Entre 1986 y 1990 escuché de todo, desde el thrash metal más agresivo - según el cual bandas como Metallica, Slayer o Megadeth eran solo las puntas del iceberg - hasta las edulcoradas baladas en español de Pandora, Camilo Sesto y José Luis Rodríguez "El Puma" que programaban en RBC Radio. Mis preferencias, sin embargo, siempre estuvieron enfocadas hacia la música rock, en todas sus formas y géneros. Debo resaltar que en esa época era muy difícil ser consumidor compulsivo de buena música ya que las radios, como siempre, imponían unos límites muy reducidos con sus parrillas de 100 canciones que siempre eran las mismas y a las cuales solo les cambiaban de orden. Algunos programas de televisión como Disco Club o Mirando la radio trataban de marcar la diferencia, pero al final de cuentas uno siempre debía recurrir a recursos extremos (cassettes piratas del centro de Lima, amanecidas viendo la mala señal del Canal 27 UHF y cosas así).
En esa época no existía el YouTube y era imposible pensar en que los artistas que uno admiraba incluyeran a Lima en sus rutas de conciertos. Hoy, que ambas cosas son moneda corriente, la lista de bandas que pisan nuestra capital crece cada año más. Desde las épocas en que conciertos como los de Ian Gillan o Jon Anderson eran eventos de lo más extraños, que las visitas de Santana o de Phil Collins recibían toda la atención de la prensa de espectáculos por lo insólitas que eran; hasta hoy, en que mensualmente la oferta de conciertos es diversa y permanente; mucha agua ha corrido bajo el puente. La prensa musical (que nunca ha existido en este país, por lo menos no de forma organizada y sostenida) prácticamente está limitada a dos o tres párrafos en un periódico de tiraje nacional (El Comercio), por lo general más preocupado en hablar de Al fondo hay sitio o del romance de Magaly Medina con un estafador profesional y los grandes conciertos que se producen en la ciudad pasan desapercibidos para la mayoría. O en su defecto se convierten en una pequeña nota que comparte espacio con basuras como el K-Pop o el Harlem Shake.
En esa línea, no sorprende que nadie haya dicho nada de la visita de New Order, una de las más creativas y creíbles del género conocido como post-punk - lo más que he visto en Internet son notas repletas de lugares comunes y fruslerías del tipo "Bernard Sumner admira a Juan Diego Flórez" o "los integrantes de New Order ya no quieren ver ni un pisco sour más". Hasta los íconos del rock terminan, en este país, convertidos en comentarios superficiales como los que haría Fiorella Rodríguez o la chica de Yo soy (perdonen que no sepa bien su nombre) en sus "bloques de espectáculos". Lo cierto es que New Order, aquella banda formada por lo que quedó de Joy Division (grupo que, francamente, nunca me gustó) poco tiempo después de que Ian Curtis, su atormentado cantante y compositor principal, se suicidara a los 24 años de edad, ha llegado a Lima para explotar las dos leyendas sobre las cuales basa su fama: la de su emergencia como resultado de un evento trágico (el suicidio de Curtis) y la de su propia trayectoria, exitosa y colmada de creatividad musical, que sobrepasa fácilmente las tres décadas.
Por otro lado, el inminente concierto de The Cure, uno de los placeres culposos y ocultos de cualquier metalero que se respete, no pasa de ser una oferta de la tarjeta Interbank, colgada en paneles y vallas callejeras. Nadie en la prensa convencional (no hablo desde luego, de los verdaderos conocedores, que sí viven la emoción de este concierto, día a día, en las redes sociales) y, seguramente, cuando la banda llegue al Jorge Chávez, los programetes de turno harán las mismas notas aburridas y estancadas en la anécdota estúpida con la comida peruana, si algún integrante se puso la camiseta de la selección peruana de futbol o cualquiera de esas lamentables maneras de abordar esta clase de acontecimientos, que merecerían un trato periodístico-musical más respetuoso y relevante.
New Order y The Cure son dos de los grupos ingleses que más escuché durante mi adolescencia, en medio de la tormenta de guitarras de los thrashers y las voluptuosas producciones progresivas que consumí de forma viciosa en esa segunda mitad de los 80s. Recuerdo que, en las fiestecitas de barrio a las que iba, con mis amigos, a sentarme en la esquina y tomar todo lo que nos ofrecían (y lo que no nos ofrecían, también), siempre estaba, entre los LPs de Soda Stereo, Hombres G y Los Violadores, el LP Standing on the beach (aquella recopilación de The Cure con el primer plano de un anciano en la carátula) o los 45s de las versiones en 12" de Bizarre love triangle o Blue monday, los temas más emblemáticos del otrora cuarteto de Manchester. Eran infaltables, inclusive en algunas de las fiestas a las que fui durante los primeros años de universidad. Y por supuesto, había mucho que saber de ellos, más allá de las dos canciones por banda que programaban las radios locales. Si en el caso de New Order eran (y hasta hoy son) las dos mencionadas, en el caso de The Cure solo sonaban Boys don't cry y Close to me. Lo demás había que escucharlo en otros lugares.
Me acuerdo mucho que, de ese LP recopilatorio de la banda de Robert Smith, me obsesioné con temas como Killing an arab, Jumping on someone else´s train y algunos oscuros como Charlotte sometimes, The hanging garden y en especial A forest. Después, en alguna de las madrugadas de Canal 27 UHF vi más de una vez un concierto de The Cure con su formación clásica en el que me puse en contacto con toda su onda, más allá de lo que pasaban en los canales tradicionales (creo que era un show de la gira Faith o Ponography, de la primera mitad de los 80s). Por el otro lado, aunque no soportaba la música de Joy Division (ni la soporto ahora), lo de New Order siempre me pareció más inteligente, con aquella combinación de la luminosidad del pop electrónico con las atmósferas intimistas, deprimentes, heredadas de su asociación artística con ese muchacho de voz horrenda y permanente rictus moribundo (me refiero a Ian Curtis, por supuesto). Los videos de canciones como Ceremony, True faith, Regret, entre otras, eran transmitidos (siempre en ese "canal" de la UHF que era más estática que otra cosa, nunca pudo verse bien su señal) y, de vez en cuando,también tenían espacio en algunos medios convencionales.
Aunque ambas llegan algo disminuidas en sus formaciones - en New Order ya no está el mítico bajista Peter Hook, responsable del 50% de su sonido característico y The Cure es una banda totalmente diferente a la conocida hasta 1996 - son dos conciertos importantes en esta ciudad plagada de cumbiamberos, coreanos saltarines y vulgaridad esparcida en cada medio que se supone "importante". Está demás pensar que estas bandas, icónicas del pop-rock inglés de la década ochentera, vayan a ser tratadas con mayor respeto por la prensa de espectáculos, así que me conformo con saber que, por encima de esa indiferencia generada por una abismal ignorancia, están las personas que, al margen de esa realidad, ha seguido a sus grupos favoritos a lo largo de los años y que ahora pueden realizar el sueño que alguna vez tuvieron de verlos en vivo.
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