, claramente, la cortedad de miras es más que evidente.

En redes se habla de que es el sesgo de las grandes disqueras el que predominó. Parece innegable al comparar: Sony, BMG, EMI, Polygram, Warner, las gigantes, lanzaron los discos más importantes y vendedores de las talentosas bandas mencionadas hasta la década de los 90. También se critica el autobombo de Gustavo Santaolalla, aun cuando sus merecimientos son también innegables (además es el productor del documental ¿qué querían?). E incluso hay quienes encuentran intenciones veladas y conspiraciones de control político. No es para tanto.

Que Rompan todo no es un documental para  la comunidad de eruditos, eso es irrefutable. Pero sí se le reclama no dar una visión más redonda de la historia que presentan como definitiva. Hay infinidad de observaciones pero una que aun no he visto reflejada en las críticas publicadas hasta ahora es la siguiente: No hacen ningún esfuerzo por ligar al rock latino con el anglosajón. Solo recogen el testimonio –muy valioso, por cierto- de David Byrne (Talking Heads), reconocido admirador de los ritmos ajenos a su cultura. Pero omiten groseramente a otros personajes del rock mundial como Phil Manzanera (Roxy Music) o Adrian Belew (King Crimson, David Bowie) que han trabajado muy de cerca con bandas de nuestra región.

LO FEO

La inclusión, entre los entrevistados, de artistas modernos como Mon Laferte (Chile), Bomba Estéreo (Colombia), Los Amigos Invisibles (Venezuela), Zoé (México) o René “Residente” Pérez (Puerto Rico), implicando que lo que hacen es la continuación natural del rock embrionario de Almendra, Arco Iris, El Tri o Los Jaivas es un insulto a la inteligencia. Y amenaza con echar por tierra lo aceptable que hay en los capítulos anteriores. Ya que aparezcan Maná, Julieta Venegas o Juanes, con orígenes en el rock pero absorbidos luego por la onda latin pop, más vigente y rentable, es discutible pero puede explicarse en el contexto de lo que pretende ser una historia de horizontes amplios, capaz de contener a tirios y troyanos. Pero entre eso y Calle 13 hay una grosera desvinculación.

El problema está en que, con un marco teórico tan confuso y esa vocación por mostrar todo a la carrera, saltándose con garrocha tantas cosas para ahorrar tiempo y presupuesto (aunque plata no falta en Netflix) Rompan todo termina poniéndose en riesgo de ser visto como un producto ligero, "la historia del rock latino for dummies" en lugar del trabajo audiovisual definitivo sobre este fascinante tema que abarca, como la vida misma, lo social, lo político, lo artístico, lo cultural, que pretende ser.


domingo, 6 de diciembre de 2020

ÇUKUR: LA FAMILIA LO ES TODO


"La familia lo es todo" es -o debería ser - el subtítulo de Çukur (Pozo), serie turca de acción y mafias estrenada en el 2017 y que ya va por su cuarta temporada. En sus más de 100 capítulos, entre las intrigas, los planes delincuenciales y las espectaculares peleas, balaceras y ajustes de cuentas, el tema de la lealtad entre hermanos y la devoción, casi culto religioso, hacia padres y madres (elementos comunes en todas las historias de este tipo) une la trama y le da basamento emocional, un sustrato de profunda sensibilidad que le confiere sentido hasta a los crímenes más atroces, desprovistos de toda humanidad. 

Aunque el éxito de la industria televisiva de Turquía en América Latina se fundamenta mayoritariamente en la fascinación que producen los actores en el público femenino (que podríamos equiparar, en ciertos círculos y redes sociales, a la que producen las actrices y "cantantes" latinas en públicos masculinos norteamericanos y europeos), está claro que en este país euroasiático las compañías productoras y realizadores no solo piensan en historias románticas basadas en clichés para explotar el atractivo físico de sus galanes. 

Sin dejar de cultivar ese rentable género novelero, sus equipos de guionistas también desarrollan libretos de corte cómico (no muy difundido entre nosotros aún), histórico y de acción, con trabajos audiovisualmente impecables y actuaciones de primer nivel. Çukur se inscribe, desde luego, en el género de acción y lo hace con efectivos resultados, sin caer en el facilismo de la escatología o el exhibicionismo gratuitos ni en la exacerbación morbosa de situaciones en la que caen, normalmente, series occidentales "de diseño" como La casa de papel (Netflix) o como la retahíla de contenidos soft-porn que usualmente es pasada de contrabando en las series policiales basadas en los tristemente célebres narcotraficantes colombianos, mexicanos o cubanos-norteamericanos afincados en Miami. 

Como decía al principio, el tema central de Çukur es la familia. El clan de los Koçovalı -versión turca de los Corleone o los Soprano-, dedicado a la venta ilegal de armas, tráfico internacional que podemos imaginar íntimamente ligado a movimientos terroristas que operan en esa convulsionada zona (Afganistán, Armenia, Pakistán, Siria), tiene control absoluto sobre un barrio ubicado en las entrañas de Estambul, conocido como "el pozo". El patriarca de los Koçovalı, İdris, es un inteligente, rudo y respetado señor a quien todos consideran como "su padre". Protector y leal con su gente e implacable con quienes la amenacen, Idris ha amasado una fortuna y es dueño del destino de todos en el Çukur, alimenta a los pobres y defiende a los débiles. Un ejército callejero de fieles matones lo respalda y protege cada vez que cualquiera de los enemigos que ha acumulado en esa larga vida criminal intenta quebrar su reinado, que se extiende a varias manzanas liberadas del incómodo control policial. Además del valor que le dan a la lealtad familiar, los habitantes/miembros del Çukur tienen también ciertos límites: no admiten el tráfico de drogas (es más, lo combaten) y defienden a las mujeres de patanes, abusivos y violadores. 

