Jamás me cansaré de repetirlo: admiré y admiro mucho la figura de Javier Diez Canseco. No tuve el placer de conocerlo en persona pero siempre consideré que, por encima de rótulos y colores políticos, su coherencia en la defensa de ideales universales como la justicia, la honestidad y el respeto a las minorías y su actitud frontal frente a la miasma que, desde mediados de los 80s - de la mano con el primer gobierno aprista - fue gangrenando a la clase política peruana, sin caer en dobleces ni arreglos por debajo de la mesa, lo convirtieron en símbolo de aquello que hoy brilla por su ausencia: la claridad en el argumento, la valentía frente a las mafias que todo quieren ocultar y la sencillez de alguien que lo pudo tener todo (educación, vida cómoda, complascencias de todo tipo) y decidió, por opción personal, trabajar del brazo con "el pueblo" (yo prefiero decir "la población"), el verdadero, el que nunca es escuchado cuando se queja, el que nunca aparece en las páginas sociales de ninguna publicación, el que nunca aceptaría facturar millones pisando las cabezas y los derechos de los demás.
Sentí mucha pena ayer por la tarde, cuando me enteré de su muerte, una víctima más de esa maldita enfermedad que parece tener una obsesión por llevarse a los mejores, a los que hacen falta, a los imprescindibles como decía Bertolt Brecht. Y me arrepentí de no habérmele acercado, las dos únicas ocasiones que lo tuve cerca, para decirle que lo admiraba: la primera, sentado a unas cuantas mesas de distancia del Haití, a finales de los 90s. La segunda, hace relativamente poco tiempo, cuando salía del local de Derrama Magisterial, al que había ido yo pensando que había un concierto cuando se trataba de una reunión entre dirigentes de izquierda con representantes del magisterio peruano. Sentí pena y mucha rabia, como dice el periodista César Hildebrandt en un breve pero sentido homenaje que publicó hace unas semanas, porque con Javier se fue la última esperanza para quienes aun creemos que se puede dar batalla a los Alan García, a los Fujimoris (Alberto, hijos y súbditos), a los Carlos Bruce, a los tránsfugas de ideologías reversibles, a los dictadores del empresariado chusco y discriminador, a la prensa que defiende intereses privados, a las gentitas de la marca Perú.
Javier Diez Canseco, siempre al pie del cañón, demostró con su propia existencia que eso de la discapacidad es, cuando se tienen las oportunidades de chico y la inteligencia de grande, más que una desventaja, una razón para convertirse en mejor persona. Escucharlo hablar de política, desde una óptica culta y orientada a la justicia social - óptica que, con su muerte, ha desaparecido por completo - era un placer porque la retórica y el adorno engañoso no tenían preeminencia sobre la denuncia, sobre el cuestionamiento y la agudeza que desnudaba los enjuagues y las cuestiones "diplomáticas" que impedían llamar al ladrón por su nombre. Y escucharlo (o leerlo) hablar de cine, de música o de literatura era una demostración de que la cultura, ese bien inasible para tantas personas que reemplazan el cerebro y el espíritu por un Blackberry o una 4x4, era el sólido trasfondo que le permitía tener siempre los ojos muy abiertos y respetar, hasta las últimas consecuencias, el compromiso asumido por defender a quien necesitaba realmente ser defendido, y no a quien después podía devolverte el favor con un cargo sobre remunerado, con una comisión de varios ceros a la derecha o con una sentencia con sabor a complicidad.
También sentí orgullo de que su familia dejara de lado las hipocresías a las que estamos acostumbrados e impida el ingreso al velorio de un arreglo floral del impresentable ese de Víctor Isla, un ignorante que preside el Congreso cuando debería estar cobrando pasajes en una combi, y que envía eso para "quedar bien" luego de que, semanas atrás, apoyara la no reincorporación de Javier Diez Canseco al hemiciclo del que fue injustamente sacado por venganzas políticas de última calaña. Debieron lanzarlo a la pista para que el tráfico lo destrozara, porque sus empleados, lo más probable, es que lo hayan recogido para cambiarle la tarjeta y enviarlo a otro velorio, cosa que así no se pierde lo gastado. Así de canallas son estos. Y encima, en la mañana, Carlos Bruce se atrevió a criticar esa actitud respetable de la familia, que no hace sino honrar la rectitud y la consecuencia del perfil que siempre ha mostrado en su prolongada vida política.
Solo quiero terminar este homenaje, que se úne a los artículos, posts y pensamientos de miles de anónimos (además de algunos respetables miembros de la prensa libre, amigos de toda su vida y camaradas de ruta) diciendo algo por lo cual seguramente tendré que rendirle cuentas a Dios, cuando llegue mi hora: ¿por qué el cáncer se llevó a Javier Diez Canseco, que entregó su vida a tratar de hacer algo bueno por el país y no se lleva a Alan García Pérez, que se dedica a pensar cómo seguir robándole más al Perú?
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