domingo, 21 de abril de 2019

LO QUE NOS DEJA EL SUICIDIO DE ALAN


A los peruanos de bien, que conseguimos lo mucho o poco que tenemos con trabajo diario, duro y honesto, no carente de altibajos -semanas malas, sueldos bajos y subempleos, situaciones frustrantes, horarios pesados, largos e indignos viajes en el transporte público, extensos periodos de desempleo-, el suicidio de Alan García Pérez nos deja, como principal herencia, el mal sabor de la injusticia y la impunidad conquistada de manera altanera y desquiciada, la risa con eco de quien hizo hasta lo imposible en vida para burlarse de todos, de quien con un disparo en la sien -acto trágico y horrendo que no tiene posibilidad de ensayarse ni corregirse- modifica el final que todos esperábamos y merecíamos tras décadas de intentos fallidos: la imagen del político más cínico y corrupto de nuestra historia, caminando con los brazos cruzados cubiertos, enmarrocado y acompañado por dos policías, con chaleco que mostraba la palabra DETENIDO en el pecho, la imagen suprema que, por fin, daba inicio a la acción de la justicia, solo pudimos paladearla gracias al talento de un dibujante.

Alan García nos robó todo. Al país entero le robó millones y millones de soles y dólares, condenándolo a permanecer en el atraso educativo, tecnológico, económico, médico y socioeconómico. Al APRA, partido fundado en los años treinta por Víctor Raúl Haya de la Torre, le robó el prestigio, la historia y hasta el local. A la sociedad le robó el criterio, la comprensión lectora, la dignidad, la noción de intolerancia contra lo corrupto, la paz y, en muchos casos comprobados, la vida arrancada a balazos dejando a cientos de miles de padres y madres, abuelos y abuelas, esposos y esposas, hijos e hijas, llorando y enterrando -en aquellos casos en que pudieron encontrar o reconocer a sus cadáveres- a sus seres queridos, clamando por una justicia que jamás llegó.

Ese miércoles 17 de abril, Alan García hizo su último gran robo, de forma aparatosa y por partida doble: nos robó la ilusión de celebrar su tan merecido encarcelamiento y nos robó la tranquilidad en un fin de semana especial. Como cuando te anulan un gol decisivo, en el último segundo, el grito y la euforia se quedaron contenidos entre pecho y espalda, a punto de explotar, volteando, estupefactos, con los brazos aún abiertos en señal de triunfo. Luego vinieron la incredulidad, la bronca, la sorpresa, la resignación a cambiar de cara y buscar explicaciones para poder seguir jugando.

Si Pedro Pablo Kuczynski, ese otro ladrón también ahora cercado por la justicia, nos robó la Navidad 2017-2018 con el mañoso indulto a Alberto Fujimori, creación y felonía de Alan, por cierto; el farsante del "futuro diferente" y el "cambio responsable" nos robó la Semana Santa.  Seamos creyentes o no, es uno de los escasos tres momentos del año en que los peruanos intentamos escapar de lo cotidiano para, por lo menos un rato, reflexionar, descansar, estar en familia (los otros dos son Navidad y Fiestas Patrias).

Desde la casi madrugada del pasado miércoles 17 de abril hasta hoy, domingo  21 solo se ha hablado, escrito, publicado y posteado acerca del suicidio de Alan. Y claro, es inevitable, es la noticia del año, como bien me dijo mi hermano al llegar a casa para almorzar en Viernes Santo. No había manera de sustraerse de un hecho como ese. 

En lugar de transmitir el (ya no tan) tradicional Sermón de las Tres Horas, los canales informativos tuvieron una sola imagen, la del patio de espera en el crematorio de Mapfre, en Huachipa. Antes ya nos habían intoxicado y hecho renegar con las opiniones increíblemente absurdas y malintencionadas que desfilaban por los sets de televisión, en una cobertura patética que confundió, como lo viene haciendo desde hace años, la diplomacia y el respeto al dolor de una familia con el engaño y la tapadera. 

"Un rufián muerto sigue siendo un rufián" escribió Jorge Luis Borges. Nadie estuvo alineado con esa gigantesca verdad en la prensa convencional, la concentrada, la que veía, en las estratagemas con tufo mafioso de Alan García, sofisticadas y admirables demostraciones de extremado talento político. Solo en las redes sociales se manifestó una voluntad abierta a llamar a las cosas por su nombre, en distintos registros y tonos.

