Dicen los expertos en psicología social que, cuando un grupo o colectivo de niños o adolescentes se reencuentra después de mucho tiempo, sus integrantes retoman sus relaciones interpersonales en el mismo punto en el que las dejaron la última vez que se vieron. Si fue un grupo disfuncional, de resentimientos encubiertos o problemas no resueltos, las consecuencias pueden ser desagradables y hasta graves.
Pero si se trató de un grupo de integración sólida, en donde predominaron los aspectos positivos, y sus miembros entendieron que hasta las rencillas o afrentas -que en esos momentos parecían insuperables- que experimentaron fueron parte de su crecimiento y las recuerdan como elementos importantes de su vida, el resultado de la reunión es altamente vivificante y satisfactorio.
Esto último fue lo que ocurrió el sábado 23 de agosto, en el patio de la Institución Educativa Emblemática Bartolomé Herrera de San Miguel -otrora Gran Unidad Escolar- en el almuerzo de camaradería y reencuentro en el que participaron diversas promociones, con motivo del aniversario de nuestro colegio. En lo que a mí respecta, era la primera vez, desde que salí de Secundaria, que asistía a estas actividades, por lo que sentía gran expectativa de encontrarme con los viejos amigos de esa etapa de mi vida. Y valgan verdades, hacía tiempo que no me divertía tanto.
Y en estos días, en que mi colegio está en boca de todo el mundo por culpa de un execrable criminal que se valió, durante décadas, de su cargo y poder como Director para llevar a cabo sus escabrosos propósitos, retomar contacto con la gente de la Promoción 1990 fue casi un acto contracultural, de rebeldía, de enfrentar las malas noticias con diversión sana, palomilladas y mucha, pero mucha buena onda.
Entre 1986 y 1990 transcurrieron los años en que nuestro país fue destruido y saqueado por la cleptocracia aprista liderada por Alan García Pérez durante su calamitoso primer gobierno y, por supuesto, el sistema educativo estatal no fue la excepción. Las Grandes Unidades Escolares, creadas en la década de los 50s por Manuel A. Odría, y que fueron excelentes en la formación de estudiantes gracias al idealismo intelectual y peruanista que vino de la mano con los posteriores gobiernos militares, se convirtieron en colegios que no ofrecían garantías de una educación sólida, algo paradójico si tomamos en cuenta que ese retroceso ocurrió justo al recuperarse la democracia. En aquella época, terminar en una G.U.E. era el destino de todos los niños cuyas familias no tenían suficiente dinero para matricularlos en algún colegio parroquial tipo el Claretiano, el Juan XXIII y ni hablar de los clásicos Colegios Privados para millonarios, como el San Agustín, el Markham, el Maristas, el Newton, etc.
Pero lo que le faltó a la G.U.E. Bartolomé Herrera en rigores académicos -las huelgas del Sutep nos condenaron, en 3ero. y 4to., a asistir la tercera parte del tiempo a clases; mientras que los apagones provocados por Sendero Luminoso hacían que, cuando uno estudiaba en el turno tarde, lo regresaran a su casa antes de las 6, para evitar la oscuridad y sus peligros y dificultades- decía, lo que le faltó al colegio Bartolomé Herrera en rigores académicos, le sobró en oportunidades de aprestamiento en términos de creatividad, de estímulos al lado juguetón y alegre de cada uno, al desarrollo de la personalidad con mínima supervisión, o sin supervisión alguna.
En suma, no salimos como prospectos académicos ni listos para ingresar a San Marcos a la primera -aunque algunos, aun así, lo lograron por preparación y mérito personal- pero tuvimos el espacio y el tiempo para crecer y desarrollarnos con libertad, y aprendimos a defendernos a nosotros mismos en un ambiente sumamente hostil, plagado de desventajas. Por eso, la generación ochentera del BH posee esa combinación de valores familiares caseros, viveza criolla, viveza andina y pendejada peruanísima, capaz de hacerte estallar de la risa con un solo gesto y haber salido adelante sin ayudas externas, apellidos rimbombantes, varas influyentes o predisposiciones a la corrupción.
No éramos de clase alta -en realidad nuestras familias pertenecían a los remanentes de la desaparecida "clase media", que según los actuales expertos de Arellano Marketing calificaría como sectores B, C y D- y a muchos nos debe haber sido muy difícil superar las trabas que esas carencias pusieron en el camino, pero con todo eso, el sábado que me reencontré con esos viejos amigos de carpeta después de 24 años, vi personas contentas con su vida, independientemente de las experiencias que cada uno haya tenido que atravesar en lo personal, en lo laboral, en lo sentimental, en lo económico y en lo familiar: dificultades para conseguir empleo, matrimonios que no funcionaron, enfermedades o adicciones, pérdida de seres queridos, necesidad de vivir largas temporadas lejos de tu país, etc.
