lunes, 21 de octubre de 2019

UN SOLO MUNDO, UN SOLO DIOS



Hace aproximadamente veinte años, cuando mi actual esposa era mi amor imposible, ella me relataba sus viajes por el mundo y en sus historias había una combinación fascinante y extraña de esa noción general de cosmopolitismo que uno puede encontrar en cualquier persona y una sensibilidad única, profunda, capaz de hacerte emocionar con reflexiones que iban más allá del souvenir, la noche de gala o la anécdota de comedia romántica hollywoodense.

Yo, que en ese entonces no tenía ni la capacidad ni la esperanza concreta de trascender en cuestión de viajes por el mundo y que todo me parecía lejano y ajeno a mi forma de pensar, la escuchaba con ilusión pero también con algo de incredulidad, pues me era imposible reconocer la veracidad de esas narraciones emotivas con las que intentaba contagiarme su ánimo para dejar atrás el derrotismo, la negatividad, la mala onda natural del limeño clasemediero y semi-resentido que yo era, embriagado de cinismo y desconfianza porque jamás había visto más allá de lo que estaba a mi alrededor. "Cuando salgas del Perú -me repetía, cuando detectaba mi cara de condescendencia- lo entenderás".

Y vaya si lo he entendido, tras nuestros primeros cinco años de matrimonio, en los que venimos cumpliendo uno de los principales objetivos de vida en común: desconectarnos de Lima un mes completo cada año, el mes de vacaciones, y salir a otras realidades, otras sociedades y costumbres, otras alegrías y tristezas. Salir a entender que no estamos solos y que no somos, ni por casualidad, el ombligo del mundo. Que la corrupción del fujiaprismo y las estupideces de la izquierda peruana y su nueva Lourdes Flores (Verónika Mendoza) se ven, cuando uno está lejos, como si los kilómetros que nos separan de casa en cada viaje no fuesen recorridos siguiendo la circunferencia del planeta Tierra sino hacia arriba, como cuando estás en la azotea de un edificio de cinco pisos y tratas de distinguir, allá abajo, la moneda de diez centavos que dejaste caer por accidente.

Hoy estamos en el Medio Oriente, conociendo Israel y Jordania -mientras escribo esto estamos atravesando la ruta del desierto hacia el sur jordano, en un viaje por tierra de tres horas que nos conduce hacia Petra, la ciudad perdida de los nabateos (siglo III aC-siglo II dC), una de las siete nuevas maravillas del mundo (como Machu Picchu)-, en una travesía que resulta fundamental para confirmar nuestras creencias, desarrolladas luego de adquirir el don del raciocinio: ningún fanatismo religioso sirve para nada ante la maravilla que produce, en las almas y cerebros entrenados para la tolerancia y la comprensión de lo ínfima que es nuestra existencia, el ver en los rostros diferentes de múltiples razas, la misma raíz humana, las mismas posibilidades de ser brutalmente descortés, luminosamente empático, risiblemente ignorante o profundamente apto para hacer cosas por los demás.

Recorrer la Vía Crucis, hoy convertida en un mercado de souvenirs, la ancestral ciudad romana de Jaresh o Belén, el pueblo pastoril donde nació Jesús y que ahora, por ser zona palestina, está separada de Jerusalén por un muro y alambrada, sometida a los más estrictos controles fronterizos impuestos por las autoridades judías; son solo algunas de las cosas que a uno lo convencen de que la estupidez humana no tiene bandera, nacionalidad ni credo y que, al momento de la verdad, hasta ser ateo o agnóstico termina siendo un tonto y personalista anhelo humano por sentirse diferente cuando, en el fondo, todos somos presos de esa odiosa vanidad que nos hace creer capaces de "entender mejor" lo que pasa a nuestro alrededor. Pero, en realidad, lo único que parece inamovible y rotundo, como las interminables montañas que algunos insisten en llamar "La Tierra Prometida", es que la plaga humana ha sobrepoblado este noble planeta que nos alberga. Y esa plaga humana ha desarrollado hábitos y egoísmos tan nocivos para la convivencia armónica que, tanto en las mortíferas guerras como en las incomodidades cotidianas, sus manifestaciones parecen no tener final.

Al mismo tiempo, en paralelo, se ven y sienten aquellas cosas que, ahora no solo entiendo claramente sino que además experimento y reconozco, le quitan a uno el aliento por su majestuosidad, por su significado simbólico, porque dan cuenta de aquellos tiempos idos en que posiblemente no todo fuese tan agresivo. Después de todo, aún cuando en épocas pasadas no existiesen las comodidades de las cuales hoy hacemos uso y abuso -viajes aéreos, internet, electricidad, plástico, servicios hoteleros que te liberan de mayores esfuerzos más allá del traslado de tus maletas, tarjetas de crédito, etc.-, quizás las comunidades tenían más posibilidades de cohesionarse, sin negar desde luego que las más sangrientas guerras y masacres de la humanidad, salvajes y descontroladas, se produjeron en esos tiempos primigenios, en nombre y defensa de dioses, profetas y creencias que comparten, por más que lo nieguen, orígenes comunes.