En medio, el recuento de los hechos, los gritos destemplados de sus eternos cómplices y esbirros ante un cajón de madera sellado -un metafórico homenaje post-mortem a su vocación casi natural por el ocultamiento y la mentira, la verdad a medias-, las majaderías de un niñato mantenido con plata negra, un hijo ilegítimo que lleva en el rostro su innegable filiación con el padre muerto, las no tan descabelladas sospechas de que el hecho trágico del cual todo el mundo habla no sea más que una pantomima psicopática y meticulosamente ensayada, los análisis y panegíricos, los vulgares intentos de anular las investigaciones, las semblanzas en video con piano triste de fondo, cuando no algún valsecito resinoso cantado por él mismo, donde se dice de todo menos la verdad. 

Frente a la pasión y muerte de Jesús, el suicidio disfrazado de "acto heroico, de honor" y la aparición de un chiquillo a quien familiares y militantes quieren usar como nueva punta de lanza, el heredero de lo robado, incluyendo el APRA y la banda presidencial. Si en la farándula tenemos a Deyvis Orozco, quien se hizo famoso sin talento alguno subiéndose al cadáver aún tibio de su padre, la política local ahora tiene a Federico Dantón García Cheesman (14) haciendo lo mismo, con el triste añadido de que, siendo menor de edad, quizás sea algo para lo que haya sido aleccionado por su propio padre, el reo contumaz, el de los delitos prescritos, el del suicidio cobarde y narcisista, el de la plata que llega sola.

Otra cosa que nos deja el suicidio horrendo de Alan García Pérez -debo confesarlo: pensar en los detalles del instante y leer las infografías que describen el minuto a minuto, lo que probablemente se haya visto al caer la puerta, la trayectoria de la bala, el lenguaje técnico del certificado de necropsia, me da escalofríos-, es un panorama de quién es quién en la política, la sociedad y el periodismo nacional. 

Si Patricia del Río encarnó, con sus disforzados mensajes a la conciencia declamados con voz molesta y entrecortada en radio y televisión por cable, lo más equivocado (algunos podrían decir que hasta soterradamente tendencioso) del espectro, calificando el suicidio de Alan como "una tragedia nacional"; Mariella Balbi hace un abierto y descarado homenaje a la defensa de la corrupción con su más reciente columna, llevando el endiosamiento a un límite que creíamos imposible de ejecutar. Ya las portadas de El Comercio y La República, tapando el sol con un dedo, habían hecho lo suyo al día siguiente pero lo que escribió Balbi en Expreso, ayer sábado, debería incluso motivar una seria investigación en su contra.

Resulta llamativo y revelador ver que conspicuos personajes de la farándula, salvo contadas excepciones, hayan salido a criticar duramente la "insania de los odiadores": Allí estuvieron, en esa trinchera, Magaly Medina, Laura Bozzo, Paco Bazán, y otros tantos más, íconos de la ignorancia exitosa de este país. Beto Ortiz, amigo confeso de la hija mayor de Alan, con breves comentarios en redes; y Jaime Bayly, con un extenso programa de hora y media desde Miami, se unieron al ejército que condenaba la reacción de quienes decidimos no callarnos la boca, en nombre de un supuesto respeto. Nadie celebra la muerte de un ser humano ni niega el dolor de sus familiares y amigos cercanos (desde Caracol y Oropeza hasta Maduro y Trump, todos tendrán quiénes los lloren cuando mueran), pero tampoco se puede convertir en héroe a quien tanto daño hizo a nuestro querido país. No es casualidad que Ortiz y Bayly sean los principales nexos entre la ignorante masa farandulera y la Feria del Libro, donde todos esos van corriendo con sus lentecitos de marco grueso bien puestos para la foto de Instagram y todos pensemos que no son tan burros.

Pero no todo fue malo, en términos de cobertura mediática. En las redes sociales, como siempre, hubo de todo. Desde los irreverentes y, en algunos casos, irrespetuosos e indignados memes hasta artículos de gran calidad como el del joven analista político Carlos León Moya. Y, aunque en la televisión abierta no hubo prácticamente nada qué rescatar (¿alguien ha visto a Mónica Delta? ¿Estará hoy en Punto Final?), las intervenciones del ex dirigente aprista Carlos Roca fueron correctas, en las entrevistas que le hicieron. Mención aparte para el semanario Hildebrandt en sus trece, cuya edición extraordinaria desapareció de los kioskos a la velocidad del rayo, la mañana del Viernes Santo. En sus páginas está todo lo que la prensa concentrada hoy calla, como supuesta señal de respeto a los deudos del suicida. ¿Y cuándo piensan comenzar a decirlo y recordarlo? Palmas, agradecimiento y admiración para César Hildebrandt y su equipo de reporteros, cronistas, colaboradores y digitadores, porque esa edición debería ser insumo, en colegios y universidades, para que las futuras generaciones no sean fácilmente engañadas por El Comercio, RPP, Bayly y Butters. Destaca la columna Deshonor colosal, escrita por Juan Manuel Robles, que fue leída en voz alta en mi casa, en reunión familiar.