Nada de eso parece haber alterado la esencia, el carisma, la chispa y el sentido de camaradería y confianza (en un contexto sumamente relajado y superficial, por cierto, ajeno a los problemas cotidianos) que ahora afloran, en una generación que convivió, entre los 11 y los 15 años de edad, en salones cuya puerta estaba partida a la mitad, cuyas ventanas no tenían vidrios en época de invierno, cuyos auxiliares acomplejados solo sabían dar golpes y gritos; y que ahora se reencuentran cuando todos están por cumplir, o han cumplido ya, los 40 años.
Y es que los recuerdos de esas épocas en que nuestras mayores preocupaciones eran tener el cuaderno al día, comprar el libro que te habían pedido, no llegar tarde a tu casa o escaparte de un colegio vacío a causa de alguna lucha sindicalista, se agolpan en la cabeza con solo entrar en contacto con tus amigos de infancia, esa gente con la que pasaste 5 horas diarias, de lunes a viernes, durante cinco años. Para mí siempre ha sido motivo de orgullo mi colegio, a pesar (y quizás por eso mismo) de que no fue allí donde aprendí todo lo que me permitió ingresar a la universidad. En el colegio aprendí a divertirme, a veces de manera ilimitada, y eso lo recuerdo más que mis notas y ubicación privilegiada en el ranking de "chancones".
Un punto que me parece importante resaltar es que, a pesar de esas desventajas descritas en párrafos anteriores, es evidente que hemos superado las expectativas tras una formación escolar poco eficiente en lo académico, como que pasamos la prueba con éxito. Y no solo por aspectos externos -como tener un automóvil, un celular o un departamento- sino porque cada uno, a su manera, decidió emprender el camino hacia la profesionalidad por su cuenta para hacer de su futuro algo mejor. Y reconocer que, con todo lo palomillas que podíamos ser, quedamos como "niños de pecho" ante las barbaridades que hoy vemos que ocurren en los salones de estos colegios nacionales, ahora llamados "emblemáticos".
Un punto que me parece importante resaltar es que, a pesar de esas desventajas descritas en párrafos anteriores, es evidente que hemos superado las expectativas tras una formación escolar poco eficiente en lo académico, como que pasamos la prueba con éxito. Y no solo por aspectos externos -como tener un automóvil, un celular o un departamento- sino porque cada uno, a su manera, decidió emprender el camino hacia la profesionalidad por su cuenta para hacer de su futuro algo mejor. Y reconocer que, con todo lo palomillas que podíamos ser, quedamos como "niños de pecho" ante las barbaridades que hoy vemos que ocurren en los salones de estos colegios nacionales, ahora llamados "emblemáticos".
Esa tarde del fin de semana pasado experimenté, además, una especie de epifanía al entonar -con varias cervezas en el organismo- a voz en cuello y con sorprendente exactitud, la letra completa del Himno Herreriano, que no escuchaba hacía años, junto a unas 300 personas aproximadamente, integrantes de distintas promociones. Fue como ingresar, de golpe y sin mayores requisitos, a una cofradía que compartía los mismos símbolos, las mismas imágenes, los mismos recuerdos.
Por un momento, desaparecieron las preocupaciones, penas y alegrías que conforman mi vida desde hace 24 años y me teletransporté al recreo, al estadio, a las travesuras, a esa dinámica en la que todos éramos lo mismo: a mitad de camino entre la niñez y la adolescencia, buscando tu mejor manera de expresarte y definir tu personalidad, fallando a cada rato en el intento y divirtiéndote de lo lindo con cada cosa que ocurría. Quizás esté idealizando mucho la experiencia pero, como comprenderán, estoy en mi derecho.
Según mis recuerdos, fuimos 52 quienes concluimos en el 5to. A de la G.U.E. Bartolomé Herrera en ese aciago 1990 -hay quienes dicen que fuimos 46 el último año y otros, exagerando, que fuimos 60- y esa tarde solo hubo 16, es decir, casi la tercera parte. Y la mesa dispuesta en el patio del colegio era un solo de abrazos, risotadas, buenos recuerdos y bromas de bajo, mediano y alto calibre. Hoy, entre mis compañeros, hay abogados, cocineros, contadores, odontólogos, vendedores, periodistas y profesionales de toda clase. Nadie está mirando quién tiene más o menos. Eso me gustó. Y hubo quién nos estimuló a levantar nuestros vasos a la memoria de uno de nosotros que, con inexplicable anticipación, falleció hace algunos años.
Insisto, el colegio en el que estudiamos no nos convirtió en grandes personajes de la noche a la mañana, pero sí contribuyó en hacernos las personas que somos ahora: diferentes en nuestras profesiones, aspiraciones, valores, conocimientos y logros, pero idénticos en sencillez, buen ánimo y respeto por lo que fue nuestra esencia. Saludo a todos los que estuvieron ese día, espero que no sea la última vez y que para la próxima estemos más cerca de los 52...