Desde hace años decidí, desde mi libre albedrío adulto, que para mí la Navidad necesita trascender toda doctrina religiosa, dogma de fe y comprobación científica para mantener intacta su capacidad de ilusionarme como me ilusiona, casi de la misma manera en que lo hacía cuando fui niño y creí en Papá Noel o cuando fui adolescente y comencé a cuestionar todo lo que me enseñaba la Iglesia Católica desde los altares, las aulas escolares o la mesa familiar.
Esto significa que si mañana, en una revista científica especializada japonesa anunciaran que, tras décadas de excavaciones arqueológicas, investigaciones documentarias, procedimientos computarizados y revelaciones psíquicas, quedara absolutamente demostrado que Jesucristo no existió -y que por ende, no habría 24-25 de diciembre qué celebrar- yo seguiría emocionándome con el verdadero sentido de la Navidad, frase que en ese contexto imaginario y extremo tendría que escribirse entre comillas.
Con este mecanismo de defensa, elaborado casi en clave de ciencia ficción, protejo mi estado de ánimo en estas épocas de fin de año de los zarpazos con que la realidad lo ataca a cada microsegundo para demostrarme que el ser humano, esa especie a la que pertenecemos todos y que, según los textos bíblicos, Jesús vino a redimir hace 2014 años, abandonando su "zona de comfort" -como diría cualquier marketero entrenado por Arellano, ese nuevo y falso gurú de las frases hechas- para tratar de enseñarnos, con el ejemplo, que la humildad y la rebeldía son las dos caras de una misma moneda: la de la integridad, el respeto al prójimo, la sana conviviencia y la espiritualidad por encima del materialismo que hoy nos domina.
Y es que las tentaciones que incitan a uno a botar toda esa ilusión por el desagüe son muchas y de muy variadas fuentes. Aquí solo algunas de ellas:
La comprobación cotidiana de que para las "estrellas de la televisión" y "líderes de opinión" la Navidad se reduce a un spot de 40 segundos, sobreactuado y sobreproducido, en el que hombres y mujeres, jóvenes y viejos, periodistas y payasos faranduleros, intercambian regalos posando para las cámaras en un set de grabación, lucen contritos y reflexivos delante de un nacimiento y lanzan mensajes navideños durante todo diciembre para después, los once meses restantes, esparcir basura mañana, tarde y noche; es suficiente para descorazonar hasta al más entusiasta.
Otro ejemplo: Hace unos días me comentaron que un conocido empresario farandulero de apellido Diez Canseco, llevó toneladas de juguetes y donaciones a los pacientes niños de un hospital de salud pública, acompañado de la gavilla de mujerzuelas que desfilan para beneplácito salivesco de todos esos viejos resinosos y bien vestidos que van a comer en los locales de su cadena Rústica. Es decir, exponiendo a niños humildes a espectáculos exhibicionistas y procaces, y a las reacciones morbosas que se deben haber generado entre doctores, personal administrativo y quién sabe hasta el mismo director del hospital de marras. Me los puedo imaginar... "a ver, a ver, una fotito con las chicas... ayayayyyyyy". Eso ya ni siquiera puede considerarse relativismo, sino sinvergüencería pura y dura.
La solidaridad, el bien común, la buena vecindad son instituciones subjetivas que han desaparecido del lenguaje conductual en el Perú: desde el tráfico enloquecedor con sus claxons de buque capaces de hacerles perder el equilibrio a señoras de la tercera edad, tocados tanto por microbuseros, taxistas y señoritos de lentes oscuros y cabezas rapadas montados en sus bonitas camionetas compradas a plazos; las leyes escritas para favorecer a empresarios de ambición ilimitada que miran con desprecio a los trabajadores antiguos y empiezan a maltratar a los nuevos desde antes que ingresen a su primer empleo, que son defendidas por uñas y dientes por los politicastros incapaces de ver más allá de sus narices, urgidos como están de satisfacer sus propios afanes de enriquecimiento, poder y supuesto status. El caso más flagrante de esto es el de la Primera Dama que nunca fue nada, ni en su universidad ni en su desempeño profesional antes de llegar al gobierno y ahora se siente reina tuerta en este país de ciegos.
