lunes, 16 de septiembre de 2013

LA HORROROSA MÚSICA DEL GIMNASIO


Ir al gimnasio -o al gym, como escribirían los cronistas hipster de las revistas en papel couché tipo Cosas-Somos-DedoMedio y afines- no era, hasta hace un par de años, algo que pudiera consignar en mi hoja de vida. Si bien es cierto fui un jugador compulsivo de fulbito entre los 10 y los 16 años, la verdad es que durante las dos décadas siguientes, mi mayor ejercicio consistió en las largas caminatas que solía hacer, ya sea buscando trabajo o ejerciendo alguno de los subempleos con los que mi querido país premió mis esfuerzos por estudiar, leer algunos buenos libros, ver algunas buenas películas y escuchar mucha, pero mucha buena música. Sin embargo, hace dos años casi, decidí hacer el esfuerzo y asistir, por lo menos dos veces por semana, a ese recinto rodeado de espejos, máquinas que asemejan ser instrumentos de tortura y cientos de personas -entre hombres y mujeres- que realizan exageradas rutinas físicas para mantenerse fitness

Como mi objetivo en la vida no es convertirme en un gorilón de esos, que no pueden ni siquiera juntar los brazos porque sus abultados bíceps no se lo permiten, jamás me verán en un gimnasio con las venas del cuello a punto de explotar mientras intento levantar una colección de discos de acero que me cuadruplican el peso. Suficiente con mantener una rutina de ejercicios que compense los años de sedentarismo en los que me interné voluntariamente y que me haga sentir que, por lo menos cuatro horas a la semana, hago algo positivo por el aspecto corporal de mi vida. Sigo pensando que entrenar la mente y el espíritu es tan o más reconfortante y que, en todo caso, asumir la necesidad y la importancia de hacer ejercicios es una decisión inteligente y responsable, sobre todo al borde de los cuarenta años.

Muchos prejuicios que tenía con relación al gimnasio se han ido diluyendo con el correr de los meses y, en la actualidad, debo decir que no me incomoda. Al contrario, me siento bien física y anímicamente. Utilizo las instalaciones y los aparatos a mi propio ritmo y decisión, y no me alineo al comportamiento de los demás, en cuanto a sus costumbres de usuarios compulsivos. De alguna manera, soy un outsider entre toda esa población de obsesionados con sus músculos, que se miran a los espejos cada vez que levantan una pesa, comparan sus abdominales y comentan sus experiencias con tal o cual suplemento vitamínico, tal o cual cocktail de pastillas, tantas o cuantas repeticiones por máquina. Puedo decir que ya estoy acostumbrado a todo lo que uno puede ver en una estadía dentro del gimnasio. A todo menos a una cosa: a la música espantosa que ponen, a todo volúmen, todo el tiempo.

Siendo el melómano empedernido que soy, es francamente una tortura auditiva cada mañana. Es insufrible. La asociación de ideas que existe entre hacer ejercicio, en cualquier modalidad -llámese caminar o correr en la banda, hacer pasos de escalera (me resisto a decir steps), flexiones, abdominales, bicicleta estacionaria o sala de máquinas y pesas- y escuchar la más aburrida e insoportable sucesión de éxitos de discoteca, desde Novalima hasta Lady Gaga pasando por Don Omar, Bruno Mars, Katy Perry y demás engendros de la música pop moderna, es actualmente la única razón por la cual abandonaría el gimnasio. 

Ya atoré dos buzones de sugerencias pidiéndoles que varíen las canciones, que cambien de DJ, que compren otros discos y nada. No me hacen caso. Y ni siquiera los audífonos sirven porque lo ponen a tal volúmen que prácticamente un simple nerd como yo no lo puede evitar. Es la metáfora perfecta del poder que tienen la moda y la ignorancia, en términos musicales, desde luego. Esto es lo que le gusta a la mayoría así que lo aceptas o te vas si no te gusta. Y como pretendo seguir con mi sencilla rutina de ejercicios, pues lo acepto nada más. Pero no me callo, por eso escribo este post.  

Una de las cosas más irritantes de la inexistente cultura musical de los gimnasios es que programan canciones propias de la actual generación de jóvenes, cuando su público objetivo está mayoritariamente entre los 25 y 35 años, y de allí para arriba. ¿Música de adolescentes en un gimnasio repleto de treintones y cuarentones? ¿para qué? ¿para que se sientan más jóvenes? Ese subtexto del fondo musical en un gimnasio me parece de lo más huachafo y engañoso. Si el objetivo de ejercitarse es mantenerse en buena forma física, más allá de la edad que se tenga ¿por qué no abren el espectro y programan canciones con las cuales los usuarios nos sintamos más identificados? Claro, no digo que pongan pues Hello Dolly de Louis Armstrong, la Cabalgata de las Valquirias de Richard Wagner o alguna selección de discos de Van der Graaf Generator (aunque yo no me opondría en absoluto). Pero hay cientos, si acaso miles, de canciones de los setentas, ochentas y noventas que le irían muy bien a una sala de máquinas, a un espacio repleto de bicicletas estacionarias o a una fila de corredores, que corren en su sitio, en la banda elástica.

Por mi parte, prefiero imaginarme mi propio soundtrack durante las breves y provechosas sesiones de ejercicio que realizo cada fin de semana: ¿quién dice que uno no puede correr escuchando Atom heart mother o Close to the edge? ¿no sería bacán ir a un gimnasio en el que, en lugar de escuchar a Marisol dando de gritos, como si nos encontráramos en una combi, uno pudiera oir, a todo volúmen, Highway star

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