Pero la historia de Çukur gira realmente en torno a Yamaç, su cuarto y último hijo, quien pasa de rebelarse y huir de su familia mafiosa a reemplazar a su casi retirado padre en la conducción y protección del barrio y del negocio familiar. El más joven de los Koçovalı, idealista que sueña con tener una vida normal, no puede evitar su destino y es obligado a sumergirse en esa realidad oscura, donde no hay tiempo para nada que no sea arriesgar su existencia entre delincuentes. Sus tres hermanos -Cumali, Kahraman, Selim- y un cuarto, hijo no oficial de İdris, Salih- poseen, cada uno, interesantes y oscuras historias paralelas, las mismas que se entrecruzan permanentemente en cada temporada. 

Como también suele ocurrir, y como bien saben los fanáticos de las historias de antihéroes y comunidades anárquicas que se desenvuelven al margen de la ley, los personajes de Çukur son tan malos y sensibles a la vez que terminan cayéndote bien. Pero más allá de aquellas características que pueden ser comunes a otras historias de mafias y pandillas, Çukur propone un entretenimiento vertiginoso y violento pero, al mismo tiempo, sutil y considerado, quizás a causa de esa idiosincrasia conservadora que, para muchos de nosotros, mal acostumbrados a la onda permisiva y despatarrada del cine y televisión que solemos consumir -desde el brillo hollywoodense hasta las miasmas destalentadas de la televisión nacional, pasando por el cine europeo tan pródigos todos en pendejadas socialmente aceptadas- es nueva y difícil de comprender. 

El papel de la mujer, por ejemplo, es muy importante en la dinámica de la serie. Desde el aura dominante de Sultan, la esposa de İdris y venerada matriarca absoluta del Çukur, hasta las parejas de cada mafioso, los personajes femeninos de la serie exhiben permanentemente una dicotomía que puede resultar extraña y hasta afrentosa: la sumisión, por un lado, asociada a la naturaleza machista de la sociedad musulmana (recordemos que el 80% de la población en Turquía profesa el Islam); y, por el otro lado, su capacidad para defenderse y salir adelante, aún en situaciones extremas, sin recurrir al exhibicionismo o asumir, con orgullo, actitudes de "símbolos/objetos sexuales" tan comunes en producciones occidentales. En uno de los capítulos de la temporada más reciente, un grupo de jóvenes chicas muelen a palos a la pandilla de un niño rico que disfrutaba de golpear y abusar de su "novia". Todo un mensaje de reivindicación femenina. 

EL ELENCO DE ÇUKUR 

El actor que personifica a Yamaç Koçovalı es Aras Bulut İynemli, quien ha alcanzado notoriedad entre la comunidad adicta a Netflix a través de una película del 2019, Milagro en la celda 7 (7. Koğuştaki Mucize) remake de un film surcoreano. Bulut İynemli fue también uno de los protagonistas de Icerde, otra entretenida serie policial, basada en un clásico contemporáneo de Martin Scorsese, The departed (2006). 

Entre los actores que destacan junto a él en Çukur podemos mencionar a Rıza Kocaoğlu, en el papel de Aliço, un extraño personaje que padece de autismo y que, además de tener una memoria prodigiosa, es un experto francotirador, espía e informante al servicio de los Koçovalı. Su actuación le ha valido múltiples reconocimientos en su país. 

Los hermanos de Yamaç son: Cumali Koçovalı (Necip Memili), el mayor, un asesino irracional e impulsivo; Selim Koçovalı (Öner Erkan), siempre enfrentado a su padre, inconforme con su vida de pistolero y obligado a formar una familia para ocultar una homosexualidad que le genera conflictos de sensibilidad e identidad; Kahraman Koçovalı (Mustafa Üstündağy), asesinado en la primera temporada; y Vartolu Saadetin/Salih Koçovalı (Erkan Kolçak Köstendil), hijo ilegítimo de İdris que, lejos de la familia, vive como un sanguinario y cínico narcotraficante que busca venganza por haber sido abandonado para luego unirse al clan del Çukur y reconciliarse con su familia. Por su parte, el experimentado Ercan Kesal interpreta a İdris Koçovalı, fundador y centro de esta entrañable y legendaria familia de mafiosos que pone en vilo, cada lunes, al público a través del canal Show TV, y que podemos ver todos en YouTube, con subtítulos, con una semana de diferencia. 


domingo, 8 de noviembre de 2020

LA REVOLUCIÓN Y LA TIERRA: MUY RECOMENDABLE DOCUMENTAL

Pertenezco a la generación que creció escuchando la cantaleta de que Velasco había sido el peor presidente del Perú. Y el principal argumento que se esgrimía para instalar ese concepto en mi cerebro ochentero y adolescente, tanto en las sobremesas caseras lideradas por mi papá y sus hermanos como en las ocasionales columnas y reportajes que, de vez en cuando, publicaban los principales diarios de la época, que leía entre apagón y apagón, incluso desde antes de decidir que quería estudiar periodismo, era siempre el mismo: el fracaso de la Reforma Agraria.

Mi familia no era latifundista ni mucho menos. No "fuimos" -como quizás dicen, en privado, los hijos y nietos de los señorones directamente afectados por aquella medida velasquista- expropiados, no teníamos relación alguna ni con las azucareras ni con los medios de comunicación ni con las familias dueñas del Perú, grandes apellidos que tuvieron en Juan Velasco Alvarado al principal cancerbero responsable de la interrupción forzosa de su aristocrático predominio social, político y económico. 