Las programaciones televisivas, apañadas por los dueños de canales y empresas anunciantes, que supuran malos ejemplos, antivalores y abiertas vulgaridades los siete días de la semana, en el desayuno, el almuerzo, la cena y la medianoche, creando una nueva generación de peruanos que aceptan, y con agrado, ser discriminados y degradados al papel de vocingleros adoradores de ídolos de carne inflada por esteroides y siliconas, solo porque tienen la piel más clara, y aprenden que ya no importa estudiar porque puedo ser "famoso" de la noche a la mañana; todo conspira contra el sentido de la Navidad, lo aniega y amenaza con hundirlo de forma definitiva.
La corrupción, la informalidad, la impunidad y la indiferencia frente a lo injusto han carcomido todos los ámbitos de nuestra vida: en lo politico, a través de este presidente, su esposa y sus ministros, alcaldes, congresistas y empresarios que viven de ellos; en lo mediático, con una prensa vendida incapaz de señalar a nadie con el dedo, que todo lo dice "en condicional" para proteger a sus amistades y la vigencia de sus contratos publicitarios; y en general, en cada dimensión pública, social, laboral o incluso en los asuntos privados, donde uno posa la mirada, cobra vigencia nuevamente aquella frase de Manuel Gonzáles Prada: "El Perú es un organismo enfermo. Donde se pone el dedo salta la pus".
Pero no solo en el Perú las cosas están así, oscuras y cataclísmicas. Lo ocurrido recientemente en México y Pakistán, las masacres a profesores, estudiantes de educación y alumnos en dos países tan distantes geográficamente, se me presenta ante los ojos como una macabra metáfora de lo poco que le importan al ser humano las cosas buenas que tiene la vida, cuando de por medio están el crimen y el fundamentalismo ideológico. Las ambiciones alimentadas por el narcotráfico, que contaminan a la sociedad entera, y la intransigencia religiosa son capaces de asesinar a mansalva y luego, la complicidad de cadenas internacionales de televisión, gobiernos influyentes y por supuesto, autoridades corruptas y una maquinaria de medios distractivos que nunca deja de funcionar, hacen que el público, la gran masa, aun cuando intuya que las cosas no están nada bien, no siente todo esto como una amenaza a sus propia vida y se entrega al hedonismo sin pausa y el consumo a niveles que lindan con lo irracional.
Esto, que antes solo ocurría en el mundo occidental, poco a poco viene inoculándose en el oriente, otrora reserva espiritual del mundo y cuna de la Navidad, que actualmente también padece de vicios de lo más grotescos y sórdidos. Si a eso le sumamos la destrucción del medio ambiente, tema que también es víctima del reductivismo y la superficialidad oficialista que todo lo comprime en comilonas internacionales, fotos grupales y documentos que no solucionan nada, el espacio para la verdadera Navidad y su tan mentado espíritu se hace cada vez más pequeño.
Por eso es que, con todo esto encima, vivir con ilusión infantil estos tiempos navideños es prácticamente un acto de protesta, una manifestación contracultural, un discurso contra la corriente. Pensar que no todo es recibir regalos, o que el mejor de los regalos sigue siendo la sonrisa, el abrazo, el beso y la lágrima de tus seres queridos, y que no hay cosa más importante en Navidad que estar junto a tu esposa y tus hijos (si los tienes), tus amigos de trabajo o de estudio, sin mayores pretensiones que las de desear lo mejor para ellos, no hacerle daño a nadie, y no perder la oportunidad de hacer algo bueno por alguien, por pequeño que esto sea, sin que nadie se entere de ello, es actualmente tan revolucionario como lo fue en los sesentas aquella imagen colorida de una flor saliendo del cañón de un arma de fuego.
Es cierto que el solo hecho de ensayar una reflexión sobre estas situaciones para compartirla con los demás pueda entenderse como una intención de generar conciencia común y por ende, exprese un atisbo de esperanza en el género humano. Y es cierto, pero no se confundan. En este mundo dominado por los poderosos, los corruptos, los agresivos, los bacanes y los sobones, mantener viva la esperanza es la mayor demostración posible de egoísmo de la que un ser humano es capaz.
1 comentario:
Don´t change the climate, change yourself
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