Con frecuencia se dice que nuestro país no puede salir del subdesarrollo debido a los altos niveles de corrupción que carcomen el entramado social, desde sus estratos más elevados y sofisticados hasta sus manifestaciones más burdas y salvajes. Cuando Ollanta Humala ganó las elecciones, lo hizo gracias a que sus discursos generaron la sensación de que esa realidad estaba por cambiar pues se pensaba que sus colaboradores adecentarían el ejercicio político y poco a poco - porque tampoco era cuestión de un chasquido de dedos - la población iba a notar que ya no había tantos enjuagues en las licitaciones públicas, que las protestas sociales no se aplastaban con balas, que los trabajadores dependientes serían escuchados de una vez por todas, que las instituciones comenzarían a recobrar el prestigio hecho añicos en las décadas pasadas por la componenda, el compadrazgo, el tarjetazo sobre la mesa. Los últimos lamentables sucesos nos confirman que nada de eso está ocurriendo y la figura del aun nuevo presidente - a quien muchos de nosotros apoyamos abiertamente - se viene desdibujando a pasos agigantados haciéndonos olvidar al firme ex militar insobornable dejando en su lugar una sombra sin decisión, un arquero al que se le pasan todas las pelotas.
Si los tres ministros involucrados en la vergonzosa actuación del gobierno nacionalista en todos los eventos relacionados al secuestro de Kepashiato - el helicóptero emboscado, la conferencia de prensa de alias Gabriel, la incompetencia demostrada para buscar y rescatar a dos jóvenes militares - fueran personas con dos dedos de decencia, habrían renunciado de inmediato. Pero no. Lo que vemos es un trío de descarados a quienes nada parece importarles. Desde la mirada taimada y fría de Valdés que declara, orondo y desafiante, que su gabinete cuenta con el respaldo de Humala hasta el figurettismo insensible de Lozada, capaz de tocarle la puerta a la familia Vilca y presentarse en el velorio, presto a colocar la bandera sobre el ataúd a pesar del repudio de los asistentes, pasando por las insolentes declaraciones de Otárola en El Comercio de hoy, en las que "exige" que no se le responsabilice de nada. La decencia les habría impedido cualquiera de estas actitudes repudiables. Pero para la tranquilidad de sus sueños nocturnos, este trío parece no tener ni un rastro de eso que llamamos conciencia, aquella presencia intangible capaz de mantenernos en vigilia cuando sabemos que acabamos de cometer un error o una falta capaz de perjudicar a los demás.
La escasez de decencia en la política está hoy en sus niveles más bajos, como podemos comprobar por el permisivo sistema electoral que nos pone de representantes a dueños de burdeles, traficantes de madera, defensores de narcos, dueños de dragas, ladrones de luz y un largo etcétera de innombrables. O podemos mirar la forma en que se reparten los cargos públicos, desde los asesores(as) de congresistas que terminan siendo hijos, sobrinos, amigos de la universidad, queridas y hasta empleadas de servicio doméstico sin ninguna formación académica y lo que es peor, sin ninguna formación ética o cultural. Y en el gabinete pasa exactamente lo mismo. No importa cómo lo maquillen los medios adictos al poder y al dinero, tampoco importa que algunos comunicadores pretendan criticar a medias desde la inútil ironía o el sarcasmo improductivo. Todos sabemos quiénes son. Las trincheras de resistencia son cada vez menos y eso lo podemos ver en cada puesto de periódico de esquina. Desde las imágenes melodramáticas que buscan impactar al viandante con cero respeto hacia las familias afectadas (sea Castillo Rojo, Flores, Astuquillca o Vilca, no importa el quién, la fórmula siempre se repite) hasta las "primicias exclusivas" de las reporteras que se emocionan hasta el paroxismo porque sus cámaras son las primeras en captar el llanto desconsolado de un padre mientras sostiene en brazos a su hijo, de 22 años, muerto; todas son demostraciones del terrible - y cada vez mayor - déficit de decencia que empobrece a nuestra sociedad.
Y que Ollanta Humala respalde a esta versión moderna de Los Tres Chiflados - salvando las distancia pues los míticos Stooges nos hacían reír mientras que estos hacen ahogarse en llantos de dolor a un promedio increíble de familias por semana, sin que se les ocurra renunciar - establece de manera categórica que en lugar de la gran transformación, lo que estamos viviendo es la gran confirmación de que estamos en las mismas y cada vez peor. Resulta increíble por ejemplo, que en medio de esta situación en la que se declara fallecido a un soldado y que este, para sorpresa (negativa) de sus verdugos políticos, aparece después de 17 días de haber sido tragado por la selva virgen y de que un padre solo, sin resguardo ni preparación, encuentre el cadáver de su hijo soldado, mientras los ministros declaraban que los operativos de búsqueda eran intensos, el presidente Humala se vaya de viaje al otro lado del mundo, llevando consigo stickers de la Marca Perú, bolsitas con el logo impreso y demás merchandising preparado especialmente para la ocasión, sin solucionar nada y apoyando la tozudez de los culpables administrativos de este desmadre.
¿Y Nadine Heredia? Pues nada, que la omnipresente y mediática primera dama, lectora y a la vez protagonista de las secciones sociales de revistas como Hola-Cosas-Somos desapareció del mapa y no fue capaz de brindar su consuelo a las madres de las víctimas. No la vimos en el entierro de la oficial Nancy Flores, tampoco en el del nuevo héroe César Vilca. Simplemente desapareció. Quizás nos regale uno de sus "influyentes" tweets. O tal vez reciba en palacio al próximo ícono de la música que visita nuestra ciudad capital. Luego de enviar a los esforzados soldados a morir bajo el fuego tupido de los narcoterroristas a quienes no pueden encontrar pero que posan para la foto como si se tratara de personajes de Al fondo hay sitio, se deshacen en ceremoniales post-mortem, le cambian de nombre a las avenidas y de repente hasta se les ocurre pedirle a Gian Marco que componga una cancioncita en honor a estas vidas prematuramente segadas para perpetuar un status quo que sigue favoreciendo a los mismos de siempre.