De hecho, el fondo de la inquina que mi papá y mis tíos, zambos limeños, criollos de La Victoria sin formación académica o universitaria -su valiosa educación la obtuvieron en "la universidad de la vida", la calle, el trabajo, el barrio, con todas las ventajas y limitaciones que ello tuvo, para bien y para mal- sentían hacia "El Chino" (así le decían, también, al general) no tenía que ver con su evidente y reprobable perfil de dictador, militar que tomó el poder a la fuerza en 1968. Tenía que ver con su predilección por "los cholos".

Como sabemos, en la enfermiza escala de discriminaciones cromáticas que fue lo normal en el Perú desde su nacimiento como república -y que hoy ha reemplazado esa normalidad por la hipocresía y la pose de lo inclusivo-, el andino siempre fue el matiz más despreciado. Todos, desde el blancón hasta el negro, estaban por encima del serrano (ni hablemos del amazónico, invisible completamente hasta hace apenas 20 o 30 años). La capital, llena de mestizos, consideraba a la provincia como salvaje, indigna e inmerecedora de respeto. En ese contexto, relacionar cualquier cosa que haya intentado implementar el general Velasco con palabras como "justicia", "reivindicación", "buenas intenciones", es sencillamente imposible. Por lo menos para las grandes mayorías de clases medias y bajas alejadas de la ilustración y las ideas humanistas, que querían parecerse a las élites socioeconómicas que los oprimían desde sus roles de jefes, autoridades patriarcales llenas de privilegios. 

Obviamente, las lecturas y la ampliación de criterio que llega a través de la vida universitaria me permitieron ver cosas y entender contextos de forma más coherente, sensible e inteligente. El contacto, a nivel de conocimientos y cultura general, con la literatura, la música y la historia del Perú fueron suficientes para alejarme de la herencia discriminadora tradicional capitalina y, por ende, para mirar con desconfianza las críticas acérrimas, totalizantes e intolerantes del establishment hacia Velasco. 

Evidentemente, las cosas no funcionaron. Pero que el empresariado, la prensa y las "clases políticas" cómplices de ladrones como Alan García y Alberto Fujimori y sus miles de variantes y disfraces insista en satanizar todo lo relacionado a aquel período de la política nacional basta para no aceptar esa postura de manera radical e incuestionable. 

El documental La revolución y la tierra (Gonzalo Benavente, 2019) es, probablemente, el primer intento formal, desde la cultura audiovisual moderna socialmente aceptada, de romper con ese modelo de pensamiento único que nos ha acompañado durante los últimos 50 años y que sigue influenciando negativamente a las nuevas generaciones de jóvenes que juegan a ser neoliberales en tiempos de aldea global e internet. 

Aunque la contradicción suene absurda, es muy común ver a señoritos y señoritas de la UPC apoyando y difundiendo hashtags en defensa de casos como el de George Floyd pero en lo tocante al Perú profundo que Velasco trató de hacer visible con sus medidas agrarias y económicas, mantienen el mismo discurso pro hacendado y colonial de mis abuelos. 

La revolución y la tierra fue el documental más visto del año pasado. El dato fue replicado en los canales, diarios y webs de la cultura hegemónica local (El Comercio y su Premio Luces, Cinescape, los noticieros de Latina y América) casi con sorpresa, pero siempre de costado. Aún cuando logró su cometido de poner sobre la mesa el tema, tradicionalmente esquivado, de las potenciales bondades del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas (1968-1975), los prejuicios y la desinformación aún dominan el imaginario colectivo nacional. Y eso a pesar de que, hoy más que nunca, varios reconocidos historiadores, sociólogos y periodistas (algunos de ellos aparecen en el documental) hablan sin ambages de la naturaleza justa y bien intencionada del dictador frente a siglos de opresión, inequidad y abuso perpretado de la ciudad hacia el campo. Que las relaciones entre provincia y capital hayan degenerado hasta llegar al desorden actual, aunque está relacionado a esa discriminación histórica es, desde luego, otro tema. 

Además del valor intrínseco que tiene el film, solo por el hecho de poner en la agenda pública juvenil el tema del indio peruano -desde la revolución de Tupac Amaru hasta la música de Los Shapis, pasando por las fotos de Chambi y la narrativa de Arguedas-, lo más notable en La revolución y la tierra es la exposición de esta problemática a través del cine, mediante el uso de valiosos fragmentos de películas de los años setenta y ochenta, olvidadas tanto por su nula difusión como por su pésima conservación, ambos aspectos que son reflejo de la intencional política oficial que decidió desaparecer la impronta de Velasco para consolidar el retorno triunfal del status quo, tras la recuperación de la democracia en 1980 y hasta hoy. 

En ese sentido, ver escenas de películas de Armando Robles Godoy, Federico García, Bernardo Batievsky, Felipe Degregori o Nora de Izcue es, en sí misma, una reivindicación de la cinematografía y la televisión en tiempos en que las masas creen que solo Asu Mare, Michelle Alexander y el Canal 6 de Movistar representan a la cultura audiovisual nacional. De hecho, producciones más contemporáneas como las de Andrea Llosa, Las malas intenciones (Rosario García, 2011) o Wiñaypacha (Oscar Catacora, 2018), estas dos últimas también mencionadas en La revolución y la tierra, siguen teniendo esa aureola de marginalidad, a pesar de haber dado el salto, en su momento, a las grandes ligas de la cultura oficial capitalina como expresiones "alternativas", casi foráneas.