El suicidio de Alan García Pérez nos deja, en suma, consternados en lo personal por los oscuros entresijos de la siempre impredecible mente humana; frustración por el escape perfecto que lo libró de la justicia; un claro panorama de quiénes quieren seguir engañando al país; una serie de sospechas que esperemos sean aclaradas por las autoridades antes de que se transformen en leyendas urbanas; y la sensación de que con su desaparición física se podría iniciar una nueva era para la política nacional, si estas campañas de manipulación informativa encuentran sólido contrapeso en la prensa libre y en quienes, desde nuestras posibilidades, apoyemos el trabajo valiente de jueces y fiscales, instituciones como el IDL y nos enfrentemos abiertamente a quienes pretenden sublimar este burdo acto mortal de cobardía, impunidad y locura, características que siempre acompañaron la vida pública de Alan.

miércoles, 17 de abril de 2019

BEN HUR: BANDA SONORA DE UN CLÁSICO DE SEMANA SANTA



Todos nosotros hemos visto, por lo menos una vez (y la mayoría, más de una) esta espectacular película, basada en el libro homónimo de 1880, escrito por el general norteamericano Lew Wallace, pero ¿cuántas veces hemos prestado real atención a su banda sonora? Pocas, en realidad, lo cual es privarse de una experiencia musical que es, en sí misma, tan grandiosa y subyugante como el galardonado largometraje, que cada año es fijo en la programación de Semana Santa. 

De hecho, uno de los 11 Oscar que recibió fue a Mejor Música Original, convirtiéndose en la única banda sonora de este género de películas en obtener la preciada estatuilla dorada. Su compositor, el húngaro Miklós Rózsa, construyó una pieza extremadamente larga, al punto que la Metro Goldwyn Meyer tuvo que lanzar tres LPs en 1959 para contener las casi 4 horas de música que fueron grabadas por la Orquesta Sinfónica de la MGM (más de 100 músicos), bajo la dirección del mismo Rózsa, quien había recibido el encargo de parte del director de la película, William Wyler. 

Rózsa, quien ya tenía experiencia en filmes de corte religioso tras el éxito de su composición en Quo Vadis (de 1951), encabezó un equipo de expertos para investigar más a fondo la música ancestral griega y romana de ese período de la humanidad, para conseguir el efecto arcaico, y a la vez moderno, de sus principales partes. Los coros majestuosos, los arreglos sinfónicos y la grandilocuencia que se percibe a lo largo del film, particularmente en los segmentos de marchas triunfales, con el intenso trabajo de las secciones de metales y percusiones, contrastan con los finos desarrollos de cuerdas que Rózsa escribió para los momentos más agónicos, tristes o románticos. 

Hay secuencias clásicas de Ben-Hur: A tale of the Christ, como el progresivo aumento de velocidad en las galeras, durante el cual una decena de esclavos remeros desfallecen a causa del esfuerzo sobrehumano y el látigo; o la inolvidable y culminante secuencia de la carrera final, en que el tribuno Messala y Judá Ben-Hur deciden definitivamente sus destinos; que se apoyan poderosamente en la música compuesta por Rózsa, casi hasta el punto en que podríamos señalar que es la banda sonora la principal fuente de emoción de las mismas, estimulando las sensaciones de angustia, peligro y desesperación que tan bien presenta el trabajo de edición del largometraje. 

Por otra parte, aunque el protagonista principal es el interpretado por el recordado actor Charlton Heston, uno de los hilos conductores de la trama es el nacimiento de Jesús, el inicio de su vida pública y su muerte en la cruz. En una decisión magistral del guión, durante las 4 horas de la película no se ve el rostro de Jesucristo, solo sus manos, espalda y parte trasera de la cabeza. Para identificarlo, Rózsa usa el único leitmotiv -secuencia de notas que se repite a intervalos y variaciones durante una composición musical- de su larga partitura: una sobrecogedora y emotiva línea de violines que puede escucharse, ya de forma amplia y celestial, en los créditos finales. 

