miércoles, 21 de mayo de 2025

BEAT EN LIMA: CONCIERTO EXTRAORDINARIO

 


BEAT: Relevancia artística 

La semana pasada, cuatro músicos extraordinarios ofrecieron uno de los conciertos de mayor relevancia artística de los últimos tiempos. Hay artistas que, a estas alturas, trascienden todas las discusiones sobre géneros, épocas o niveles de popularidad/ventas pues lo que ofrecen es de una calidad incuestionable. Salvo para los necios, que nunca faltan. 

Dicho de otra forma, importa muy poco si a las grandes mayorías no les gusta el rock progresivo, si creen que es un estilo caduco, desfasado, que nadie escucha ya. Lo que ofreció BEAT hace ocho días en la legendaria Concha Acústica del Campo de Marte fue una clase magistral de irreverencia sonora, atemporalidad y brillo instrumental. Una tocada cuyo valor no se puede medir por cuánta gente fue o cuánto dinero recaudó.

Tampoco sirve, para calibrar la importancia de un espectáculo de este tipo, si la empresa organizadora tuvo que abrir una fecha extra o que haya publicado en redes sociales, a las pocas horas de haberse iniciado la venta de entradas, el afiche oficial con sellito rojo de "sold out". El éxito, en estos casos, no depende de factores externos. 

Hay talentos que, como el buen vino, simplemente añejan bien. Se cuidan y permanecen en el tiempo, son clásicos y omnipresentes, se ubican por encima de los demás. Pero lo hacen sin arrogancia, sin proponérselo siquiera, sin invasivas campañas de marketing ni disfuerzos exagerados para convencer a las masas de que son lo máximo. 

El resultado de lo que BEAT es capaz de hacer sobre los escenarios tiene mucho de espectacular pero también de esfuerzo, disciplina, creatividad y destreza. No es algo que se consigue de la noche a la mañana, por una presentación vulgarona, un hecho escandaloso, una millonaria publicidad o un golpe de suerte. Si la meritocracia existiera, Bad Bunny balbucearía frente a 2,000 personas y grupos como estos llenarían el Estadio Nacional. Es, desde luego, al revés. 

Lo anuncié primero

A través de mi columna semanal Música Maestro, que se publica cada ¿lunes?, ¿martes? en Sudaca.pe, fui el primero que tomó contacto con este excelente proyecto musical, seis meses antes de que arrancaran una gira que, al principio, solo iba a abarcar un puñado de sesenta ciudades en Estados Unidos y Canadá. Me enteré por las redes sociales de Prog Rock Magazine, impecable revista mensual británica. 

En un artículo titulado A propósito de BEAT, el acontecimiento musical del año, publicado el 13 de abril del 2024, ofrecí detalles de cómo nació la idea y qué alcances pretendía tener, incluso antes de que comenzaran a ensayar. En noviembre del 2024, me inscribí en la plataforma Veeps para ver la transmisión en vivo de un concierto que dieron en Los Angeles. Jamás imaginé que llegarían a Sudamérica. Y menos que incluyeran al Perú en ese periplo.

En esos días y durante todos los meses siguientes, las páginas web y redes sociales especializadas explotaron de emoción con la noticia. Rick Beato, el productor y guitarrista que mantiene un canal de YouTube ampliamente sintonizado entre músicos y melómanos de todo el mundo, los tuvo a los cuatro juntos y les dedicó un programa de una hora, solo para hablar de la gira, sus detalles, motivaciones y expectativas. En la entrevista fluyeron las anécdotas y las personalidades de los cuatro. 

Steve Vai, analítico y detallista, desmenuza casi científicamente su experiencia como fan de King Crimson desde sus años como alumno en Berklee y su emoción de tocar junto a Adrian Belew, uno de sus héroes, con quien comparte origen común. Ambos fueron descubiertos por Frank Zappa y tocaron con él -Belew de 1977 a 1979 y Vai de 1980 a 1982-. Carey, probablemente el mejor baterista de su generación, cuenta en las previas que saltó como un niño en piscina de pelotas cuando recibió la invitación para reemplazar a Bill Bruford, a quien admiraba desde su más temprana juventud. 

La sencillez es una de las principales características de los cuatro integrantes de BEAT, a pesar de que podríamos llenar páginas enteras detallando sus trayectorias y describiendo sus aportes a la evolución de la música popular contemporánea, al margen de las modas pasajeras y las imposiciones del mercado. Recuerdo haber visto publicaciones de Steve Vai, en sus redes, narrando lo nervioso que se ponía con solo mirar las transcripciones de todas las líneas para guitarra -riffs, acompañamientos y solos- escritas por Robert Fripp que tenía que aprenderse para The BEAT-Tour. 

