Nunca he sido buen lector de poesía. Ni los clásicos universales ni los clásicos peruanos ni los nuevos universales ni los nuevos peruanos. Y no porque me falte capacidad de introspección sino porque me aburre leer versos. Los poemas y las letras de canciones, sobre el papel, me aburren tremendamente. Sin embargo sé que, detrás de esas cuartetas o sonectos (Les Luthiers dixit), detrás de esos versos caprichosamente construidos de los vates actuales, que intencionalmente se ven como un desorden total, etcétera, hay artistas de la palabra. Porque no cualquiera hace cosas así.
En ese sentido, debo decir que conozco tan poco sobre la poesía de Antonio Cisneros que sonaría huachafo de mi parte decir en este post que se nos fue un gran poeta. Como se habrán dado cuenta, no tengo idea de si era bueno o malo como poeta, pero lo que sí sé es que era una de las personalidad más lúcidas, agudas y entretenidas de la cada vez más lánguida intelectualidad peruana. Y pensar que solo fue en los 90s que tuvo, Cisneros, presencia en la televisión y en la radio. La gangrena de la telebasura no estaba tan avanzada hace algunos años ¿verdad?
Lo que sí he leído de Antonio Cisneros y con mucho placer, son sus crónicas de viaje, sus artículos en prosa. Y hasta un iletrado en poesía como yo puede intuir que, si era tan locuaz, imaginativo y culto a un tiempo que coloquial, disperso y liberado de poses elitistas al hacer narraciones de corrido, otro tanto ocurriría en sus poemarios, aquellos que lo hicieron famoso en el Perú y en América Latina.
Su muerte, ocurrida hace algunos días, sirvió - como siempre - para que en los medios basuralicios, esos mismos que los domingos pasan resúmenes de todas las incidencias semanales de Al fondo hay sitio, Combate y El valor de la verdad, se pongan el traje de seda (lo cual no los libra de seguir siendo lo monos que son, por supuesto), pegarlas de culturosos y hagan sus semblanzas, recopilando imágenes de aquí y de allá, despidiendo con voces engoladas, musiquitas de fondo a quien hubieran lanzado por la ventana si les proponía dejar sus programas de entretenimiento barato por una hora y media de excelente conversación.
Antonio Cisneros era un excelente conversador y lo demostró en cuanto entrevista hizo y dio en los canales de cable que, pobremente, lo acogieron para beneplácito de una minoría. Por razones cronológicas y socio-económicas, jamás me crucé siquiera por la calle con él, pero cada vez que tenía oportunidad de leerlo u oírlo, sabía que algo aprendería. Y todos estos panegíricos y homenajes póstumos de tirios y troyanos, me han servido también para conocer un poco más a este señor que, sin duda, deja un gran vacío en lo poco que queda de valioso en Lima.
Desde la visión de César Hildebrandt que, siempre pegado a la crítica política, reprocha al Estado el hecho de que Antonio Cisneros tuvo que trabajar como burócrata en el Ministerio del Interior para sobrevivir porque en este país, la poesía, su promoción y protección no son temas de la agenda de ningún gobierno; hasta la romántica lectura que un amigo de Cisneros, Guillermo Niño de Guzmán, hace del mismo tema y lo considera una demostración de que conectaba muy bien lo literario con lo real y así desmitificaba la imagen del poeta distraído, que no sabe ni cuanto cuesta un pan; todos estos perfiles apuntan a la admiración que despertaba como artista del lenguaje, más allá de las antipatías o simpatías personales que, como todo ser humano, se haya granjeado con los años.
Que en paz descanse, Antonio Cisneros, alias Oso Hormiguero.
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