En su espléndido libro La historia de la corrupción en el Perú (publicado en el 2014, un año después de su prematura muerte a los 56 años de edad), el investigador y catedrático Alfonso W. Quiroz demuestra con precisión de cirujano y armado con una aplastante cantidad de datos concretos que el virus corrupto acompaña nuestra vida republicana desde sus inicios.
Esta noción es la única que permite comprender la actual putrefacción del sistema político, económico, social, educativo, empresarial, periodístico, artístico, cultural y doméstico que nos aqueja, ese hedor que no nos deja respirar, ese cinismo del congresista, del abogado "líder de opinión", del columnista defensor de intereses privados, del comerciante que falsea facturas y balanzas, del vecino que roba luz y no paga sus cuentas. La densidad de esta infecta pus solo se explica a partir de una descomposición con antigüedad de doscientos años. Tiene sentido.
Los últimos acontecimientos políticos -el cantado archivamiento del proyecto de adelanto de elecciones, la vergonzosa actuación de Aníbal Quiroga, requerido en los medios como un supuesto gurú de las leyes, tratando de liberar a Keiko (algo que ya habíamos visto con la patética defensa que Alberto Borea, otra vaca sagrada del derecho local, hizo de PPK), la estratagema mañosa de renovación del Tribunal Constitucional para volverlo mesa de partes de Fuerza Popular, la inacción de Martín Vizcarra- hacen que las esperanzas de los pocos hombres y mujeres de bien que quedan en el Perú sean, por enésima vez, pisoteadas y arrastradas. La corrupción manda y decide. La corrupción pone la agenda. La corrupción es tratada con temor y sumisión. La corrupción ordena. La corrupción gana.
Muchos pensamos que, con la renuncia de Kuczynski y la consiguiente subida de Vizcarra al trono de Palacio, se acercaba un período diferente, de limpieza. Sobre todo por sus primeras apariciones y palabras públicas. Sin particular brillo intelectual y esgrimiendo un perfil bajo pero con ciertos visos de eficiencia y carácter que inspiraba confianza y empatía con el ciudadano de a pie, el ex Presidente Regional de Moquegua parecía tener las cosas claras. En poco tiempo pasó de ser el "presidente por accidente" al "presidente con mayor aceptación de la historia". Todo parece indicar que, a pesar de esas buenas señales, que se tradujeron en una abierta y creciente popularidad, eso no era tan real como hubiésemos querido.
Que Vizcarra haya permitido que las cosas lleguen a este punto instala, en el imaginario colectivo, una idea absurda y nociva: en nombre de la democracia debo llamar a la conciencia al ladrón, al chavetero, al insultador, al agresivo bujiero, al venezolano descuartizador. En lugar de despedazarlos con la fuerza de la indignación, meterlos presos, poner en evidencia sus majaderías y sus culpas, combatirlos y erradicarlos, ahora debo conversar con ellos. Negociar. Las futuras generaciones se sentarán a almorzar con quienes les arrebaten sus celulares o se roben los ahorros familiares luego de meterse, con engaños, a sus casas y haber matado a hachazos a sus padres y abuelos. Porque eso los hace demócratas. Exigir destierro y cárcel para los traidores a la patria, desde la más alta encargatura política, será dictatorial e inconstitucional. Defender tu casa de delincuentes será mal visto por los demás.
Nuestro país sueña con ser del Primer Mundo, con ingresar a la OCDE, con organizar el Mundial (esto último, dirán algunos, es posible tras el éxito de los Panamericanos, pero aún tengo mis dudas). Sin embargo, es incapaz de deshacerse de una muchedumbre lumpenesca de congresistas, asesores, colaboradores y sobones que está aferrada al poder y dispuestos a todo para mantener intacta la fuente del enriquecimiento para ellos y sus adláteres -que van desde los cómplices directos tan merecedores de prisión como ellos hasta espontáneos tuiteros y opinólogos que, desde la ignorancia más vergonzosa, defienden al sistema político ("la clase política") y ridiculizan el hartazgo de la gente en las calles, sin recibir un sol, o un tupper, por ello.