Por su parte, Levin y Belew, integrantes originales del periodo de King Crimson que BEAT está reactualizando, no cabían en su felicidad por volver a tocar juntos. Lecciones de humildad, cuando llegan de talentos superlativos, contrastan con los irritantes delirios de grandeza que suelen presentar en programas como Sonidos del Mundo o Noches de Espectáculo, desde los principiantes que nos cuentan cómo se sorprenden con sus propias genialidades hasta gastados personajes locales que, en cuarenta años de carrera, siguen tocando una sola canción y eso les basta para ser considerados “leyendas”.  

La importancia de King Crimson

Para entender el valor de BEAT como acontecimiento artístico, es necesario también tener más o menos clara la dimensión de King Crimson en el desarrollo del rock como fenómeno cultural. Estamos hablando de una de las entidades musicales con más personalidad y peso de las últimas seis décadas, ni más ni menos. Para cuando Robert Fripp -quien acaba de superar un infarto, sufrido pocos días antes de cumplir 79 años- decidió retornar de su autoexilio en el bienio 1979-1981, la sola mención del nombre de su banda generaba devoción y respeto entre los amantes del rock clásico, sus derivados y cruces con otros géneros (jazz, música concreta, experimentación y fusiones múltiples).

En su primera etapa (1969-1974), Fripp construyó uno de los cuerpos de trabajo más complejos, idiosincráticos e influyentes, conservando inalterables su independencia con respecto a la industria discográfica y esa visión que parecía siempre adelantada a lo que hacían los demás. Como Frank Zappa o Miles Davis, Robert Fripp no aceptaba otros dictados que no fueran los de su propia creatividad y su férrea mano guio los destinos de las distintas formaciones que tuvo durante ese periodo inicial. El anuncio de una nueva alineación fue una de las noticias musicales más aplaudidas de inicios de los ochenta.

Los tres discos que King Crimson produjo en esa década -Discipline (1981), Beat (1982) y Three of a perfect pair (1984)- conservaron el sonido esquizofrénico -a veces calmo, a veces frenético-, distorsionado y caótico de la banda, actualizándolo con una estética cercana a los extremos más pesados de la new wave, con mucho uso de herramientas electrónicas, y añadiendo dos elementos particulares, extraídos de las nuevas obsesiones del enigmático guitarrista: la creación de oleadas de arpegios discontinuos que había conocido escuchando música tradicional de Indonesia y una declarada ambición por explorar los límites de la polirritmia africana. 

Para lo primero, contó con la compañía de Adrian Belew, un guitarrista y compositor inquieto por naturaleza. Y para lo segundo, enlistó a una base rítmica de polendas, Tony Levin (bajo/Chapman Stick) y Bill Bruford (batería), el único rescatado de la anterior formación del Rey Carmesí. El resultado fue un bloque de 24 canciones que contienen, en partes equilibradas, ecos inconfundibles del King Crimson primigenio -el vértigo de Red (1974), la tensa calma de Epitaph (1969), la deconstrucción sonora de Fracture (1971) o Starless (1974)- con elementos cargados de funk, afrobeat y electropop de artistas como David Bowie, Peter Gabriel y Talking Heads.

BEAT: El concierto

Las afueras de la Concha Acústica del Campo de Marte en Jesús María comenzaron a llenarse de gente una hora antes de pactado el show de BEAT. Como la metalera, la comunidad de amantes del prog-rock es leal y comprometida, siempre dispuesta a congregarse ante “la llamada de la tribu” como diría Vargas Llosa. Las mismas caras, los mismos desconocidos que uno solo se encuentra en estas ocasiones especiales, que intercambian miradas de complicidad porque saben y, sobre todo, conocen lo que se viene.

Cuando salieron, los aplausos y rugidos de los casi dos mil que allí estuvimos calentaron la fría noche del lunes 12 de mayo. Para quienes hemos seguido el desarrollo de The BEAT-Tour a través de los medios especializados, internet y las redes sociales del cuarteto, la emoción fue desbordante. Perú es uno de los dos países incluidos en esta minigira sudamericana que nunca había recibido la visita de King Crimson -el otro es Colombia-, de modo que era un momento especial. De todos los pesos pesados de la etapa dorada del rock progresivo británico, el Rey Carmesí era el único que nos faltaba ver en vivo y en directo. 

De hecho, el King Crimson oficial es actualmente un monstruo de siete cabezas que nadie se ha atrevido aun a traer a nuestras costas. Sin embargo, BEAT es prácticamente lo mismo, con un 50% de la formación original del periodo 1981-1984 -Adrian Belew y Tony Levin- acompañados por Danny Carey y Steve Vai reemplazando a Bill Bruford y a Robert Fripp. Eso, y los Frippertronics que usaron para los minutos de espera, bastaron para redondear la experiencia. Después de todo, esta sucursal de King Crimson había sido autorizada y certificada por el mismísimo Fripp.

