Publicado originalmente en Diario Exitosa (lunes 5 de junio de 2017, página 18)
La música latina está en crisis. Los clichés del “encanto
caribeño” creados por la cultura anglosajona se han unido, de manera enfermiza,
con las tendencias comerciales impuestas por un mercado que solo se concentra
en aquello que venda mucho y muy rápido, y han desaparecido del imaginario
colectivo de las masas hermosos géneros musicales que fueron sinónimo de
calidad, sofisticación, idiosincrasia y exotismo.
La expresión más patética de la metástasis que padece
nuestra música es, por supuesto, el reggaetón que se apoderó, desde 1995
aproximadamente, de emisoras, rankings y premiaciones, aniquilando la rica tradición
musical latina y reemplazándola por ese insoportable golpeteo simiesco y
repetitivo cuyas letras estimulan pulsiones primarias de una muchedumbre de
consumidores cautivada por sus connotaciones “sensuales”. Con complicidad del
reggaetón, los modelos de éxito de la juventud han sufrido una preocupante
transformación: los chicos quieren ser narcos y las chicas, sus siempre
dispuestas acompañantes.
La canción Despacito
es la más reciente trastada reggaetonera, compuesta por el cantante portorriqueño
Luis Fonsi y una cantautora panameña, Erika Ender, cuyas pupilas deben estar convertidas
en frenéticos signos de dólar, como los de las máquinas tragamonedas, mientras
su creación -descrita como “reggaetón romántico” cuando en realidad es una grosera
invitación al encontronazo promiscuo, disfrazado de falsa elegancia- triunfa,
de manera irrefutable, con índices millonarios de ventas y cientos de miles de
descargas y reproducciones en YouTube.
La infección reggaetonera está tan extendida que el tema de
marras viene siendo grabado en diversos géneros musicales e incluso se presentó
en la final de la versión norteamericana de The
Voice, uno de los programas de talentos más sintonizados del planeta.
Pero el encanallamiento de nuestra música se manifiesta en otras
expresiones musicales, como por ejemplo, la balada. La generación que hoy tiene
entre 40 y 50 años de edad, cuando encendía la radio durante su niñez,
adolescencia o pregrado universitario, escuchaba letras como esta: “¿Y cómo es
él?/ ¿en qué lugar se enamoró de ti? / ¿de dónde es? / ¿a qué dedica el tiempo
libre?” (Y cómo es él, José Luis Perales, 1982). Hoy ese lirismo es reemplazado
por un grotesco “dile al noviecito tuyo / que él es una porquería” (El amante,
Nicky Jam, 2017).
Hoy, el romance musical llega en ritmo de bachata, ese
sonido chirriante, sudoroso y monotemático en el que vocalistas de timbre
afeminado “enamoran” a las jóvenes modernas con proposiciones que pasan la
delgada línea entre lo sugerente y la agresión, aceptadas de buen grado por la
masa, incluso femenina, que luego se declara contra el abuso y la violencia hacia
la mujer.
Pero esta crisis de la música latina no es moral sino
artística. Los ídolos latinos actuales han abdicado de toda calidad musical -tanto
en la composición como en lo interpretativo- para entregarse de forma hedonista
y vulgar al desarrollo de propuestas rentables, que dan vueltas sobre lo mismo permanentemente,
pasando por encima de décadas de una evolución musical que motivó la aparición
de géneros como el bolero, el son, la salsa y sus derivados, el latin jazz, la
nueva ola y las baladas con orquestaciones exquisitas y voces privilegiadas -además
de la fuerza del rock en español o la impronta poética de los trovadores- a las
que todos estuvimos expuestos, enriqueciendo nuestra sensibilidad a través de
un acto muy sencillo: encender la radio.
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