lunes, 22 de enero de 2018

CRÍTICA A LA VISITA DEL PAPA FRANCISCO


La visita del Papa Francisco puede (y debe) ser criticada desde tres niveles:

El primero tiene que ver con el evidente y descarado aprovechamiento que políticos cuestionados como el presidente, su entorno más cercano y otros actores de la cotidianeidad noticiosa -Keiko, congresistas de diversos y coloridos pelajes- han realizado de este acontecimiento, de innegable importancia dada la naturaleza del personaje, líder de la Iglesia Católica y Jefe de Estado del Vaticano, un micro-estado de enorme poder político-económico e influencia social a nivel mundial. 

El caso más patético es, como siempre, el de PPK, a quien solo le faltó disfrazarse de monaguillo para que el baño de popularidad le salpique alguito y lave, de manera epidérmica, la mugre de la que aun no puede deshacerse. Todo parece indicar que ni el mega convocante Papa será capaz de exorcizar al mandatario de los bailecitos de los fantasmas de Odebrecht y la vacancia que lo rondan como bíblicos ángeles de la muerte. 

En segundo lugar queda Keiko, ataviada con su kit papal, en medio del terral de Las Palmas, esperando, disforzadisima ella y su esposo, la bendición del Sumo Pontífice quien, bromista y bonachón, conversó con inicuas autoridades de Lima, Trujillo y Madre de Dios, llevando al extremo la noción de la tolerancia en tiempos en que la corrupción merecería ser arrasada, a palos, como hiciera Jesucristo con los mercaderes.

El segundo nivel es el de la irracionalidad de las masas enardecidas por esta visita, que responden de forma irreflexiva y, en muchos casos (no me aventuraría a decir que en todos para evitar la generalización siempre presta a error), sin saber exactamente de qué se trata el llamado de una supuesta fe que a lo largo de los años se ha convertido en poco menos que una moda superficial. 

Es difícil pensar que sea posible hacer entender a las multitudes que se abalanzaron a ver, aunque sea unos cuantos segundos, al Papa Francisco mientras pasaba por calles y avenidas de diversos distritos, o los gentíos congregados en la playa trujillana de Huanchaco o en la base militar limeña de Las Palmas, que no se trata de pegar gritos -como si estuviesen mirando al último artista de sus preferencias-, ni tampoco de hacer contacto visual aunque sea por milésimas de segundo, o tocar con las yemas de los dedos esa inmaculada sotana blanca para que tu vida cambie, tu enfermo cure, tu tristeza se esfume. Se trata, por el contrario, de ser más respetuosos y solidarios, de cuidar el medio ambiente, de proteger al prójimo. 

El Papa Francisco no es Jesucristo, es un ser humano, un señor muy amable que representa a la Iglesia, aquella institución que fuera establecida por Jesús de Nazaret hace 2018 años y que, más allá del respeto que le tengamos a entrañables símbolos instalados desde nuestra formación católica-apostólica-romana, y que así como tiene aciertos tiene también errores, algunos de ellos muy grandes. Y que así como puede influenciar positivamente en la gente también puede cometer delitos execrables que terminan destruyendo familias y vidas de niños y niñas.

La muchedumbre enloquecía con cada aparición del Papa y sus palabras, todas muy cuidadosamente escogidas y de innegable valor como discurso de paz, de amor y de unidad entre seres humanos, se perdían entre los alaridos destemplados y esa atmósfera de concierto que le daba a cada homilía o salida al balcón una apariencia extremadamente superficial y desenfocada.

Hasta ahí, nada entra en la responsabilidad misma del obispo argentino Jorge Mario Bergoglio, un intelectual de la teología que sabe además caer bien, consciente del inmenso poder de convocatoria que posee. No le corresponde a él moderar la algarabía de esta población que siente sobre sus hombros una responsabilidad de seguir siendo "la más creyente de Latinoamérica después de México" pero que, en su quehacer cotidiano, demuestra haber caído en un hondo vacío de espiritualidad, una suerte de Sodoma y Gomorra con varios becerros de oro que saltan como monos en la televisión -Esto Es Guerra y Combate- y una creciente tolerancia a los actos corruptos de los gobernantes y las clases dirigentes de turno, cuando no indiferencia e incluso complicidad a la espera de un puesto de trabajo, una dádiva, un pelo del lobo que esquilman desde sus altos cargos y oficinas. Tampoco es responsable -por lo menos es lo que se cree- de la actitud -entregada, objetiva o frontalmente opuesta- de la prensa acreditada para estar pendiente de todos sus pasos y acciones.

Pero entonces surge el tercer nivel de crítica, el más grave: La alta posibilidad de que, en nombre de continuar con la postura intransigente de encubrimiento a aquellos malos -malditos- elementos del clero que siguen perpetrando actos aberrantes de acoso y abuso sexual y de poder, perjudicando a niños y niñas alrededor del mundo, usando como coartada para cometer sus crímenes esa situación de ventaja que tiene el sacerdote-guía espiritual sobre la feligresía humilde y ávida de consuelo, de protección; digo, en nombre de seguir con eso, el Papa Francisco habría preparado un discurso bonito y lanzado disculpas masivas, quejidos de dolor frente a las atrocidades para luego, a renglón seguido, desautorizar a víctimas de violación que han demostrado plenamente sus situaciones. 

Ocurrió en Chile con la cortante respuesta y agresiva mirada que el Papa lanzó, apenas durante unos cuantos segundos, a la prensa chilena que se atrevió a preguntarle por un obispo, Juan Barros, que a pesar de haber sido señalado como cómplice y tapadera de un asqueroso y comprobado violador durante años, lo acompañó en su reciente paso por Santiago, previo a los tres días de epifanía y baño popular que los peruanos, tan desinformados y creyentes, le regalamos.

Es más, también habría ocurrido algo similar en Trujillo, donde un obispo perteneciente al Sodalicio también lo acompañó en sus actividades norteñas, a vista y paciencia de todos. La denuncia, ampliamente documentada en los artículos y posts del periodista peruano Pedro Salinas -el más notorio investigador del caso Sodalicio que sigue remeciendo al clero peruano- pasó desapercibida para los medios de comunicación de señal abierta, quienes no abandonaron el publicitado #ModoPapa ni siquiera frente a estas noticias de vibrante actualidad. 

Con esa postura mediática, que practica a la perfección aquello de invisibilizar y desaparecer las cosas con solo no nombrarlas, los canales de televisión convierten a las redes sociales -siempre de menor llegada a pesar de su auge- en un terreno de refugio para los quejosos e inconformes, reduciendo sus aportes a la información a simples rabietas que la masa jamás entendería siquiera. 

Lo cual nos lleva a identificar un cuarto nivel de crítica: la actuación de los medios de comunicación masiva peruanos, que abdican a su función de informar desde todos los ángulos de la noticia para limitarse a ser caja de resonancia del mensaje oficial, lo cual lejos de contribuir a que la opinión pública saque conclusiones y lecciones de los hechos, permanezca dócil y débil, vulnerable frente a las estrategias de dominación que se ejercen desde la política, desde la publicidad, desde la religión.