No había otra solución. Si el Congreso está podrido por el descaro y la malcriadez de los fujiapristas, la analogía perfecta es la del brazo gangrenado, negruzco y maloliente, que debe amputarse de inmediato, como en la chocante escena de aquella película del año 2000 llamada Requiem for a dream, del director norteamericano Darren Aronofsky. No cabía seguir conversando con los asaltantes. Si usted logra capturar a la banda criminal que ha robado su negocio seis veces en dos años, asustando a su personal, insultándolo a diario, amenazándolo de muerte todo el tiempo, mandándole a sus policías y matones a sueldo, corruptos como ellos, para imponer sus propósitos... digo, si los logra usted capturar ¿Se sentaría con ellos a la mesa para llegar a un acuerdo, para trabajar de la mano en pro del desarrollo de la cuadra? No ¿verdad? Exactamente eso es lo que ha hecho Vizcarra y su gabinete. Con una equivocada postura de "policía bueno" o "representante moderado de la reflexión política" Vizcarra se sentó a conversar con una turba que, gracias a una manipulación que existe desde hace décadas, ha cambiado los verduguillos por herramientas legales -cargos públicos, leyes, la mismísima Constitución- y las bermudas sucias por los cuellos, corbatas, trajecitos de sastre y peinados de peluquería fina. Ni más ni menos.
Lo han dicho con claridad los tres únicos periodistas en quienes se puede confiar al 100%, en términos de análisis político: César Hildebrandt, Gustavo Gorriti y Glatzer Tuesta: estos no son políticos, son una organización criminal escondida detrás de un manto de legalidad trucha para defender sus oscuros intereses. Sin condicionales ni "presuntos". Sin las ironías tetudas de quienes creen que aún están en pregrado y piensan, a veces con demasiado convencimiento, que la vacía e inútilmente escapista chacota ayuda. Y sin el doble rasero de quienes hoy, ante lo innegable, se ubican al frente de la condena al fujiaprismo pero siempre dejando ese pedacito de ambigüedad que les permita no caer tan antipáticos cuando se recompongan los círculos de poder y quedar siempre vigentes en las agendas de todas las autoridades de turno, sin importar de qué color político sean o a qué mafia pertenezcan. Porque siempre hay que dejar la puerta (giratoria) abierta para cualquier posibilidad: un coctelito, un evento institucional, una consultoría.
La educación convertida en simple trámite y gran negocio también ha hecho su parte en este desmadre. Se nota en la apatía y falta de compromiso de la población, dividida entre remedos de derechistas que se sienten parte del poder porque tienen a Roque Benavides y Mark Zuckerberg de amigos en el Facebook (sin conocerlos), remedos de izquierdistas que no entienden lo que leen (las poquísimas veces que lo hacen) y, en el medio (al fondo y a los costados), una elefantiásica masa deforme, narcotizada hasta la estupidez con las redes sociales, los realities, las maratones de Netflix, la expectativa mundial por el lanzamiento al mercado del último Galaxy-iPhone y la procaz farándula con sus lobotomizados programas "de espectáculos", sus discjockeys tarados y una banda sonora interpretada por aspirantes a narcos y putas. Jóvenes millennials y viejos cojudos (hombres y mujeres) que se la pasan mirando las pantallas de sus celulares, subidos en scooters, bicicletas y camionetas desde las cuales atropellan al prójimo, en lugar de dejar a un lado, aunque sea un par de días, sus minúsculas ambiciones cotidianas y deseos de figuración y éxito social para apoyar una sola causa común, aunque sea la única o la última de sus vidas.
Si Vizcarra no hace nada drástico, si no saca de la chistera el mágico conejo que algunos todavía creen que podría tener, la corrupción habrá derrotado otra vez al país. Conforme pasan los minutos, y tras un nuevo capítulo en el que la cuestión de confianza es interpuesta a la elección digitada del TC, ese pronóstico no hace más que convertirse en certeza. Una triste certeza.