A los peruanos de bien, que conseguimos lo mucho o poco que tenemos con trabajo diario, duro y honesto, no carente de altibajos -semanas malas, sueldos bajos y subempleos, situaciones frustrantes, horarios pesados, largos e indignos viajes en el transporte público, extensos periodos de desempleo-, el suicidio de Alan García Pérez nos deja, como principal herencia, el mal sabor de la injusticia y la impunidad conquistada de manera altanera y desquiciada, la risa con eco de quien hizo hasta lo imposible en vida para burlarse de todos, de quien con un disparo en la sien -acto trágico y horrendo que no tiene posibilidad de ensayarse ni corregirse- modifica el final que todos esperábamos y merecíamos tras décadas de intentos fallidos: la imagen del político más cínico y corrupto de nuestra historia, caminando con los brazos cruzados cubiertos, enmarrocado y acompañado por dos policías, con chaleco que mostraba la palabra DETENIDO en el pecho, la imagen suprema que, por fin, daba inicio a la acción de la justicia, solo pudimos paladearla gracias al talento de un dibujante.
Alan García nos robó todo. Al país entero le robó millones y millones de soles y dólares, condenándolo a permanecer en el atraso educativo, tecnológico, económico, médico y socioeconómico. Al APRA, partido fundado en los años treinta por Víctor Raúl Haya de la Torre, le robó el prestigio, la historia y hasta el local. A la sociedad le robó el criterio, la comprensión lectora, la dignidad, la noción de intolerancia contra lo corrupto, la paz y, en muchos casos comprobados, la vida arrancada a balazos dejando a cientos de miles de padres y madres, abuelos y abuelas, esposos y esposas, hijos e hijas, llorando y enterrando -en aquellos casos en que pudieron encontrar o reconocer a sus cadáveres- a sus seres queridos, clamando por una justicia que jamás llegó.
Ese miércoles 17 de abril, Alan García hizo su último gran robo, de forma aparatosa y por partida doble: nos robó la ilusión de celebrar su tan merecido encarcelamiento y nos robó la tranquilidad en un fin de semana especial. Como cuando te anulan un gol decisivo, en el último segundo, el grito y la euforia se quedaron contenidos entre pecho y espalda, a punto de explotar, volteando, estupefactos, con los brazos aún abiertos en señal de triunfo. Luego vinieron la incredulidad, la bronca, la sorpresa, la resignación a cambiar de cara y buscar explicaciones para poder seguir jugando.
Si Pedro Pablo Kuczynski, ese otro ladrón también ahora cercado por la justicia, nos robó la Navidad 2017-2018 con el mañoso indulto a Alberto Fujimori, creación y felonía de Alan, por cierto; el farsante del "futuro diferente" y el "cambio responsable" nos robó la Semana Santa. Seamos creyentes o no, es uno de los escasos tres momentos del año en que los peruanos intentamos escapar de lo cotidiano para, por lo menos un rato, reflexionar, descansar, estar en familia (los otros dos son Navidad y Fiestas Patrias).
Desde la casi madrugada del pasado miércoles 17 de abril hasta hoy, domingo 21 solo se ha hablado, escrito, publicado y posteado acerca del suicidio de Alan. Y claro, es inevitable, es la noticia del año, como bien me dijo mi hermano al llegar a casa para almorzar en Viernes Santo. No había manera de sustraerse de un hecho como ese.
En lugar de transmitir el (ya no tan) tradicional Sermón de las Tres Horas, los canales informativos tuvieron una sola imagen, la del patio de espera en el crematorio de Mapfre, en Huachipa. Antes ya nos habían intoxicado y hecho renegar con las opiniones increíblemente absurdas y malintencionadas que desfilaban por los sets de televisión, en una cobertura patética que confundió, como lo viene haciendo desde hace años, la diplomacia y el respeto al dolor de una familia con el engaño y la tapadera.
"Un rufián muerto sigue siendo un rufián" escribió Jorge Luis Borges. Nadie estuvo alineado con esa gigantesca verdad en la prensa convencional, la concentrada, la que veía, en las estratagemas con tufo mafioso de Alan García, sofisticadas y admirables demostraciones de extremado talento político. Solo en las redes sociales se manifestó una voluntad abierta a llamar a las cosas por su nombre, en distintos registros y tonos.
En medio, el recuento de los hechos, los gritos destemplados de sus eternos cómplices y esbirros ante un cajón de madera sellado -un metafórico homenaje post-mortem a su vocación casi natural por el ocultamiento y la mentira, la verdad a medias-, las majaderías de un niñato mantenido con plata negra, un hijo ilegítimo que lleva en el rostro su innegable filiación con el padre muerto, las no tan descabelladas sospechas de que el hecho trágico del cual todo el mundo habla no sea más que una pantomima psicopática y meticulosamente ensayada, los análisis y panegíricos, los vulgares intentos de anular las investigaciones, las semblanzas en video con piano triste de fondo, cuando no algún valsecito resinoso cantado por él mismo, donde se dice de todo menos la verdad.