En ese sentido -y en otros, por supuesto- se evidencia la vigente necesidad de una nueva revolución, en los mismos términos pero adaptada a los tiempos actuales.

miércoles, 29 de abril de 2020

RECORDANDO A MI PAPÁ (1931-2016)


"Uy... Ya me jodí..." dijo mi papá, con esa voz clara que siempre tuvo, cuando apareció una de las primeras señales de la enfermedad que finalmente lo apartó de nuestro lado, hace cuatro años ya. Había cruzado la barrera de los ochenta caminando bien, hablando fuerte, pensando y recordando con lucidez. Pero esa mañana no pudo sostener un tenedor. Estaba en su cama, en casa, después de unos malestares por los que tuvo que ingresar unos días al hospital. A nosotros no nos parecía gran cosa pero él la tuvo clara desde el principio.

Su salud venía dando algunos tumbos desde que cumplió setenta, como él mismo decía. Y no le extrañaba en absoluto. Siempre había estado consciente de que tenía ya una edad avanzada. Presión alta, arritmias, laberintitis, la cervical, cinco pastillas al despertar y cinco al acostarse. Ese año, el 2001, comenzó a ir más seguido al Seguro, para chequeos, recojo de medicamentos, análisis. Mi mamá, siempre a su lado, lo acompañaba y lo llevaba del brazo para ayudarlo con los mareos. Ella era catorce años menor que él. Era lo normal.

Sin embargo, la vida no sabe de normalidades. La muerte de mi mamá, en el 2010, fue como una enorme anomalía temporal, una incongruencia. Nadie en la casa -mis hermanos, mi esposa, yo- lo entendía en su totalidad, ni siquiera ahora que ha pasado ya tanto tiempo y que, reflexionando y escarbando detalles, queden claras algunas situaciones. La misma preocupación que sentíamos por la fragilidad de la salud de papá nos distrajo de la de mamá. Lo normal, la noción de que no era posible que ella enfermara antes que él, nos jugó en contra aquella vez.

Uno o dos años después de que mamá se fuera, le instalaron un marcapasos a mi papá para controlar la arritmia que tanto le aquejaba. Las gestiones para la importación el aparato, el turno para la operación, todo se hizo en orden y no sin demoras. Los doctores le venían recomendando eso al viejo desde hacía mucho tiempo. Pero él no quería. Le tenía miedo a las operaciones. Los años siguientes al implante cardíaco los pasó mucho más tranquilo. La pena por su nueva soledad la procesaba viendo fútbol todo el día, escuchando música, haciendo bromas. Cuando lo llamaba desde el trabajo me decía que "hablaba hasta con los muebles, carajo... "

Era muy bromista, mi papá. Criollo de la guardia vieja, tenía esa chispa de barrio, esa picardía quimbosa de zambo sacalagua que pasó su adolescencia entre las zonas más picantes del corazón de La Victoria (donde había nacido), enamorando a las pitucas de Santa Beatriz, jironeando en el Centro de Lima, bailando mambo en los carnavales de Barranco, a los que llegaba con su patota en tranvía, en los gloriosos años cuarenta y cincuenta.

Cuando yo nací, en 1974, mi papá tenía 43 años. Fui su tercer hijo, su fallido intento por conseguir "a la mujercita" tras los dos hijos seguidos que había tenido seis años antes. Y cuando salí de la Secundaria, en el '90, estaba a punto de cumplir 60. Siempre vi a mi papá como un hombre muy mayor, a diferencia de mis hermanos que lo vieron treintón y cuarentón. Mayor y experimentado, canchero y algo cínico. Orgulloso de sus orígenes humildes, de su colegio fiscal -"que los malditos apristas desalojaron para armar la Casa del Pueblo" me completaría él-, de ser victoriano y limeño. "¡Yo soy el último limeño, carajo, Lima está llena de serranos!" decía. Esas frases y muchas otras que llegaban cargadas de un racismo reprochable y socialmente incorrecto, las pronunciaba con una inflexión de voz especial, graciosa, como de chiste, cortando la última sílaba y apretando los dientes, que nos hacía reír. Y que yo mismo reproduzco en mi hablar cotidiano, como lo hacen también mis dos hermanos mayores.

Era un gran admirador de la cultura popular norteamericana -decía que era "yankinista". Los western de John Wayne (las "coboyadas", extraña castellanizacion de las películas de vaqueros o "cowboys") y el jazz de Glenn Miller o Tommy Dorsey. Las comedias afroamericanas de la televisión como los Jefferson o el show de Bill Cosby. Y, por supuesto, las divas del cine de oro como Doris Day, Yvonne de Carlo o Elizabeth Taylor. Cuba y México también tuvieron gran influencia en sus gustos. Tres Patines y Cantinflas. La Tongolele y María Antonieta Pons. Pedro Infante y Pérez Prado. 

Amaba la música mi papá. Siempre nos hablaba de su colección de vinilos en la que no podían faltar Frank Sinatra (su "role model" si de cantantes se trata), Lucho Gatica y Mario Lanza. Esa colección -que yo nunca vi- la vendió su alocado hermano Eduardo a sus espaldas. Solo Dios y el Señor de los Milagros saben en qué usó el dinero aquella vez. Todas las mañanas de los fines de semana escuchaba, en los ochenta, a Juan Ramírez Lazo presentando boleros de Los Panchos, rancheras de Javier Solís, guarachas de Rolando La Serie y La Sonora Matancera con todos sus cantantes. De adolescente lo logré convencer de que Freddie Mercury era un gran cantante y que Silvio Rodríguez era un genio. No le gustaba el rock y sabía quiénes eran los Bee Gees solo porque su pequeño tercer hijo (yo) repetía, desde la cuna, los nombres de sus tres integrantes, antes de siquiera haber aprendido a hablar correctamente. Y era fanático de Alfredo Kraus, Plácido Domingo y Lucíano Pavarotti. 