Desde el inicio con Neurotica y Neal and Jack and me, ambas del LP Beat (1982), hasta los intercambiose impredecibles de guitarras en Industry, una de las más difíciles del Three of a perfect pair (1984), o la tercera parte de Larks tongues in aspic; la banda ofreció lo mejor de sus capacidades para la sorpresa y esa sensación de caos controlado que caracterizó siempre a King Crimson. Tony Levin, en las accesibles Man with an open heart o Heartbeat, o en Sartori in Tangier, ese instrumental de atmósfera medio oriental, se robó la atención del público con sus movimientos y recursos, tanto con el bajo convencional como con el Chapman Stick, ese extraño instrumento que domina a la perfección. Y esa solo fue la primera parte.

Luego de quince minutos de intermedio, en que escuchamos un segmento de la obra de Steve Reich, Music for 18 musicians (1976), en una versión grabada en los ochenta si no me equivoco, vino uno de los momentos más esperados del concierto. Carey, frente a un set electrónico de batería portátil, comenzó a recrear la base polirrítmica que da comienzo a Waiting man, a la que se unió Belew con sus propias baquetas y esa sonrisa de satisfacción que sostiene hasta cuando se agacha frente a sus amplificadores para extraer sonidos extraterrestres de su clásica guitarra Twang Bar -una Fender Mustang que tenía guardada, como mencionó antes de tocar Dig me, desde 1984- para luego recibir a Levin y Vai, desde el fondo, replicando la coreografía que seguían en las giras originales con Fripp y Bruford en los ochenta.

Steve Vai, conocido en el mundo entero por su arrebatada forma de tocar y comportarse sobre los escenarios, parece contenido en su rol ocupando el lugar de Mr. Robert. Cumplió a cabalidad con todas las líneas arácnidas y los paquidérmicos riffs de los arreglos originales. Y cuando le tocó brillar -especialmente en The sheltering sky y en los segmentos instrumentales de todas las demás-, se desató para lanzar su arsenal de solos frenéticos, tappings enloquecidos y manejo de efectos, mientras finge estar caminando entre nubes, moviendo sus piernas en cámara lenta o intercambiando miradas cómplices con Belew, armando esos arpegios enredados que terminan en perfecta sincronización, reinventando de forma respetuosa y personal uno de los repertorios más admirados por los guitarristas alrededor del mundo.

Tony Levin usó el Chapman Stick durante casi toda la segunda mitad, generando ritmos y fondos imposibles en temas como Waiting man, Frame by frame, la etérea Matte kudasai -brillante Belew en la slide- y Elephant talk, con el elefantiásico logo de BEAT, creación del fotógrafo, diseñador y artista visual Dan Ermey cobrando vida delante de nuestros ojos. Para Sleepless, Levin desenvainó sus alucinantes “funk fingers”, extensiones de sus dedos con los que golpea las cuerdas para lograr más contundencia.

El momento para Danny Carey, el único que tocaba por primera vez en Lima, llegó casi al final del show en Indiscipline. Durante un minuto y medio, el genial baterista de Tool entregó un solo con toda la potencia de la que es capaz, dejando sin aliento a la gente. En esa caótica y tensa composición, Adrian Belew desarrolla un monólogo hablado de naturaleza obsesiva -¿será realmente sobre un cuadro de su esposa pintora o sobre las composiciones de Fripp?- que es siempre celebrado por el público. Recuerdo haber escuchado la versión de King Crimson del 2019, cantada por Jakko Jakszyk en vivo y no consigue el efecto de Belew y sus demenciales interjecciones y gritos. 

Para finalizar, la gente bailó al ritmo enfermizo del funk de Thela Hun Ginjeet, antes de tener que aceptar a la única desilusión de la noche, la banda no pudo tocar Red por “problemas de tiempo”, convirtiendo a Lima en la primera ciudad del mundo en la que no tocaron este clásico de 1974. No bastó para empañar este extraordinario concierto, después del cuál BEAT entra en receso hasta septiembre, en qué visitarán Japón. En el entretiempo, cada uno se dedicará a cosas no menos interesantes: Belew de gira con su amigo Jerry Harrison para rendir tributo al icónico LP Remain in light (1980) de Talking Heads. Levin reactiva la banda de jazz The Levin Brothers, con su hermano Pete. Carey regresa a Tool, su casa matriz. Y Vai retoma su reunión con su colega, profesor y amigo Joe Satriani, en el proyecto SatchVai. 

