Para escribir algo sobre Chespirito no hace falta ingresar a internet, basta con navegar por el corazón y los recuerdos. No exagero si digo que, al enterarme de la noticia, la tristeza se apoderó de mi ánimo como si hubiera fallecido un amigo cercano muy querido, un miembro de mi familia. Y estoy seguro de que millones de latinoamericanos e hispanohablantes en el mundo han sentido lo mismo. Porque con el fallecimiento de don Roberto Gómez Bolaños (1929-2014) se cierra el ciclo vital de una de las fuentes de alegría y entretenimiento más sanas, creativas y entrañables de la historia.
Todos somos, en una u otra medida, expertos en Chespirito porque crecimos viendo sus programas, repitiendo sus frases, llorando de risa una y otra vez con sus rutinas. Podían ser líneas repentinas, sorpresivas, como aquella en la que, personificando a Napoleón Bonaparte, le dice a su interlocutor -que, según la versión, podía ser Carlos Villagrán o Ramón Valdéz- "¡si sabía que a la batalla estaba enviando a un imbécil, habría ido yo mismo!" o los diálogos que ya teníamos aprendidos de memoria, como el de Doña Florinda y el Profesor Jirafales, o los ingeniosos juegos de palabras en cualquiera de sus capítulos y personajes; siempre Chespirito se las arregló para robarse nuestras carcajadas con inteligencia, sensibilidad y un complejo discurso según el cual, así tratara temas fuertes o controversiales, lo que primaba era el humor inocente, blanco. De entre los humoristas latinos no cabe duda que Chespirito fue el único capaz de conseguir que la enseñanza, la moraleja, la búsqueda de la sensibilización, no cayeran en la impostación, el disfuerzo o la memez de quien evidencia sus intenciones de dar lecciones de algo, sin saber nada.
Nuestra generación gozó de cerca el arte genial que Chespirito desplegó desde la televisión mexicana. Para cuando yo tenía alrededor de 10 años, esto es en 1984, El Chavo del Ocho, el niño huérfano y pobre que vive en un barril y que sueña con poner un restaurante para no dejar entrar a nadie y comerse toda la comida, ya había dejado de grabarse como programa independiente pero se transmitía ininterrumpidamente, todos los días, por Canal 4. Los datos y precisiones sobre nuestro querido "chavito" abundan en internet, solo me limitaré a decir que, salvo Disco Club, no había otro programa de televisión al que yo recurriese durante mi niñez y adolescencia para sentirme bien, olvidarme de cualquier problema que pudiera tener en esa época y pensar que la vida podía solucionarse siendo gentil y amable con los demás, haciendo reír a la gente.
Y nuestra región tuvo el privilegio de que este imaginativo artista -el Super Comediante Chespirito, como lo anunciaban al inicio de cada programa- existiera en español, porque pueden haber sido traducidos en todas las lenguas imaginables, pero un ruso o un japonés jamás entenderá los giros, los juegos de palabras, los subtextos detrás de cada broma o gesto de cualquiera de los personajes que creó, como los entendemos nosotros. Como a Cantinflas o Les Luthiers, a Roberto Gómez Bolaños hay que sentirlo y entenderlo en español, idioma por el que además siempre mostró una profunda reverencia y respeto.
Nunca faltaron las críticas tampoco: hay quienes piensan que había muchos golpes en El Chavo -las cachetadas a Don Ramón, los pellizcos a Quico, los coscorrones, etc.- o que la propuesta de un niño pobre era sobreactuada y todo lo demás. Cada elemento de sus rutinas tenía, más que la carga explícita del golpe per se, el esquema de la repetición, la secuencia de acciones que todos ya conocíamos. Esa era la intención, no era la "torta en la cara" gratuita, era la influencia de Chaplin y Los Tres Chiflados, de Jerry Lewis y Cantinflas.
Chespirito, además de la obvia vena humorística que constituye el hilo conductor de toda su obra en cine, teatro y televisión, fue también muy educativo en el uso del lenguaje, didáctico cuando se trataba de generar situaciones graciosas basadas en personajes de la historia o haciendo adaptaciones de clásicos de la literatura y humilde al rendir homenaje a sus referentes -la inolvidable parodia de Laurel y Hardy junto a Édgar Vivar, por ejemplo, o la extraordinaria versión de Blanca Nieves y los Siete Enanos, o la vida de Federico Chopin, entre tantas otras- sin dejar de lado sus menciones a los clásicos mexicanos de los que, sin duda, también se nutrió.
Pero también podía ser muy conmovedor y tierno son llegar a la sensiblería huachafa. Quién no se ha conmovido por ejemplo, en ese clásico capítulo navideño en que El Chavo lleva, a un recién nacido, un regalo. Los mensajes de este tipo, poderosos en sí mismos, tienen que haber calado de una u otra forma en cada uno de nosotros cuando nos vimos expuestos a ellos, siendo niños. Y que haya sido uno de sus propósitos como artista, revela una sensibilidad poco común. Sensibilidad que supo trasladar a su entrañable elenco, aunque al final de los tiempos la inquina, los egos, en suma, la verdadera naturaleza humana, más proclive a las oscuridades que a las claridades, pareciera haberse impuesto por sobre tanto caudal de acciones positivas.
Quizás su muerte sea ocasión de que eso termine. Quizás ahora, que acompaña a Don Ramón, Doña Clotilde, Jaimito y Godines en el más allá, los que quedan aquí ingresen al último tramo de sus vidas en paz y armonía, como cuando cantaban, dando pequeños saltitos, ese himno llamado "Qué bonita vecindad". Seguiremos combinando risa y llanto en estos días de duelo latinoamericano, con cada reseña y reportaje, con cada imagen inolvidable. Ojalá que nunca retiren sus programas de la televisión peruana pues es la única serie de humor en nuestro idioma que le hace contrapeso a las cochinadas que hoy vemos en dibujos animados, programas cómicos y de competencia.
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