Pero si un género le gustaba a mi papá era, por supuesto, la música criolla. Destacó entre sus ocho hermanos hombres como cantante. De joven, en los almuerzos con sus amigos del Interbank (que entonces también era conocido como Banco Internacional del Perú), en donde trabajó 40 años, le pedían valses antiguos y boleros como Júrame y le pagaban las cervezas en el Ton Kin Sen, legendario chifa de Capón, en el Centro de Lima que él conoció, distinguido y jaranero, limpio y colonial. Cantaba bonito mi papá. En las jaranas familiares de la casa de la abuela, en la Av. José Gálvez, brillaba su voz de tenor, siempre con la mano derecha en alto, saludando al horizonte, como en esas clásicas fotos de Augusto Polo Campos, cantando joyas de la Guardia Vieja: Comarca, Amor iluso, Ocarinas, Ídolo, Pasión de hinojos, Anita, Guardián, y tantas otras. Nada de Mal paso, Mi propiedad privada... "¡Nada de mariconadas!", sentenciaba.

Sí pues. Mi papá era reilón, palomilla, buen cantor y chupacaña (el guitarrista era Humberto, otro de sus hermanos). Y tenía todos los defectos del limeño de su tiempo: decía que odiaba a los serranos aunque varios de sus mejores amigos eran de la sierra (su "odio" no era, después de todo, destructivo sino estructural, aprendido de sus padres y abuelos), y era bastante machista. Había nacido en el '31 pues. Le costó mucho adaptarse al mundo moderno de Internet, mujeres votantes y un país inclusivo, de todas las sangres. También tenía una ética muy particular en temas personales: todo lo resolvía con aire relajado, sin estresarse (incluso en épocas de duras estrecheces económicas, sus procesiones fueron siempre por dentro), jamás se metía en la vida y/o problemas ajenos, le encantaba el raje (a quién no, a ver confiesen...) y sentarse a resolver los problemas del país y del mundo, de la religión y la política, desde su sillón. "¡A los que sabemos no nos llaman!" En eso tiene mucha razón. Hasta ahora.

Los seis años que pasaron entre 2010 y 2016 transcurrieron para él de una forma distinta a lo que había sido su vida entera. Sin su compañera de siempre, se acostumbró a pasar más tiempo con nosotros -sus hijos y su nuera- en casa, con todos los cuidados que fuimos capaces de darle. Asistió a mi matrimonio y nos dio más de una sonrisa con sus ocurrencias, ya convertido en un adorable abuelito -sin nietos- querendón y dicharachero. Los fines de semana nos juntábamos para almorzar y escuchar canciones en el YouTube, un juego que disfrutaba mucho. Se fue en junio del 2016, dos meses después de haber cumplido 85 años. Hoy, 29 de abril del 2020, habría llegado a los 89.

Gracias a Dios ni él ni mi mamá tuvieron que ver la situación en la que estamos actualmente. Pudimos despedirnos de ambos como corresponde, en familia y sin restricciones. Su franca y pícara sonrisa viven siempre en mi recuerdo y afloran, de vez en cuando, cuando me miro al espejo.

lunes, 24 de febrero de 2020

CONGRESO ENCINAS: CUANDO LA EDUCACIÓN NO ES NOTICIA




Estuvieron todos los que tenían que estar: analistas reconocidos, funcionarios del Minedu, ex ministros y ex viceministros, maestros innovadores de Lima y provincias, integrantes del Consejo Nacional de Educación, representantes de importantes instituciones como Unesco y Fundación SM, dirigentes del Sutep, catedráticos de La Cantuta y la Facultad de Educación de la Cayetano Heredia.

Hasta el nuevo Ministro de Educación, en su primera aparición pública tras su nombramiento hace una semana, clausuró el evento, ante cientos de docentes del sector estatal. Pero nadie habló del tema en la gran prensa. Y, como bien establecieron los sabios de Egipto hace centurias, aquello que no se nombra simplemente no existe.

¿A qué se deberá tanta indiferencia? ¿Será porque este evento de tres días (del 19 al 21 de febrero), que lleva el nombre de uno de los educadores más importantes y a la vez más olvidados de nuestra historia republicana, el puneño José Antonio Encinas (1888-1958), fue organizado por la Derrama Magisterial, esa entidad previsional que para los periodistas viejos -y los jóvenes supuestamente informados- sigue siendo un rezago de la izquierda más ortodoxa, mientras que para los gacetilleros y bustos parlantes de la televisión es un permanente enigma que se conforman con asociar, de manera reduccionista, a prejuicios y desinformaciones de todo calibre?

Si Martín Benavides Abanto, ex cabeza de la Sunedu y hoy nuevo Ministro de Educación, que cubrió la hasta ahora inexplicable renuncia de Flor Pablo Medina -quien, a pesar de un inicio accidentado y errático, básicamente por el escándalo de los links sexuales en el material educativo elaborado por su cartera, había alcanzado cierta estabilidad en la gestión- hubiera debutado ante auditorios públicos y reflectores en algún evento organizado por la Cámara de Comercio de Lima, la Confiep o la UPC habría sido titular de bandera en todos los noticieros nocturnos, portada en todos los diarios "serios" y tema central de las entrevistas de los KOL de moda (para los no iniciados en las estúpidas frases en inglés de las que abusan las empresas dedicadas a la asesoría en imagen, "KOL" es el acrónimo de "Key Opinion Leaders", en lengua romance "Principales Líderes de Opinión"). Pero ahora pasó desapercibida su presencia en estas jornadas de conferencias que giraron en torno a la educación inclusiva, la diversidad territorial y la modernidad tecnológica.