SETLIST

PARTE 1

  • Neurotica
  • Neal and Jack and me 
  • Heartbeat
  • Sartori in Tangier
  • Model man
  • Dig me
  • Man with an open heart 
  • Industry
  • Larks tongues in aspic Part (III)

PARTE 2

  • Waiting man
  • The sheltering sky
  • Sleepless
  • Frame by frame 
  • Matte kudasai 
  • Elephant talk 
  • Three of a perfect pair
  • Indiscipline
  • Thela Hun Ginjeet

Si quieres ver el concierto completo, haz click aquí

martes, 21 de enero de 2025

DE CHICHARRÓN A TODO GOOD: UNA SUPERFICIAL APROXIMACIÓN A LOS CAMBIOS EN EL STREAMING MADE IN PERÚ


Hace unas semanas, el politólogo, columnista de Hildebrandt en sus Trece y YouTuber Carlos León Moya publicó un texto titulado Streaming Basura, en el que examina con eficiencia y claridad la paulatina degeneración de los contenidos que hoy se ofrecen en este (ya no tan) nuevo formato de transmisión online de monólogos, diálogos, noticieros o conversas grupales que, en un principio, asomaron como la alternativa independiente y joven a la manipulable y caduca programación de la televisión tradicional.

Moya, como se refieren a él tanto sus amigos/alumnos/seguidores como él mismo -intuyo que no es tanto un homenaje a su madre sino una manera más cómoda, directa y pegajosa de resumir su nombre- se mostró honesto y frontal para calificar al streaming actual en el Perú como una nueva versión de la Televisión Basura a la que se suponía que iba a oponerse y combatir con frescura, ingenio e independencia. 

Y esa honestidad le alcanzó para reconocerse a sí mismo y su programa online Voto Irresponsable, que emite en su canal de YouTube desde el 2021, como parte de esa degradación que ha convertido al inicialmente prometedor streaming en una extensión de la farandulización asquerosa de todo lo que se produce en los medios de comunicación convencionales. Un valioso ejercicio de autocrítica que da más legitimidad a su reflexión, más allá de los hechos concretos que parecen haberla motivado, en concreto, el paso al lado oscuro del streaming de uno de sus principales amigos y colegas, el también analista político y personalidad del YouTube Víctor Caballero, alias “Curwen”. 

Los temas y personajes de poca monta de El Trome (prensa), Magaly TV (televisión) y La Nueva Q (radio) conforman hoy la base de toda la información que usan los conductores de los canales de conversación más populares de YouTube en el Perú que, como él menciona, están llenos de "gente que quiere hacerse famosa a toda costa. Incluso hablando estupideces". 

Lo cierto es que no era tan difícil darse cuenta de ello y probablemente Carlos lo supo desde siempre. Pero el nivel de basuralización que se ve hoy parece haber superado incluso la tolerancia de quien fuera uno de los promotores de este estilo, siempre en la cornisa entre lo informal y lo auténtico. 

Ocurre que Carlos León Moya, antes de hacerse conocido entre los cibernautas a través de Voto Irresponsable, integró parte del elenco más o menos fijo de Chicharrón de Prensa, un programa de análisis político ultra relajado, creado en el año 2015. 

Junto a él, compartían la mesa de conducción el conocido periodista Marco Sifuentes, quien venía de las canteras de la televisión y ya era, para ese año, la persona más influyente en medios digitales; otro analista político y periodista, Luis Davelouis que, en ese entonces, publicaba sus columnas de opinión, formales, más convencionales aunque siempre en tono cuestionador, en diarios de circulación nacional como Perú 21 y La República, pertenecientes al Grupo El Comercio-; y el publicista y cineasta Miguel “Lito” Villalobos (más conocido actualmente por sus seguidores online por su alias, “Man Ray”). 

El cuarteto hizo de las suyas durante el último año del gobierno de Humala, el retorno a la alcaldía de Lima de Luis Castañeda Lossio, tras el desastre de Susana Villarán, y el proceso que terminó con la elección de Pedro Pablo Kusczynski. Pero León Moya solo anduvo con ellos, de manera estable, hasta mediados del 2016, semanas más semanas menos, en que se fue a vivir por un tiempo a Estados Unidos para estudiar una maestría de escritura creativa. Incluso hay capítulos de Chicharrón de Prensa en que Carlos participa de forma remota, desde una tablet, mientras que los otros tres lo miran desde su mesa, rodeados de latas de cerveza, piqueos y, a veces, uno que otro invitado. 

Chicharrón de Prensa eran, resumiendo, cuatro patas que, entre chelas y sin ninguna censura más que la propia, se sentaban a comentar y desmenuzar las noticias y a burlarse de los principales actores políticos del momento, siempre con fuertes dosis de desenfado y humor. De hecho, una de las principales críticas que León Moya hace, en su columna Streaming Basura, es que los programas de streaming actuales están hechos por “grupos de cuatro hombres en fondos de colores chillones”. Si uno mira superficialmente las miniaturas de los episodios de Chicharrón de Prensa eran, más o menos, eso. Sin embargo, cuando entramos a detalle, las diferencias saltan claramente a la vista.

Lo que hicieron Sifuentes, Villalobos, León Moya y Davelouis en Chicharrón de Prensa durante aquella primera temporada (2015-2016) fue crear un divertido espacio de análisis político descarnado y frontal contra los poderes de turno, sin guardarse nada -o guardándose muy poco, quizás- y cruzando caminos de vez en cuando con el análisis serio y convencional, con invitados como Rosa María Palacios, Farid Kahat o Fernando Vivas, con la intención de darle horizontalidad a un ambiente periodístico dominado por la impostura y los divos/divas de las mesas de conducción que tratan siempre con guantes de seda al poder, de quien son, por lo general, muy amigos. 