Luego de estos 3 LPs lanzados en 1959 -año de estreno de la película- han aparecido infinidad de versiones, algunas de ellas supervisadas por el mismo Miklós Rózsa. Pero es en la era del CD en que encontramos los mejores registros de esta banda sonora: primero a través de Sony Music Records, en un CD doble (1991) y posteriormente en Rhino Records, que sacó, también en dos CDs, la primera versión "completa" en formato digital, en 1996 (la que escucharemos en este enlace). Pero fue recién en el año 2012 que apareció una caja con 5 CDs y un folleto en el que se explica la sinfonía, tema por tema, gracias al sello de la revista especializada Film Score Monthly (FSM Records), en el que se incluyen todas las sesiones tal y como se grabaron originalmente, tomas alternas y secuencias originales de los tres primeros LPs originales de la MGM.


lunes, 8 de abril de 2019

ALBERTO CORTEZ (1940-2019): CREADOR DE BELLEZA MUSICAL



Hay muertes que deberían paralizar las redacciones y poner de luto al mundo. La del cantautor y poeta argentino Alberto Cortez es una de ellas. Cuando un amigo se va, dice una de sus canciones más famosas, queda un espacio vacío… (Cuando un amigo se va, 1969).

Y el espacio que deja don Alberto es inmenso. Como lo era él, no solo por su imponente figura, siempre vestido de negro (“para que no se distraigan mirándome y escuchen”, decía), y esa potente voz tanguera, sino por la profunda sensibilidad de sus letras, rimas precisas sobre temas universales: amistad, amor, lealtad, identidad y compromiso social. En esta época de engendros como Maluma, Daddy Yankee y Bad Bunny, su ausencia quizás no sea sentida por las masas consumidoras de chabacanería, pero sí deja enmudecidos y llorosos a quienes fuimos mejores solo por haberlo escuchado.

Su verdadero nombre era José Alberto García Gallo, pero cambió a "Alberto Cortez" a comienzos de los años sesenta, en España. El argentino ya venía cantando en diversos restaurantes y teatros de su país, pero fue recién cuando adoptó este nombre que comenzó a hacerse famoso. Al principio esto causó una tensa polémica con un cantante peruano que a mediados de la década anterior había logrado fama por sus interpretaciones junto a orquestas tropicales como las de Carlos Pickling y Freddy Roland, e incluso a nivel internacional. El cantante chalaco Alberto Cortez Olaya interpuso incluso acciones legales contra el joven argentino, acusándolo de haber "usurpado" su nombre y fama para grabar su primer disco. El peruano, que en ese momento se hizo llamar "El Original" para validar su nombre de pila, no pasó de ser un buen intérprete mientras que la inspiración oceánica del argentino lo convirtió en un clásico de la música latinoamericana.

Con respecto a esta historia, don Alberto Cortez siempre reconoció que no era nu nombre real, aunque el tema de la polémica con nuestro compatriota estuvo bastante oculto para el público. Sin embargo, hay registros reales de la demanda por usurpación de identidad que Alberto Cortez Olaya, hoy de 89 años de edad, abrió en contra del compositor de joyas como Instrucciones para ser un pequeño burgués o Distancia, y que inclusive tuvo un encuentro cara a cara con él, en medio del entuerto, que habría llegado a los tribunales de países lejanos como España, Portugal y Bélgica. Este asunto incluyó un episodio en el que Cortez (el argentino) fue detenido y luego liberado por intervención de su sello discográfico, el gigante Hispavox. A pesar de ofrecimientos de corrección que hiciera el poeta argentino, la cosa permaneció así, como somos ahora todos testigos. Al parecer, la impulsividad del joven artista y su ascendente carrera hizo irreversible el tema del nombre, que podría haber sido una casualidad y no un acto voluntario de suplantar al cantante peruano, más identificado con los boleros y guarachas que con poesías musicalizadas de Antonio Machado o Pablo Neruda. Después de todo, el talento para la poesía y el canto del "cantante de las cosas cotidianas" sí le pertenecía. Y eso no puede negarse tras cuatro décadas de fructíferas creaciones musicales.