Frente a la pasión y muerte de Jesús, el suicidio disfrazado de "acto heroico, de honor" y la aparición de un chiquillo a quien familiares y militantes quieren usar como nueva punta de lanza, el heredero de lo robado, incluyendo el APRA y la banda presidencial. Si en la farándula tenemos a Deyvis Orozco, quien se hizo famoso sin talento alguno subiéndose al cadáver aún tibio de su padre, la política local ahora tiene a Federico Dantón García Cheesman (14) haciendo lo mismo, con el triste añadido de que, siendo menor de edad, quizás sea algo para lo que haya sido aleccionado por su propio padre, el reo contumaz, el de los delitos prescritos, el del suicidio cobarde y narcisista, el de la plata que llega sola.
Otra cosa que nos deja el suicidio horrendo de Alan García Pérez -debo confesarlo: pensar en los detalles del instante y leer las infografías que describen el minuto a minuto, lo que probablemente se haya visto al caer la puerta, la trayectoria de la bala, el lenguaje técnico del certificado de necropsia, me da escalofríos-, es un panorama de quién es quién en la política, la sociedad y el periodismo nacional.
Si Patricia del Río encarnó, con sus disforzados mensajes a la conciencia declamados con voz molesta y entrecortada en radio y televisión por cable, lo más equivocado (algunos podrían decir que hasta soterradamente tendencioso) del espectro, calificando el suicidio de Alan como "una tragedia nacional"; Mariella Balbi hace un abierto y descarado homenaje a la defensa de la corrupción con su más reciente columna, llevando el endiosamiento a un límite que creíamos imposible de ejecutar. Ya las portadas de El Comercio y La República, tapando el sol con un dedo, habían hecho lo suyo al día siguiente pero lo que escribió Balbi en Expreso, ayer sábado, debería incluso motivar una seria investigación en su contra.
Resulta llamativo y revelador ver que conspicuos personajes de la farándula, salvo contadas excepciones, hayan salido a criticar duramente la "insania de los odiadores": Allí estuvieron, en esa trinchera, Magaly Medina, Laura Bozzo, Paco Bazán, y otros tantos más, íconos de la ignorancia exitosa de este país. Beto Ortiz, amigo confeso de la hija mayor de Alan, con breves comentarios en redes; y Jaime Bayly, con un extenso programa de hora y media desde Miami, se unieron al ejército que condenaba la reacción de quienes decidimos no callarnos la boca, en nombre de un supuesto respeto. Nadie celebra la muerte de un ser humano ni niega el dolor de sus familiares y amigos cercanos (desde Caracol y Oropeza hasta Maduro y Trump, todos tendrán quiénes los lloren cuando mueran), pero tampoco se puede convertir en héroe a quien tanto daño hizo a nuestro querido país. No es casualidad que Ortiz y Bayly sean los principales nexos entre la ignorante masa farandulera y la Feria del Libro, donde todos esos van corriendo con sus lentecitos de marco grueso bien puestos para la foto de Instagram y todos pensemos que no son tan burros.
Pero no todo fue malo, en términos de cobertura mediática. En las redes sociales, como siempre, hubo de todo. Desde los irreverentes y, en algunos casos, irrespetuosos e indignados memes hasta artículos de gran calidad como el del joven analista político Carlos León Moya. Y, aunque en la televisión abierta no hubo prácticamente nada qué rescatar (¿alguien ha visto a Mónica Delta? ¿Estará hoy en Punto Final?), las intervenciones del ex dirigente aprista Carlos Roca fueron correctas, en las entrevistas que le hicieron. Mención aparte para el semanario Hildebrandt en sus trece, cuya edición extraordinaria desapareció de los kioskos a la velocidad del rayo, la mañana del Viernes Santo. En sus páginas está todo lo que la prensa concentrada hoy calla, como supuesta señal de respeto a los deudos del suicida. ¿Y cuándo piensan comenzar a decirlo y recordarlo? Palmas, agradecimiento y admiración para César Hildebrandt y su equipo de reporteros, cronistas, colaboradores y digitadores, porque esa edición debería ser insumo, en colegios y universidades, para que las futuras generaciones no sean fácilmente engañadas por El Comercio, RPP, Bayly y Butters. Destaca la columna Deshonor colosal, escrita por Juan Manuel Robles, que fue leída en voz alta en mi casa, en reunión familiar.
El suicidio de Alan García Pérez nos deja, en suma, consternados en lo personal por los oscuros entresijos de la siempre impredecible mente humana; frustración por el escape perfecto que lo libró de la justicia; un claro panorama de quiénes quieren seguir engañando al país; una serie de sospechas que esperemos sean aclaradas por las autoridades antes de que se transformen en leyendas urbanas; y la sensación de que con su desaparición física se podría iniciar una nueva era para la política nacional, si estas campañas de manipulación informativa encuentran sólido contrapeso en la prensa libre y en quienes, desde nuestras posibilidades, apoyemos el trabajo valiente de jueces y fiscales, instituciones como el IDL y nos enfrentemos abiertamente a quienes pretenden sublimar este burdo acto mortal de cobardía, impunidad y locura, características que siempre acompañaron la vida pública de Alan.