Había harta calle, lisura y lenguaje/actitud de cantina en Chicharrón de Prensa. Pero nunca pasaron al agravio gratuito de personas comunes y corrientes ni tampoco coquetearon ni por asomo con la mierdosa farándula. Sus contenidos, los buenos, los malos y los peores, estaban enfocados en una joven población universitaria, los restos de una masa crítica que no veía telebasura, que trataba de diferenciarse de las deformes muchedumbres magalizadas, hueveros pero algo nerds, con una incipiente pero genuina conciencia política. Su público eran, para decirlo de otra forma y usando un término muy de moda en esos años, “los pulpines” -los que saltaron hasta el techo por la famosa “Ley Pulpín”. 

Tuvo muy buenas vistas, en un año en que el streaming y los podcasts eran novedad en el Perú y en el mundo. Tras las salidas de Sifuentes y León Moya, Chicharrón de Prensa continuó con esporádicas apariciones de ambos, más o menos hasta mediados del 2019, en que un escándalo personal -las denuncias de abuso físico y psicológico contra Luis Davelouis hechas por su ex pareja, Marisa Chiappe- dinamitó el proyecto hasta hacerlo desaparecer. 

Posteriormente a ello, Marco Sifuentes se reinventó a través de su programa La Encerrona –antes “tu único noticiero en pandemia”, ahora “el único noticiero que te manda un abrazo”-, hoy uno de los programas multicanal más vistos a nivel nacional e internacional, con múltiples menciones por destapes como el Rolexgate y que está diversificando actualmente su estrategia de comunicación multimedia a través de una plataforma llamada “Canal Ya” que integra información, chismes, comics y música, siempre orientado al público joven universitario promedio, Netflix-lover y videogamers, entre lo snob y lo nerd. 

León Moya, por su parte, arrancó Voto Irresponsable un par de años después, colocándose al centro del debate político debido a su cerrada defensa de Pedro Castillo -justificada en su momento por ser lo que se enfrentaba a Keiko en segunda vuelta- y su promoción de ideas de izquierda, solidificada por sus años de juvenil militancia aunque claramente separado de la vieja dirigencia, con la cual había roto palitos a través de diversos textos publicados en medios online, desde El Útero de Marita hasta la revista Poder, un pleito intrascendente -como todos los pleitos de la izquierda- pero que fue, también en su momento, comidilla en páginas web universitarias y redes sociales de los implicados.

Hasta la aparición de Voto Irresponsable, Carlos León Moya asomaba como un joven politólogo de buen análisis, agudo, profundamente académico y sin compromisos, en el estilo de otros, más o menos de su generación, como Carlos Meléndez, José Alejandro Godoy, Alberto Vergara o Gonzalo Banda, quienes también se venían posicionando como parte de una vanguardia de analistas, con columnas de opinión en los principales medios locales y que eran frecuentemente invitados a paneles para profundizar sobre determinados temas de coyuntura. 

León Moya hizo lo propio -surfeando en internet se le puede ver entrevistado en el rol de analista- y se hizo de un espacio escrito fijo semanal, en el semanario Hildebrandt en sus Trece, vigente hasta hoy, donde mostraba sus talentos académicos, combinados con escritura creativa y un poco de esa irreverencia que algunos ya habían visto en Chicharrón de Prensa, donde para referirse a Rolando Breña, histórico líder de la caduca izquierda peruana, por ejemplo, usaba un pequeño dinosaurio de plástico. Esa combinación de inteligencia, joda, conocimiento del panorama político local, rajes de los políticos viejos y conductas de barrio, de esquina, marcaron claramente su perfil.

En ese sentido, las primeras emisiones de Voto Irresponsable tuvieron ese estilo, el mismo que fue muy bien recibido. Unas veces serio y académico, otras veces bromista y ocurrente, León Moya comenzó a convertirse en tendencia. Por ejemplo, fue él quien desempolvó el video del ex futbolista Luis “El Cuto” Guadalupe diciendo aquello de “la fe es lo más bonito de la vida”, lo convirtió en gif y hasta hoy, la cantaleta esa de “la fe...” y sus variantes –“vamos con fe”, “hoy con fe” y demás- es repetida hasta la náusea actualmente en comerciales, declaraciones de personajes de farándula y del fútbol, conductores de streaming, algunos periodistas, gente de farándula y en el habla popular, algo que nunca se le ha reconocido de manera abierta y justa. 