Recuerdo la entrevista que César Hildebrandt le hiciera a él y a Facundo Cabral, su gran amigo y cómplice en eso de crear belleza, en la que hablaron de Borges y Shostakovich, de Whitman y Jesucristo, de Monet y Guayasamín, de los animales y las plantas, con la misma soltura con la que hoy se dicen estupideces y vulgaridades mañana, tarde y noche en esa caja que, antes, no era tan boba. O quizás sí lo era, pero no estaba tan infectada de canallas como ahora. Esa televisión permitió que muchos adolescentes tuviéramos contacto con artistas como Alberto Cortez, inclasificables y eternos. Hoy, más eternos que nunca.

En el 2004 lanzó un fantástico recital titulado Alberto Cortez: Sinfónico, donde entrega lo mejor de su repertorio. Bromea con el público, cuenta anécdotas, sonríe. Y educa. Porque cada frase suya sirve para educar esa sensibilidad y romanticismo que las últimas generaciones han perdido, quizás para siempre. Aun cuando en cierto momento de su carrera se le incluyó, en diversas radios locales, dentro de las programaciones de baladas románticas, Alberto Cortez es más que nada un trovador, que le cantaba a la vida y a la muerte, al arte y al alma, por lo que era más apropiado asociarlo al movimiento de la nueva trova en español, junto con otros creadores de poesías musicalizadas como Serrat, Silvio, Pablo o Cabral, con quien se unió en los noventa para dar la vuelta por el mundo hispanohablante con unos shows a dos voces en los que ofrecían humor, inteligente y fino -como Les Luthiers- recuerdos de sus andares por la vida artística, diálogos extensos sobre el arte, el amor y la vida, y por supuesto, mucha música.

Alberto Cortez falleció, hace cuatro días, a los 79 años. Padecía un extraño mal estomacal por el cual fue hospitalizado dos semanas antes, en Madrid. Una hemorragia gastrointestinal acabó con su vida pero no con sus canciones. Más de cuarenta álbumes, extraordinarios registros de sus conciertos con don Facundo –Lo Cortez no quita lo Cabral (1994-1995) y su segunda parte, Cortezías y Cabralidades (1998)- y un catálogo de canciones inolvidables: En un rincón del alma (1971), A mis amigos (1975), Te llegará una rosa (1974), Callejero (1973), Mi árbol y yo (1970), Como el primer día (1983).

Pero de todas esas maravillas que escribió, sobresalen  A partir de mañana (1979) y Castillos en el aire (1980), cuyas letras son más inspiradoras que los miles de discursos y libros de autoayuda/coaching escritos por charlatanes angurrientos y posicionados por el marketing. Esa sana locura fue la que le permitió a don Alberto “volar igual que las gaviotas, libre en el aire, por el aire libre”. Pero eso es imposible… ¿o no?



jueves, 4 de abril de 2019

Y NOSOTROS KÉ: SENTIMIENTO DE REIVINDICACIÓN



Lo primero que sorprende de este libro, cuyo título completo es Eutanasia: ¿Y nosotros ké? Hasta el global colapso, 1985-2012 (Muki Records, 2018) es su voluminoso peso. Son 500 páginas, en couché de alto gramaje, dedicadas al cuarteto victoriano Eutanasia. De entrada, esto lo hace difícil de manipular, minimizando su potencial efectividad como medio para dar a conocer, a los jóvenes actuales, el impacto que tuvo esta banda en la movida subte de Lima en los ochenta. Ningún adolescente rebelde moderno, que con las justas y a regañadientes lleva su maletín a cuestas y todo lo hace a través de su Smartphone, se subirá al Metropolitano cargando un ladrillo de papel de casi tres kilos de peso.

Sin embargo, su lectura resulta gratamente ilustrativa sobre cómo se sentían los jóvenes en esos tiempos de apagones, toques de queda, corrupción aprista y barbarie terrorista. Recientemente se ha idealizado demasiado el fenómeno del rock subterráneo en el Perú, hasta convertirlo en un capítulo más de las rentables ondas retro que explotan lo nostálgico como mercancía. Exposiciones, reediciones, libros, revivals y hasta documentales -algunos de ellos de muy mala calidad- vienen proliferando sin ton ni son para sacar alguito de esta moda, según la cual un movimiento que causó abierta repulsión en el discurso oficial, hoy es casi un artículo atractivo para los asiduos a la agenda de actividades arty de fin de semana.

Este libro, afortunadamente, escapa a ese estigma por su lenguaje descarnado, directo, de calle. Con una cuidadosa labor de arqueología documentaria, la publicación nos ofrece una recopilación de aquellos medios alternativos que, desde la más absoluta informalidad y amateurismo, dieron cobertura amplia al fenómeno "subte" -me refiero, por supuesto, a los fanzines, artesanales pasquines que se distribuían a través de fotocopias- y uno que otro reportaje de revistas respetadas por la oficialidad como Oiga o Gente, que daban cuenta del punk y lo subterráneo desde sus raíces. 

