Pertenezco a la generación que creció escuchando la cantaleta de que Velasco había sido el peor presidente del Perú. Y el principal argumento que se esgrimía para instalar ese concepto en mi cerebro ochentero y adolescente, tanto en las sobremesas caseras lideradas por mi papá y sus hermanos como en las ocasionales columnas y reportajes que, de vez en cuando, publicaban los principales diarios de la época, que leía entre apagón y apagón, incluso desde antes de decidir que quería estudiar periodismo, era siempre el mismo: el fracaso de la Reforma Agraria.
Mi familia no era latifundista ni mucho menos. No "fuimos" -como quizás dicen, en privado, los hijos y nietos de los señorones directamente afectados por aquella medida velasquista- expropiados, no teníamos relación alguna ni con las azucareras ni con los medios de comunicación ni con las familias dueñas del Perú, grandes apellidos que tuvieron en Juan Velasco Alvarado al principal cancerbero responsable de la interrupción forzosa de su aristocrático predominio social, político y económico.
De hecho, el fondo de la inquina que mi papá y mis tíos, zambos limeños, criollos de La Victoria sin formación académica o universitaria -su valiosa educación la obtuvieron en "la universidad de la vida", la calle, el trabajo, el barrio, con todas las ventajas y limitaciones que ello tuvo, para bien y para mal- sentían hacia "El Chino" (así le decían, también, al general) no tenía que ver con su evidente y reprobable perfil de dictador, militar que tomó el poder a la fuerza en 1968. Tenía que ver con su predilección por "los cholos".
Como sabemos, en la enfermiza escala de discriminaciones cromáticas que fue lo normal en el Perú desde su nacimiento como república -y que hoy ha reemplazado esa normalidad por la hipocresía y la pose de lo inclusivo-, el andino siempre fue el matiz más despreciado. Todos, desde el blancón hasta el negro, estaban por encima del serrano (ni hablemos del amazónico, invisible completamente hasta hace apenas 20 o 30 años). La capital, llena de mestizos, consideraba a la provincia como salvaje, indigna e inmerecedora de respeto. En ese contexto, relacionar cualquier cosa que haya intentado implementar el general Velasco con palabras como "justicia", "reivindicación", "buenas intenciones", es sencillamente imposible. Por lo menos para las grandes mayorías de clases medias y bajas alejadas de la ilustración y las ideas humanistas, que querían parecerse a las élites socioeconómicas que los oprimían desde sus roles de jefes, autoridades patriarcales llenas de privilegios.
Obviamente, las lecturas y la ampliación de criterio que llega a través de la vida universitaria me permitieron ver cosas y entender contextos de forma más coherente, sensible e inteligente. El contacto, a nivel de conocimientos y cultura general, con la literatura, la música y la historia del Perú fueron suficientes para alejarme de la herencia discriminadora tradicional capitalina y, por ende, para mirar con desconfianza las críticas acérrimas, totalizantes e intolerantes del establishment hacia Velasco.
Evidentemente, las cosas no funcionaron. Pero que el empresariado, la prensa y las "clases políticas" cómplices de ladrones como Alan García y Alberto Fujimori y sus miles de variantes y disfraces insista en satanizar todo lo relacionado a aquel período de la política nacional basta para no aceptar esa postura de manera radical e incuestionable.
El documental La revolución y la tierra (Gonzalo Benavente, 2019) es, probablemente, el primer intento formal, desde la cultura audiovisual moderna socialmente aceptada, de romper con ese modelo de pensamiento único que nos ha acompañado durante los últimos 50 años y que sigue influenciando negativamente a las nuevas generaciones de jóvenes que juegan a ser neoliberales en tiempos de aldea global e internet.
Aunque la contradicción suene absurda, es muy común ver a señoritos y señoritas de la UPC apoyando y difundiendo hashtags en defensa de casos como el de George Floyd pero en lo tocante al Perú profundo que Velasco trató de hacer visible con sus medidas agrarias y económicas, mantienen el mismo discurso pro hacendado y colonial de mis abuelos.
La revolución y la tierra fue el documental más visto del año pasado. El dato fue replicado en los canales, diarios y webs de la cultura hegemónica local (El Comercio y su Premio Luces, Cinescape, los noticieros de Latina y América) casi con sorpresa, pero siempre de costado. Aún cuando logró su cometido de poner sobre la mesa el tema, tradicionalmente esquivado, de las potenciales bondades del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas (1968-1975), los prejuicios y la desinformación aún dominan el imaginario colectivo nacional. Y eso a pesar de que, hoy más que nunca, varios reconocidos historiadores, sociólogos y periodistas (algunos de ellos aparecen en el documental) hablan sin ambages de la naturaleza justa y bien intencionada del dictador frente a siglos de opresión, inequidad y abuso perpretado de la ciudad hacia el campo. Que las relaciones entre provincia y capital hayan degenerado hasta llegar al desorden actual, aunque está relacionado a esa discriminación histórica es, desde luego, otro tema.
Además del valor intrínseco que tiene el film, solo por el hecho de poner en la agenda pública juvenil el tema del indio peruano -desde la revolución de Tupac Amaru hasta la música de Los Shapis, pasando por las fotos de Chambi y la narrativa de Arguedas-, lo más notable en La revolución y la tierra es la exposición de esta problemática a través del cine, mediante el uso de valiosos fragmentos de películas de los años setenta y ochenta, olvidadas tanto por su nula difusión como por su pésima conservación, ambos aspectos que son reflejo de la intencional política oficial que decidió desaparecer la impronta de Velasco para consolidar el retorno triunfal del status quo, tras la recuperación de la democracia en 1980 y hasta hoy.
En ese sentido, ver escenas de películas de Armando Robles Godoy, Federico García, Bernardo Batievsky, Felipe Degregori o Nora de Izcue es, en sí misma, una reivindicación de la cinematografía y la televisión en tiempos en que las masas creen que solo Asu Mare, Michelle Alexander y el Canal 6 de Movistar representan a la cultura audiovisual nacional. De hecho, producciones más contemporáneas como las de Andrea Llosa, Las malas intenciones (Rosario García, 2011) o Wiñaypacha (Oscar Catacora, 2018), estas dos últimas también mencionadas en La revolución y la tierra, siguen teniendo esa aureola de marginalidad, a pesar de haber dado el salto, en su momento, a las grandes ligas de la cultura oficial capitalina como expresiones "alternativas", casi foráneas.
En ese sentido -y en otros, por supuesto- se evidencia la vigente necesidad de una nueva revolución, en los mismos términos pero adaptada a los tiempos actuales.