Como (casi) todos sabemos, las religiones se convirtieron, prácticamente desde su más temprana aparición, en causa de luchas y enfrentamientos entre pueblos que aún hoy persisten en formas violentas, en carne viva y que, en nuestros tiempos modernos, son además contaminados y azuzados por países que no tienen nada que ver en esa enemistad confesional pero que toman partido por intereses económicos (petróleo, tecnología armamentista, etc.). En pleno siglo XXI, los judíos y los musulmanes se muestran hostiles entre sí, de forma irracional e incomprensible para los cristianos y católicos, relajadísimos y consumistas, los turistas que visitan sus países en búsqueda de un amplio rango de cosas que van desde el selfie vacío para el Facebook a la peregrinación occidentalizada, la paz interior, el recargue de energías antes de volver a sus rutinas.

Antes de llegar a Israel tenía el prejuicio de que la fama antipática de los descendientes de judíos, en nuestros países latinoamericanos, era una combinación de su doble idiosincrasia y, aún cuando conocemos las tropelías que comete el estado israelí contra la diáspora palestina, pensaba que su pueblo era distinto. Sin embargo, evitando generalizaciones inapropiadas desde luego, la mayoría de gentes que nos cruzamos en aeropuertos, hoteles, restaurantes y tiendas en Jerusalén y Tel Aviv fueron descorteses, de mirada torva y desconfiada, carentes de amabilidad. También debe haber personas amables, por supuesto, pero estaban, seguramente, en otros lugares y a otras horas.

En Jordania, en cambio, abundan las sonrisas y los buenos modales, la hospitalidad hacia el viajante que llega desde lejos y el trato cordial como regla general, además de unas nociones del orden y la organización turística que parecen aún no haber llegado a la Ciudad de David. Salvo cuando se trata de rechazar aquellos símbolos religiosos del pueblo judío. En ese caso, el jordano militante islámico se convierte en un enemigo temible. Un incidente ocurrido en la aduana jordana, en que tres oficiales -dos mujeres y un hombre- se desesperaron y buscaron con fiereza entre las maletas de tres personas, porque sus equipos de rayos x y detección de metales habían visto un Menorah (candelabro de uso ritual en el judaísmo), casi hasta desfallecer de la cólera, profiriendo gritos y miradas desencajadas por la ira, como si estuvieran evitando así el ingreso de una bomba o de un alijo de cocaína, fue más que suficiente para entender este fanatismo en su máximo extremo.

En medio, por supuesto, hay miles de matices, con la globalización y la era virtual en sus puntos más altos de auge socioeconómico, aunque es cierto que tanto Jerusalén como Ammán, capitales de Israel y Jordania respectivamente, se muestran muchísimo más conservadoras en sus aspectos urbanos e incluso en su oferta de locales (bares, restaurantes) que otras ciudades de mayoría no cristiana como Estambul o Mumbai.

Como siempre en esta clase de experiencias, lo más importante es lo que cada uno es capaz de recoger en los lugares que visita. Por ejemplo, la emoción enorme de estar pisando los campos de Belén, aquel pueblito cuyo nombre aprendimos a pronunciar desde niños, en nuestras casas sudamericanas, cantando aquellos divertidos villancicos que son parte de nuestras tradiciones a raíz de la colonización española, y que representa el recuerdo directo de esas Navidades que celebramos de niños con papá y mamá. Más allá de lo que hoy creamos acerca de las historias bíblicas, esa conexión con nuestro pasado personal vale más que las miles de investigaciones que hoy están a disposición para saber realmente qué pasó. O la sensación de estar frente al lugar en que fue colocado el cuerpo de Jesús tras fallecer en la cruz, para ser lavado y sepultado, una escena que hemos visto en cientos de cuadros y películas durante años. O llegar a Petra, espectacular formación rocosa y complejo arquitectónico cuya antigüedad tiene centurias. Todo ello no hace más que reforzar la idea que domina nuestras reflexiones desde hace tiempo. Nuestro mundo es uno solo y, si existe un Dios, es también uno solo. Ambas entidades están por encima de todo lo que los seres humanos nos hemos inventado, a través de los años, para tratar de explicar nuestro origen y destino, nuestra vida y nuestra muerte. Todos pasaremos. Pero estas montañas, estos caminos, estas ruinas, se quedan.

PD: Aún nos falta Egipto y Grecia... ¡Allá vamos!