Una de las cosas más interesantes, ajenas al tema del libro, es la información que, sin querer, se cuela entre sus páginas, que nos muestra cómo estaba el mundo de la cultura a nivel global. En uno de los primeros capítulos, que en la columna derecha da cuenta de una nota informativa sobre el punk publicada en los ochenta, se puede leer el remate de lo que parece ser un extenso artículo sobre los hábitos de lectura de la juventud norteamericana, donde mencionan que los jóvenes se emocionaban con Hermann Hesse. Hoy, que las juventudes gringas también se han alejado de la gran cultura, ese dato resulta de lo más elocuente.

Sobre el sonido de Eutanasia no hay mucho que se pueda añadir. Y aunque la parcialización con su supuesta evolución sea a veces un poco invasiva, resulta interesante ver cómo estos chiquillos de barrios populares vivieron su sueño de hacer punk en una ciudad hostil y con el mínimo presupuesto, sin contar con el desprecio del gran público, no tanto porque tocaran mal (que definitivamente lo hacían) sino por asuntos más prosaicos como la discriminación racial o socioeconómica. El rock nacional siempre ha sido, por naturaleza y salvo contadas excepciones a la regla. deficiente y amateur. La ausencia de políticas de educación musical en las escuelas públicas y el desprecio por todo lo que no esté de moda que siempre han mostrado los medios de comunicación masiva, han hecho que tanto músicos como oyentes hayan desarrollado un pobrísimo criterio sobre lo que es hacer y apreciar expresiones musicales de diversos géneros. La estética del punk, desaliñada y antimusical, fue perfecta para que las limitaciones de Eutanasia -y de otras bandas de la época, fueran comerciales o marginales- pasen como componentes de orgullo e identidad. Su único registro discográfico oficial, Sentimiento de agitación (1990), es prueba de ello. Canciones urgentes y rabiosas, por supuesto, con mensajes muy acordes a lo que pasaba -desesperanza, temor mezclado con odio hacia el poder corrupto, energía adolescente desperdiciada en frenéticos desbordes de agresividad- pero de una pobreza musical evidente y hasta intencional.

Pedro Grijalva, autor y ex integrante de Sociedad de Mierda (otro grupo de aquel entonces), entrevistó a todos los "eutanásicos" –entre ellos Mario “Tifoidea” Mendoza, quien años después fundaría, con Jorge “Cocó Ciëlo” Revilla, el dúo shoegazer Silvania, en España; y Rafo Ráez- y sus allegados, para armar esta biografía que incluye harto material gráfico, entre fotos, revistas y fanzines que dieron cobertura tanto a la carrera del grupo, entre 1985 y 1991, como a su regreso a los oscuros escenarios del underground nacional, en la gira Global Colapso del año 2012, con su formación definitiva: Guillermo "Kike Excomulgado" Castro (voz), Nicolás "Nico" Morales (guitarra), José Luis "Pepe Asfixia" Matta (bajo) y José "Auxilio" Valdez (batería). Aun cuando ya han sido mencionados en otras publicaciones en esta onda retro-subte, es en este libro que por primera vez se resalta la importancia de los locales en los que estas bandas solían hacer sus tocadas, a ambos espectros del movimiento. Desde El Hueko de Santa Beatriz hasta la Casa Hardcore de Barranco, las hordas subterráneas vivían su fantasía rockera en una ciudad a la que el rock nunca le ha importado. Y lo hacían con pasión y, hasta cierto punto, ese compromiso solo posible cuando uno es adolescente y no está contaminado por intereses subalternos o simplemente por la necesidad de mantener un trabajo, una familia, las cuentas al día.

¿Y nosotros ké? es un libro ambicioso que descubre los entresijos de una subcultura musical con matices sociales, económicos y políticos, desarrollados en un mundo distinto, en que las diferencias entre grupos sociales/raciales supuestamente antagónicos se resolvían en las calles y no en las redes, que continúan vigentes. Y lo hace a través de la reivindicación de la carrera de Eutanasia que, aunque ha sido reconocida por sus pares como la primera banda punk peruana, no resulta tan familiar para los nuevos públicos consumidores de rock local como, por ejemplo, Jorge "Pelo" Madueño o Daniel F.