Cuando una persona pasa más del 80% de su vida en la ciudad, la oportunidad de tener cualquier contacto con la naturaleza es algo que no debe perderse (gracias Noemí y Manuel por brindármela en esta ocasión). No hay necesidad de escapismos tecnológicos ni juegos que amenazan, silenciosamente, con sobredesarrollar nuestros dedos pulgares a costa de atrofiar nuestra capacidad de relacionarnos con los demás o desactivar la imaginación. Sentir la brisa del mar, el calor del sol, la emoción de la vida animal alrededor resulta ser, sin efectos especiales ni 3D, un lujo indescriptible, una experiencia inolvidable, una aventura extraordinaria.
Las Islas Ballestas, en la península de Paracas, Ica, es uno de los lugares más bonitos que he visitado en mi vida. Es verdad que no he viajado mucho pero creo no equivocarme si digo que, hasta para quienes tengan largos kilometrajes recorriendo parajes exóticos y lejanos, visitar este reducto de aire puro, aguas cristalinas y hermosas especies animales es de aquellos viajes que lo dejan a uno sin aliento, absorto ante la monumentalidad de esas increíbles formaciones rocosas, testimonio de los siglos de vida de nuestro planeta y la pequeñez de nuestra existencia, cada vez más limitada por ambiciones pasajeras que solo generan desconexión con nuestra esencia espiritual y una profunda ignorancia respecto de qué y quiénes somos realmente.
El camino es tortuoso. El sol de Ica puede llegar a ser desesperante por lo intenso que es y, en una ciudad con pobreza estructural endémica – así los amables taxistas locales nos cuenten historias acerca del “crecimiento económico de Ica”, basado en las empresas de agroexportación de Keiko Fujimori - las altas temperaturas y el polvo son un verdadero martirio. El viaje desde el distrito de Huacachina hasta el muelle dura aproximadamente una hora, y mientras el guía lugareño nos hace el briefing acerca de lo que veremos en las islas, uno sigue refunfuñando por los sudores, los mosquitos y los 30 grados centígrados que se sienten hasta en el aire que corre por las ventanas. Luego, debido a las remodelaciones del embarcadero hacia el archipiélago, nuestro grupo – que se había levantado a las 5am. para llegar a tiempo a una excursión cuyo inicio anunciado era a las 8:45am. – recién pudo subir al bote motorizado a las 10:30am. Lo que siguió al abordaje hizo que nos olvidáramos de todas esas incomodidades.
Para todo hay una primera vez, dicen. Y por muy frase hecha que sea, es absolutamente cierta. Y en mi caso, era la primera vez que me dirigía hacia a una isla ubicada a cientos de kilómetros de tierra firme. Los colores cambiantes del mar, su fuerza para bambolear la pesada lancha, con la sensación de que puede voltearse en cualquier instante, la estela que se bifurca en tres haces de agua perfectamente blancos y simétricos. Cada detalle me mantuvo en alerta permanente. No sería capaz de perder el tiempo apretando el botón de una cámara o de un celular para intentar retener, en un limitado y desenfocado cuadro de 5x5 cm, el cuadro inenarrable e irrepetible del mar que pasa delante de mis ojos.
Antes de llegar a las Ballestas, nos detuvimos unos minutos ante el Candelabro, un dibujo en bajo relieve en una de las dunas de la península de Paracas. Según el guía, hay quienes dicen que fue José de San Martín quien ordenó su trazo, como homenaje a la Orden Masónica a la que pertenecía. Yo prefiero la historia según la cual esta imagen, al igual que las Líneas de Nazca, fue hecha por los antiguos pobladores de esas arenas incandescentes y que quedó impresa en su superficie gracias a la sedimentación, la brisa y la dirección del viento. Una maravilla de la historia y de la naturaleza.
Unos diez minutos después, arribamos a las Islas Ballestas, las cimas de una cordillera que existió hace millones de años y que poco a poco fue sumergiéndose en el mar. Las formaciones rocosas que simulan portales, grutas y caminos escalonados son un espectáculo para los ojos de todo ser humano con algo de sensibilidad. Cada matiz de la piedra, cada hendidura significa algo. El guía adorna sus explicaciones con expresiones de sorpresa para evitar entrar en detalles científicos que quizás no conozca a profundidad. Y que, ciertamente, no deben importarle a los adultos, más preocupados en tomar fotos y videos de pésima calidad, y a los niños, fascinados por los dueños de casa.
Y, ¿quiénes son los dueños de casa? Pues algunas de las especies animales que más orgullo deben darnos, porque son peruanas como nosotros. Las gaviotas, piqueros, guanayes y las diversas clases de cormoranes (aves capaces de producir toneladas de guano) vuelan alrededor de nuestras cabezas en alucinantes bandadas y se posan en las islas casi como si estuvieran contemplando nuestra visita desde lo alto. Por su parte, los pingüinos de Humboldt, en pleno cambio de plumaje (el guía nos informa que en ese período no comen durante 25 días), también miran con curiosidad a las dos o tres lanchas que coinciden en cada paseo.
Quienes no parecen percatarse de nuestra presencia son las verdaderas estrellas del paseo: los lobos marinos. Las enormes comunidades de estos mamíferos anfibios se distribuyen por todas partes, a veces mimetizándose entre las rocas, otras asomando sus simpáticas caras mientras disfrutan de las frías aguas del Pacífico. La mayoría de ellos, hembras, machos, jóvenes o viejos, se dedican a una sola cosa: dormir. Tumbados sobre las enormes piedras de la isla, estos personajes recuestan sus lustrosos y gigantes cuerpos (los machos alfa pueden pesar hasta 300 kilos) y las aletas cuelgan al sol, en posición de descanso ininterrumpido. Y como si eso no bastara para sorprendernos, mientras los machos líderes tienen un área de la isla para reunirse y conversar a gritos, las hembras se dirigen a la llamada Isla de la Maternidad, cuando están a punto de dar a luz, tras 11 largos meses de gestación. Y, ¿qué creen? Frente a nosotros nació una cría de león marino. Un momento mágico, sin lugar a dudas.
Veinte minutos después del recorrido de regreso, la triste realidad. De vuelta al muelle, la desorganización de la especie humana hizo de nuevo su aparición, atrevida y deslenguada. El bote no tenía cuándo descargarnos, los conductores se peleaban entre sí para ver quién entraba primero a atracar, en la capitanía no había nadie que pusiera orden, el inclemente calor hacía desaparecer a la reparadora brisa marina, y en lugar de aire puro, aromas a comida “Marca Perú” e infaltables olores humanos pasaban por mis fosas nasales recordándome que el paseo a las Ballestas había terminado. Soy urbícola y me gusta vivir en la ciudad, pero a veces quisiera tener la suerte de esos lobos marinos y no tener absolutamente nada que hacer más que descansar en medio del océano.
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