Durante algo más de dos años, entre 2021 y 2023 aproximadamente, el programa Voto Irresponsable de Carlos León Moya, fue la principal fuente de análisis político combinado con entretenimiento para miles de jóvenes y otros no tan jóvenes. Poco a poco, “Moyita” se convirtió en un personaje, de quien se esperaban los comentarios más ácidos y los insultos más fuertes dirigidos a políticos de todas las tiendas y colores, primero desde su Twitter @contracultural y luego en el mismo programa, haciendo rabietas, a veces precisas y otras sobreactuadas, peleándose públicamente con sus antagonistas de la derecha, desde los intrascendentes Vania Thays y César Combina hasta los nombres más altos del Estado y la empresa privada. 

Su inicial boom llamó la atención de periodistas de medios formales como Mávila Huertas o Glatzer Tuesta, quienes lo invitaban a sus espacios; o Juan Carlos Tafur, que lo convocó para un podcast compartido con Fátima Toche y Josefina Townsend, llamado Debate. No duró mucho ahí.

Lamentablemente, el éxito -las vistas, la urgencia por conseguir más “yapeos y plineos”, contribuciones económicas de sus seguidores y espectadores- fue precarizando las emisiones de Voto Irresponsable. No abandonó nunca el análisis político, pero sí quedó en segundo y hasta tercer plano, para dar prioridad al hueveo infértil, la hipersexualización de sus bromas de doble sentido y una recargada y creciente vulgaridad. Las respuestas de sus fans eran positivas. Pero la calidad del programa decayó, se degradó. De ahí su autocrítica. 

Hoy, esa fórmula degradada para tener éxito en streaming, impuesta por los Hablando Huevadas, ha motivado la aparición de canales nuevos como Ouke, Poco Floro o Habla Good que, en las últimas semanas, han generado más de un titular con comentarios abyectos sobre diversas personas, lo que habría motivado la epifanía del popular "Moyita". 

En las últimas emisiones de Voto Irresponsable, el “politólogo de vacaciones” confesó sentirse hastiado/asqueado del formato y que, como consecuencia de que el Streaming Basura es ahora la tendencia que siguen las mayorías, entonces él, fiel a su propia esencia, hará lo contrario: programas más serios, menos improvisados, aunque sin perder el filo irreverente, suponemos. La reciente pérdida de una de sus mascotas, que había rescatado de una situación difícil, también contribuyó al inicio de esta moderación.


martes, 7 de enero de 2025

V ETAPA DE PANDO: EL REENCUENTRO

Cuando los medios locales convencionales hablan de barrios limeños ochenteros, como sucede con muchos otros temas, suelen aplicar un reduccionismo elemental y tonto, basado en lo que pueda, en términos modernos, "generar más tráfico". Así, si no es Carlos Alcántara y sus vivencias en Mirones -la "saga" de Asu Mare y sus repercusiones-, es Daniel F y la Unidad Vecinal No. 3.