Pero más allá de que tenga relación con la institución organizadora, asociada indisolublemente al Sutep, uno de los pocos sindicatos activos y fuertes que quedan en el Perú, a pesar de sus divisiones internas y limitante politización, el desprecio de la prensa concentrada hacia los temas educativos en general es muestra inequívoca de que, por más campañas y comerciales de alto presupuesto y calculadas imágenes construidas para causar identificación emotiva y sensación de que les preocupa el futuro del país, las prioridades siguen siendo otras.

El escándalo político de poca monta (el audio de un funcionario resinoso insultando a una ministra), el morbo babeante (los detalles del descuartizamiento de una joven) y el embrutecimiento de las masas (las últimas de Farfán y su ex), son temas que, al imponerse como noticias de alta relevancia, facilitan que el eterno status quo permanezca inamovible. 

El poder y el control social de unos pocos está asegurado si la educación sigue en ese estado de fracaso y abandono continuo, incapaz de ingresar al imaginario colectivo con la importancia y urgencia que debería tener, porque los medios de comunicación solo voltean a mirarla por dos motivos: a) escándalos en el sector (cambios ministeriales, crímenes y abusos, huelgas) y b) cuando alguno de sus asociados, generalmente agentes del poder hegemónico y privilegiado, requieren posicionarse como adalides de la buena educación y/o necesitan desprestigiar a los "radicales" que exigen mejoras para el magisterio o que intentan cortar el negocio de los colegios privados. 

Un tercer motivo por el cual los medios convencionales "hablan" de educación es, por supuesto, cuando llega en la forma de jugosos contratos publicitarios: Un afiche a página completa en la edición dominical, un creativo comercial de 40 segundos con un actor/actriz conocido disfrazado de escolar, un slogan para repetir por la radio a cada rato, a 50 dólares la mención. Así, política, poder y dinero hacen que la educación deje de ser percibida como un servicio para convertirse en una mercancía.

Claro, no quiero decir con esto que si el Congreso Encinas hubiese sido cubierto con la misma intensidad y cantidad de espacio que el affaire Farfán versus Klug o el escabroso asesinato de Solsiret seríamos un país mejor. 

De hecho, el Congreso Encinas adolece de los mismos males de otros cónclaves profesionales más publicitados y pomposos, de esos que tienen auspiciadores como bancos, mineras o constructoras (que, casualidades de la vida, también auspiciaron a organizaciones criminales disfrazadas de partidos políticos): discursos cargados de buenas intenciones, estadísticas, menciones a Finlandia y Corea del Sur, Howard Gardner y sus inteligencias múltiples, la importancia de la diversidad idiomática nacional, etc. pero que, al final, terminan olvidándose con la misma facilidad con la que se pronuncian.

Y es que, precisamente, el poco interés de la prensa por los conceptos y propuestas desplegadas en los eventos de esta clase -algunos pueden ser de legítima excelencia, otros estar más cerca del absurdo o la improvisación y otros simplemente son cantaletas que se repiten año tras año sin opción de implementarse- lo que hace que temas importantes se conviertan en cuestiones superficiales que no despiertan interés en los públicos consumidores de noticias. Mientras autoridades y periodistas juegan a la dinámica del analista de realidades, las masas viven de espaldas a todo ello, con su atención y sus devociones entregadas a cosas diametralmente opuestas.

¿Por qué, si no es por otra cosa, la gente en la calle sabe perfectamente cuántos minutos duró la presentación de JLo/Shakira en el Super Bowl y lo recuerda durante semanas pero no tiene idea de qué debe hacer exactamente si siente una fuga de gas en casa? ¿Por qué conocen al detalle las idas y vueltas del juicio entre Farfán y Klug pero no tiene idea de quiénes fueron/son Antonio Gramsci, Eric Hobsbawm, Patti Smith, Alan Parsons, Bobby Charlton, Leo Masliah o Los Morochucos? ¿Por qué saben las razones por las cuales Nicola Porcella estuvo en titulares la semana pasada pero no saben que los adolescentes en la selva sueñan con emigrar a Lima porque no quieren parecerse a sus padres/abuelos porque los consideran pobres e ignorantes (Martín Vegas, integrante del CNE, en el Congreso Encinas)?

La respuesta es simple. Todos los días, a todas horas, los medios de comunicación nos repiten esas babosadas que todos, incluso aquellos a quienes no nos interesa saber de ellas, hasta instalarlas en nuestros cerebros de forma indeleble, imborrable. Si así nos repitieran las recomendaciones para evitar explosiones a causa de fugas de gas, las capitales de los países de Europa Oriental o tantos otros datos e informaciones valiosas de historia, arte, páginas web de excelencia, cine, música, modernidad, tecnología, etc. nuestras juventudes estarían mejor educadas. Ni hablar de valores que nadie conoce ni respeta porque todos están pensando en hacerse millonarias y poderosos como la Klug y Daddy Yankee, ganando miles de dólares sin hacer nada de valor, para gastarlo en viajes al Caribe, lentes de sol, carros de lujo y demás.

Por eso, eventos como el Congreso Encinas pasan desapercibidos mientras que noticias sórdidas sin solución ni enseñanza social alguna brillan con detalle de antropólogo forense en las sobremesas de familias en el Perú entero.

