viernes, 19 de octubre de 2012

RECUERDOS DE MI NIÑEZ



Las agudas voces de las sahumadoras, envueltas en mantillas blancas y cubiertas por el denso humo del incienso. Los caramelos de colores que siempre me gustaron más que el turrón completo. Las conmovedoras notas de esas clásicas melodías en homenaje a la procesión. Los hábitos morados que vi desfilar delante mío por la casa de mi abuela en La Victoria, cuando mis tíos se dedicaban a cargar el anda, para después terminar cantando, llorando y atiborrándose de bebidas espirituosas en nombre de su fe. No evolucioné en un hombre 100% religioso, aunque me considero creyente y respeto mucho las imágenes que me reconfortan en momentos difíciles. Mi ateísmo actual no es militante, solo me considero capaz de confiar en la existencia de algo supraterreno, que trascienda las bajezas a las que me han acostumbrado algunos seres humanos (cómo no pensar en los políticos, los futbolistas o los poderosos de la televisión al decir eso).

A mi madre, que nació en octubre y en otro país, le encantaba la Procesión del Señor de los Milagros. No usaba hábito (ahora a la distancia me queda claro que no fue necesariamente su decisión) pero era muy devota, una devoción que incluso trascendió a la de mi padre, la persona a través de la cual conoció todas las expresiones de peruanidad que incorporó a su personalidad de niña eterna. Me cargaba, cuando era niño, para que me sujetara de las rejas de un edificio mohoso de la Av. Tacna, frente al portón de la Iglesia de las Nazarenas - que ante mis infantiles ojos miopes aparecía como algo gigantesco - para que pudiera ver el momento exacto en que las inmensas hojas de madera se abrían y el señor, que nadie cargaba porque iba levantado sobre el suelo, pensaba yo, iniciaba su pesada marcha en medio de cohetones, cánticos, guirnaldas y mucha, mucha fe.

En nuestra antigua casa, en San Miguel, mis padres tenían un cuadro de 80x40 del Señor de los Milagros que hasta ahora nos acompaña, que estuvo con ella en sus últimos momentos, recibiéndola. Mi relación con la tradición religiosa más grande de América Latina se tornó hosca y lejana cuando empecé a comprender que los hermanos de morado, no eran ni tan hermanos y que la coloración oscura (no la de sus pieles sino la de algunas de sus almas) convertían hasta sus lágrimas en expresiones refinadas (a veces no tanto) de cinismo y corrupción. También comprendí que el culto iba más allá de lo que eran sus creadores y decidí, como con todos los demás aspectos de la religión, vivirlos a mi manera, sin hacer caso de los curas, los hermanos o las estrecheces de criterio que solo sirven para esconder muchas malas artes. Y mi conexión con el Mes Morado se reconstituyó.

La Procesión del Señor de los Milagros es una de las pocas cosas que aun me conectan con mi niñez y eso, más allá de conceptos metafísicos, sobrenaturales o mágico-religiosos, es algo que le agradezco. Porque en esa época era realmente sorprendente, era un instante de algarabía inexplicable para un niño, como un espectáculo, casi como un concierto de rock.

Hoy no iría a acompañar la Procesión por nada del mundo. Porque me parece que todo ese fervor se contamina con los vendedores ambulantes que rastrillan y golpean las botellas de gaseosa con sus destapadores, con las personas que en lugar de rezar o agradecer por la vida que conservan en esta época de peligros permanentes, se la pasan con los brazos levantados, grabando todo en sus celulares. Porque me da la impresión de que, a pesar de que sigue siendo multitudinaria, los niños de hoy ya no alcanzan a sentir lo mismo que sentí yo y lo ven más como un motivo para salir a pasear y terminar comiéndose una cajita feliz o un cuarto de pollo, como lo harían luego de ir a Gamarra a comprar trapos nuevos.

Prefiero conservar esas viñetas del pasado y emocionarme cada vez que veo las imágenes de las procesiones actuales y escucho sus canciones, que arriesgarme a la desilusión de ir y terminar magullado y quien sabe, hasta asaltado por los amigos de lo ajeno, que también son una plaga común en estos días. Prefiero sentarme en la sala de mi casa, junto a mi mamá y su estampita-escapulario, como señal de que vivimos la devoción por esta cada vez menos limeña tradición. Más que como un acto religioso de identidad nacional, lo veo como un acto espiritual de categoría personal. Quizás eso sea más valioso.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Mi mami usaba hábito cumpliendo una promesa. Yo usé hasta los 10 años. En mi recuerdo está la devoción, la fé de mucha gente. A mi me encantaba comer picarones y turrón

Jorge Luis dijo...

Gracias por leer y comentar "Anónimo"... y por compartir esos recuerdos de una niñez que ya no volverá... saludos...