Cuando los medios locales convencionales hablan de barrios limeños ochenteros sucede, como con muchos otros temas, que suelen aplicar un reduccionismo elemental y bastante tonto, basado en lo que pueda, en términos modernos, "generarles más tráfico". Así, si no es Carlos Alcántara y sus vivencias en Mirones -la "saga" de Asu Mare y sus repeticiones-, es Daniel F y la Unidad Vecinal No. 3.
Ambas, siendo historias reales, se convierten en objetos de intercambio vacío para los públicos masivos que, al haber crecido "en otros ambientes", terminan creyendo que solo en esas zonas pasaban cosas, que solo en esos cuadrantes de conjuntos habitacionales se vivió la adolescencia de calle y peloteo, de fiestas en casa "con luces psicodélicas", anécdotas noctámbulas y despertares diversos.
Algo así sucedió, en los noventa, con el barrio de Matute que fue materia de las crónicas musicalizadas de Piero Bustos y, más atrás, en las épocas de nuestros padres, con zonas específicas del Cercado, Rímac y La Victoria (Santa Beatriz, Barrios Altos, Bajoelpuente, Mendocita) o, como pasa en las narraciones de Ribeyro, Vargas Llosa o Bryce, con lugares en Jesús María/Lince, Miraflores, San Isidro o Barranco. Lo cierto es que, en esos años de descalabro aprista, ataques de Sendero Luminoso y conciertos en la carpa Grau, el Hotel Crillón o el coliseo Amauta, sin redes sociales, teléfonos inteligentes ni maratones de Netflix, hubo barrios activos en toda Lima Metropolitana y más allá.
El Campillo, Paulo Sexto, Castilla... la Calle B, Lamas, El Trome (no el periódico, la bodega)... Pedro Benvenutto, Caminos del Inca, San Judas Tadeo... la farmacia Ostos, la librería, la panadería Flor de Mayo… estos nombres -y muchos otros- solo tienen un significado emocional para quienes crecimos en la quinta etapa de la urbanización Pando, una de las principales y más grandes del distrito de San Miguel, que se extiende desde el campus de la Católica por el norte, la zona de lo que fue la Feria del Hogar por el oeste, la frontera con Magdalena al este y que limita con el océano Pacífico por el sur.
Sus calles, parques, tiendas, esquinas y recovecos vieron crecer, entre 1980 y 1995, a una generación de chicos y chicas que hoy, desde distintas partes del mundo en muchos casos, probablemente se junten de vez en cuando para recordar aquellos años que, más allá de las diferentes perspectivas que se puedan haber desarrollado con los años -dependiendo de a qué grupo pertenecías, cuáles eran tus principales intereses, en qué te convertiste en tu vida adulta- tienen un denominador común que, ahora como antes, nos une: fueron tiempos de descubrimiento y a la vez divertidos, retadores, relajados, felices.
Pensaba en todo esto luego de haberme reencontrado, después de varios años, con tres o cuatro amigos de esa época, en torno a la visita de uno de nosotros quien, buscando un mejor futuro, dejó todo y se fue, antes de cumplir los 25, a los Estados Unidos. Su llegada a Lima motivó que, gracias a las redes sociales y el omnipresente WhatsApp, nos pusiéramos las pilas y, a contracorriente de nuestras obligaciones y agendas cotidianas, nos hiciéramos un espacio para asistir, a una o a todas, para juntarnos y pasarla, entre chelas, recuerdos y risotadas, rematadamente bien.        
Los reencuentros con amigos de la infancia suelen traer consigo una intensa sensación de positiva nostalgia por aquellos tiempos idos, en que nuestras mayores preocupaciones eran no llegar tan tarde ni tan mareado a la casa, hacer tus tareas, ver tus programas favoritos en la televisión y escuchar las transmisiones radiales del Descentralizado.
Todo eso, que parece una verdad de Perogrullo, no es tan sencillo en tiempos como estos en que se suele pensar que ya todo está hecho, que el pasado no existe y, lo que es peor, que no sirve. Nos hemos convertido, con el paso de las décadas, en piezas de museo para las juventudes inmediatistas de hoy, que prefieren andar con la cabeza gacha y los ojos clavados durante horas en una pantalla táctil en lugar de explorar las calles de su barrio, solos o en patota, para ver qué misterios tenía la vida guardados en esas horas de ocio y aprendizajes múltiples. La vida que tuvimos nos formó y nos dio base, sin saberlo, para entender y asimilar -cada cual a su forma y a su modo, como diría Sabina- el despelote actual en el que a duras penas se mueven nuestros hijos.
Hace casi una década, cuando participé por primera vez de una reunión por el aniversario de mi colegio -que estaba, también, en San Miguel- tuve la misma impresión de asombro y genuino bienestar al traer a la actualidad aquellas palomilladas que, en esos momentos, no eran nada más que la vida misma.
Ahora, con mis amigos de barrio, pasó exactamente lo mismo, pero con un añadido. A diferencia de la vida escolar, que se desarrollaba fuera del ámbito familiar, la vida del barrio era una extensión de nuestras casas y en cada una de nuestras correrías también participaban, directa o indirectamente, nuestros padres y madres, nuestras hermanas y hermanos, los vecinos de al lado, las manchas de los otros parques.
Cómo olvidar a aquel señor mayor que renegaba cada vez que nosotros, una bandada de treinta blancas palomitas, jugando partido de sol a sol, destrozábamos el parque que él, con tanto esmero, regaba. O al bodeguero que nos esperaba y atendía con gaseosas bien heladas después de cada jornada pelotera en “la canchita”, frente al colegio chino Juan XXIII. O los encuentros a muerte contra El Campillo o Paulo Sexto. O a la señora que vendía comida a la medianoche, casi en el cruce de Ayacucho con la Universitaria, para los más fiesteros.