Por eso, si alguien se atreviera a llamar las cosas por su nombre, la única conclusión sería que los máximos enemigos de la educación peruana son los medios de comunicación. Por eso la educación per se no es noticia. Por eso estamos como estamos.

lunes, 10 de febrero de 2020

JENNIFER LÓPEZ Y SHAKIRA: REAFIRMANDO ESTEREOTIPOS NEGATIVOS


El pasado viernes 31 de enero, en Frecuencia Latina, María Teresa Braschi y Pedro Tenorio leyeron, con inocultable entusiasmo, la noticia más importante de esa semana para el mundo del espectáculo: "Jennifer López y Shakira compartirán escenario en el Super Bowl -la final de la Liga Nacional de Futbol Americano, NFL- en Miami, para reafirmar el orgullo de ser mujeres y latinas".

El mini concierto de menos de 15 minutos, producido el domingo 2 de febrero durante el entretiempo de un partido que no le interesaba a nadie más que al público norteamericano, fue visto por más de 100 millones de personas en el mundo, quienes no despegaron los ojos de las contorsiones y disfuerzos de estas dos señoras que han alcanzado gran fama y fortuna vendiéndole al público globalizado la versión más recalcitrante de anacrónicos estereotipos que dañan constantemente la imagen de la mujer de nuestra región.

El tradicional cliché de la latina siempre dispuesta para la fiesta y el coqueteo sensual, que genera tantos resquemores en ciertas agendas feministas, ha sido y es explotado hasta la náusea por estas estrellas pop quienes, junto al reggaetón y sus procacidades, terminan estigmatizando a muchas mujeres latinoamericanas cuando van de turistas por EE.UU., Europa e incluso países del Medio y Lejano Oriente, donde son comparadas con estas figuras del bataclanismo internacional por ser jóvenes y atractivas, aunque no anden sobajeándose contra paredes, pasamanos y tubos, ni les interese hacerlo.

Ante la repetitiva pobreza de sus producciones musicales, ambas construyeron su éxito en el exhibicionismo y la supuesta sofisticación de su imagen fashion con vocación de strippers, amparadas en un conjunto de características físicas que les aseguran una masiva atención, tanto de públicos masculinos como femeninos. El problema es que, aunque una ancha mayoría de mujeres las admira y sueña con parecerse a ellas, hay también muchas otras que se sienten incómodas y hasta ofendidas por quedar reducidas al superficial papel de "divas latinas" que ambas representan con interesado orgullo, valorizado en millones de dólares, por supuesto.

En realidad, la performance de JLo/Shakira en el Super Bowl fue una agresiva reafirmación de estereotipos negativos, socialmente aceptados y muy rentables, que desautorizan las eternas luchas femeninas por ser más respetadas e imponen modas y autonomías económicas logradas con la explotación de la imagen y la cosificación como bandera. Muy poco de orgullo latino y mucho, eso sí a raudales, de show vulgarón del Sunset Strip (baile del tubo, reggaetón). Estereotipos que dan mucha plata y alejan a la masa del verdadero orgullo latino. Una sofisticada salsa que ambas señoras pudieron haber bailado, con clase, fina sensualidad y algo de elegancia, hubiera quedado mejor que esa exhibición de poca monta y alto presupuesto que refleja lo peor de lo que actualmente el mundo entiende como "sabor latino".

Eddie Trunk, personalidad radial de EE.UU., publicó en Twitter: "El show del entretiempo califica como un buen video instruccional de aeróbicos, pero en cuanto a calidad musical debe haber sido el peor de la historia. ¡Bravo NFL! ¿Tuvieron a Guns 'N Roses en Florida pero escogieron transmitir esto? ¡Ridículo!" Por su parte, Dee Snider, vocalista del quinteto rockero Twisted Sister, también criticó el aclamado intermedio, considerando que fue un exceso montar un espectáculo de nightclub en un evento deportivo y familiar, como prueba de que existen puntos de vista contrarios al aparente consenso unánime de que la actuación de marras fue “épica”.   

miércoles, 22 de enero de 2020

ELECCIONES 2020: UN SUEÑO INCUMPLIDO



Las elecciones de este domingo 26 de enero son una de esas tantas pantomimas que, a diario y de distintas formas, la sociedad peruana ejecuta para perpetuar la falacia aquella de que somos un país organizado, orgullo de la región, a un paso del Primer Mundo y la OCDE, adalides de la democracia participativa, el respeto a los derechos humanos y la estabilidad jurídica que promueve la inversión... 

Con tal de no aceptar una realidad que nos avergüenza -la del profundo y espeso primitivismo en el que nos arrastramos-, los ciudadanos de esta nación inconclusa y fracasada aspirante a república cumplimos cívicamente el ritual sufragante y, con el holograma pegado al DNI, validamos la farsa una vez más. Y seguimos nuestra vida superficial, homogeneizada por las tarjetas de crédito y lobotomizada por el reggaetón, las redes sociales y los realities.

Pero pudo no ser así. 

Si el Jurado Nacional de Elecciones no hubiera estado dirigido por un topo fujimorista quizás no habría perpetrado, desde sus resinosos escritorios, esa doble traición a los vientos de esperanza que llegaron tras la disolución y cierre constitucional del Congreso chavetero y obstruccionista. Doble traición porque, primero, les abrió las puertas a los disueltos para que participen en este proceso extraordinario, razón por la cual tenemos a Mulder, Bartra, Vilcatoma, Sheput, Heresi, todos ellos personajes que deberían haber sido legalmente expectorados de la vida política nacional, a punto de volver, orondos, a sus curules. 