Cómo no sonreír al recordar las primeras conversas de quinceañeros con ganas de iniciar sus vidas universitarias y laborales, charlando a grito pelado de política, de libros y canciones, de chicas y películas, cuestionando a los mayores, mandando callar a coro a quien decía alguna pavada -algo que podía pasarnos a cualquiera de nosotros, en cualquier momento- para luego estallar en carcajadas y carajeadas colectivas.
Teníamos también nuestros lugares emblemáticos, en la “Urb. Pando, 5ta. Etapa”, como lo escribí siempre en cada formato impreso que me tocó llenar durante mi vida universitaria y adulta, en el campo correspondiente a la dirección. El centro del parque, al costado de lo que hoy es el colegio para educación especial Ann Sullivan -que todos nosotros vimos construir- era escenario de intensas partidas de “Perú-Bote”, juegos de canga y carnavales.
La ya mencionada canchita de fulbito, una losa entonces muy sencilla y cerrada, cuya mayor mejora consistió en una malla alta para evitar que el balón salga hacia la calle tras un pelotazo, cosa que solía ocurrir -actualmente tiene iluminación nocturna y hasta grass sintético- que nos prestaban por ser hijos de los propietarios en la urbanización, la gran mayoría de ellos empleados de bancos privados que habían tenido acceso preferente a estas casas de dos pisos, paredes medianeras compartidas con efecto espejo y jardín interno, construidas entre las calles Petronila Álvarez, Josefina Sánchez, Independencia, Benvenutto, Caminos del Inca, Trinidad María Enríquez, Manuela Marticorena y Prolongación Ayacucho, era punto fijo para todos los chiquillos de aquí y de allá, donde se armaban los clásicos campeonatos triangulares que podían comenzar a las ocho de la mañana y durar hasta las cinco o seis de la tarde.
La jardinera de la casa de uno de nosotros, por ejemplo, en la calle Pedro Benvenutto, una de las primeras que logró hacerse una cochera, era centro de reunión para la previa los fines de semana por la noche. Recuerdo que la dueña de casa, una señora amabilísima que nos conocía desde los seis años, nos dejaba estar ahí a pesar de la bulla que hacíamos, aunque siempre nos hacía saber cuándo se nos pasaba la mano. Desde la ventana del segundo piso de mi casa podía ver si ya estaban allí mis amigos, para no salir en vano.
Pero si de puntos de encuentro se trataba, el principal era, por supuesto, “el murito” ubicado en la esquina de Prolongación Ayacucho y la cuadra siete del jirón Independencia, donde estaba mi casa, en la que viví hasta su venta en el año 2005. Allí caíamos todos, sin necesidad de que nos dijeran la hora. Y, a partir de ahí, cualquier cosa podía pasar. Y si no pasaba nada, podíamos estar horas en esa esquina conversando, chacoteando despreocupadamente sin pensar en que la moto que pasaba por delante de nosotros fuera a hacernos daño o que algún acosador de menores estuviese rondando por las esquinas. Era una época sin celulares ni audífonos Bluetooth, en que cualquier broma, pleito o coqueteo se hacía cara a cara y sin intermediarios tecnológicos.
Y estaban, por supuesto, los personajes. Desde aquel par de hermanos que, un poco mayores que nosotros, querían pegarla de “maleados”, paseándose cetrinos en sus skateboards y alardeando de sus hábitos y malas artes, introduciendo a los de personalidad más débil o más frágil al consumo temprano de drogas hasta el cura italiano que renegaba cada Misa de Gallo porque íbamos a matarnos de risa durante el Padre Nuestro; desde el bajista de una legendaria banda de metal local hasta un chibolo faltoso y “fosforito” que se ponía rojo como un tomate y cuyo único talento era ser sobrino de un conocido cómico nacional, que trataba de jugar con nosotros a toda costa, aguantando el buleo, y hoy la pega de farandulero achoradazo y atiborrado de anabólicos; desde los cinco (¿o eran seis?) hijos de aquella familia que había convertido su casa en tienda hasta el vigilante que se quedaba dormido en su caseta. No hace falta decir nombres. Todos sabemos exactamente quiénes son.
La gente creció y los grupos se fueron dividiendo, algunos por razones naturales -estudios, mudanzas, migraciones- y, en otros casos, por la influencia negativa de algunas formas de pensar estimuladas por la televisión y el cine de la época, combinadas con la cultura discriminadora de la que adolece nuestro país y al final de cuentas, la comprensible inmadurez de un colectivo adolescente que, con todas sus carencias, limitaciones y dificultades, superaba largamente a las frías vecindades verticales de ahora que ni siquiera conocen los nombres los unos de los otros. Hasta las familias más disfuncionales en aquel periodo de quince años, clasemedieras, aspiracionales, cuyas cabezas provenían más del mercado laboral no necesariamente profesionalizado, tuvieron bases más sólidas y duraderas que las actuales, marcadas por el desamparo emocional y el sálvese quien pueda de poblaciones modernas que no conocen la vida en comunidad, obsesionadas por parecerse cada vez a la farándula, el fracasado fútbol local, el esperpéntico reggaetón y a los barones de la política en todos los extremos posibles de sus corruptas vulgaridades.
La quinta etapa de Pando tiene tantas historias, lugares y personajes que daría para escribir un libro o hacer una película. Muchos años antes de haber tenido contacto con los relatos de Los inocentes de Oswaldo Reynoso o de ver los disfuerzos de alias “Cachín” -sus películas son efectivas sucesiones de sketches de entretenimiento pero pésimos productos cinematográficos-, la muchachada que se colaba a los circos que se instalaban en el cruce de La Marina con Universitaria y a la Feria del Hogar, que organizaba peleas callejeras imitando al antihéroe de una recordada novela mexicana juvenil -"El Memo" de la quinceañera- y toneaba hasta las dos de la mañana con los LP de Hombres G, The Cure y Soda Stereo, cambiando de enamoradita cada dos semanas y jugando a la pelota hasta que se extinguía la luz natural, vivió en un mundo más sano que el actual. Y no lo sabíamos.