Y segundo porque, a solo dos semanas de la ya contaminada jornada electoral, ese mismo despacho le lanza un centro perfecto a los partidos y movimientos más despreciables anunciando que, así no superen la "valla electoral" (5% de votos válidos), no perderán su inscripción y podrán participar, por lo tanto, de las presidenciales/congresales del 2021. O sea, acá no pasó nada.

Si, en lugar de ello, las decisiones post-disolución hubiesen incluído inhabilitaciones, investigaciones y juicios sumarios, sentencias y demás instrumentos legalmente aplicables a todos esos maleantes que han vivido a cuerpo de rey como parlamentarios, para que la actividad política hubiera sido realmente fumigada de tanto cinismo, estaríamos frente a un momento de renovación obligada, que habría tenido ciertamente dificultades (la pregunta "¿de dónde sacamos 130 personas totalmente nuevas para el Congreso?", válida desde todo punto de vista, circuló mucho apenas Vizcarra anunció el cierre) pero que, en esa novedad, habría generado una participación social y ciudadana inevitable.

¿No hubiera sido perfecto un proceso electoral sin Fuerza Popular, sin Solidaridad Nacional, sin el Apra, sin Alianza por el Progreso, sin Contigo, partidos y movimientos cuyos líderes están encarcelados, procesados o cuestionados? ¿Por qué tenemos a organizaciones criminales usando la franja electoral pagada por el Estado diciéndole al electorado que todo va a cambiar, como por arte de magia, con esas "caras nuevas" que usan los mismos polos naranjas o amarillos, que siguen rindiendo culto al suicida mitómano, al plagiario que se jacta de no leer, al lobbista descarado? Si ese proceso de limpieza le hubiese cerrado las puertas a todos los congresistas disueltos y sus allegados (familiares, asesores, protegidos, testaferros, chalecos y demás) las cosas habrían sido muy diferentes.

En esa ucronía tendrían que haber salido a la palestra los verdaderamente desconocidos, los sin experiencia congresal, los mejores. Los partidos y movimientos que hubieran quedado tras la purga que nunca se logró por culpa del JNE, tras el enjuague estomacal que necesitaba (que aun necesita) el Perú, se hubieran visto en la obligación de abrir convocatorias públicas, visitar universidades y barrios, escarbar entre artistas y filósofos, para ofrecerles la oportunidad de, por primera vez, servir al país desde un punto de partida básico, elemental. 

Si eso hubiera sido así, ¿quiénes tendrían que haber tomado la responsabilidad de reemplazar a toda esa gavilla de impresentables que fueron disueltos en septiembre/octubre del año pasado? Profesionales comunes y corrientes, como usted o como yo. Mi padre, que en paz descanse, solía decir una frase con la que concluía aquellas míticas conversas de sobremesa, en las que todos los apolíticos hemos participado más de una vez, en familia o entre amigos, para analizar y desmenuzar todo: la economía, el gobierno, la educación, la salud pública, la televisión, la religión, el fútbol: "¡A los que sabemos no nos llaman, carajo!" 

Ese dicho condensaba la indignación de ver, siempre desde fuera, cómo los mediocres son los que están enquistados en el poder satisfaciendo sus propios intereses, los mismos pobres de espíritu incapaces de hacer algo por el país, mientras que la gente bienpensante está ahí, en casa y en su trabajo, rumiando soluciones basadas en la buena voluntad y en una cierta ingenuidad sobre cómo funcionan realmente las cosas en el Estado. Si el JNE los hubiera erradicado como esperábamos tras el valiente y constitucional acto de Vizcarra, ciudadanos de a pie y con buenas intenciones tendrían que haber iniciado la nueva clase política. 

Pero lamentablemente la realidad es otra. Y si bien es cierto no todos están pugnando por regresar -personajes como Vitocho, Salgado, Tubino, Letona, Chacón, Velásquez Quesquén, entre tantos otros, se han hecho a un lado para aparentar desprendimiento o para permitir que el tiempo traiga consigo el olvido de sus fechorías- hay unos cuantos que sí lo hacen con descaro, amparados en las traiciones del JNE y dispuestos a mantenerse como cuñas para conservar sus privilegios y evitar que la fumigación sea completa. Y, por otro lado, los partidos que deberían haber sido borrados del espectro electoral han sembrado sus listas de multiformes topos, agentes patógenos de diversa índole: desde zombies reciclados como Martha Chávez, Omar Chehade, Luis Solari, Nidia Vílchez... hasta nuevos lunáticos como Mijail Garrido Lecca, Mario Bryce, Diethel Columbus... a quienes la juventud no les sirve para nada pues exhiben las mismas mañas que sus líderes, maestros, padres y padrinos políticos. Todos con los primeros números en cada lista, para asegurarse el ingreso sí o sí. Todas se las saben...

Así las cosas, este domingo 26 de enero no será la base fundacional de una nueva realidad parlamentaria. Será un acto protocolar y rutinario con algunas novedades que son, en esencia, misterios pero que, en líneas generales, provienen de las mismas canteras de donde salieron estos cálculos biliares que tienen postrado al Perú desde hace décadas. Así no querramos y un breve porcentaje de votantes hayamos comprendido cómo votar para cerrarles el paso a estos desgraciados, hay una enorme masa desinformada y, por otro lado, mucho empresario cómplice, que nos sobrepasará e impondrá, en virtud al mal uso del sistema electoral como "herramienta democrática", el retorno a sus escaños de apellidos nefastos para la historia reciente del Perú como Bartra, Heresi, Mulder y Sheput.

Ojalá me equivoque...