De un tiempo a esta parte, el ejercicio del periodismo ha caído preso de una oleada insolente de soberbia y sus principales adalides y defensores se reclaman poseedores de un aura protectora que los exime del escrutinio público y privado. Es decir, en otras palabras, que nadie les puede decir nada, es imposible cuestionar sus siempre cuestionables prácticas al momento de abordar determinadas noticias, tomar partido a favor o en contra de una u otra línea de pensamiento y en fin, que si un periodista - independientemente del medio para el cual trabaja - siente amenazado el derecho consuetudinario de hacer lo que le dé la gana, salta hasta el techo, reclama, editorializa y cuenta con el respaldo matonesco y siempre listo de todos sus colegas.
Este espíritu de cuerpo no obedece tanto a la solidaridad o al sentido de pertenencia familiar que podría entenderse como parte del quehacer periodístico sino a un hecho menos loable: nadie quiere perder esa capacidad de ser impunes, algo que en este país ha dejado de ser único patrimonio de los políticos. Ahora los "hombres y mujeres de prensa" luchan con uñas y dientes cuando cualquier persona intenta recortar esa impunidad ganada a pulso gracias a la falsa creencia de que EL PERIODISMO o LA PRENSA, así en genérico y sin ninguna clase de filtro, es indispensable para la democracia y sus libertades no tienen límites. Eso por supuesto no es real aunque a nadie parece importarle.
Cuando hablamos de "sociedades democráticas" pensamos por defecto que se trata del escenario ideal para una convivencia equitativa, pacífica, preferible a los infiernos del controlismo o de la autocracia. Teóricamente puede ser verdad, pero una observación ligeramente aguda de la realidad debería hacer comprender, por lo menos a la población medianamente instruida, que eso no se cumple cabalmente. La información que tenemos almacenada en nuestros cerebros a veces puede bloquear la percepción y todos esos preconceptos nos impiden ver claramente las falacias que nos rodean.
En ese sentido, los conceptos "prensa" y "periodista", vale decir las ideas de lo que representan o deberían representar se han sobrepuesto al lamentable desempeño real de la gran mayoría de medios de comunicación y periodistas, y tanto los productores de contenidos como los consumidores de los mismos creen que cuando una autoridad política ataca a "la prensa", esta debe ser defendida como cuando los cruzados defendían a la religión, a capa y espada, sin discriminar ni separar la paja del trigo.
Así podemos ver que periodistas respetables y prestigiosos prefieren mostrarle los dientes a las propuestas que buscan adecentar el ejercicio periodístico en lugar de reconocer que sus predios están, hoy más que nunca, contaminados por el mal gusto, las componendas político-económicas y la baja calidad en cuanto a niveles culturales y personales de muchos colegas. Este reduccionismo ideológico con relación al ejercicio del periodismo no es casual, como menciono al principio, sino que es consecuencia del confuso entramado de malas costumbres, intereses y pésimas condiciones en las que se encuentra nuestra preciada sociedad democrática, en la cual todo se permite, todo se acepta y todo se entiende como parte natural del ejercicio irrestricto de esa otra falacia conocida como "libertad de expresión".
Cuando un congresista presenta un proyecto que busca mejorar la calidad personal y profesional de los periodistas que cubren la actividad diaria del poder legislativo, lo que está planteando es que las empresas privadas de comunicación pongan especial cuidado en sus contrataciones para elevar el nivel de las acreditaciones que reparten entre sus empleados. Actualmente, los medios envían a las conferencias de prensa a reporteros con discapacidades intelectuales mayúsculas: poco nivel de expresión, sectarismos ideológicos que responden a los intereses de los dueños y un limitado nivel de información, a lo que deberíamos agregar una paupérrima cultura general. Si criticamos duramente a los congresistas que no saben quién fue "El Brujo de los Andes" ¿por qué reaccionar en contra de una norma que precisamente garantizaría que el Congreso no se convierta en una sala de redacción más parecida a la sección gacetillera de farándula que parece dominar gran mayoría del espectro periodístico?
Por otro lado ¿cómo se entiende que periodistas de demostrada inteligencia y experiencia como Beto Ortiz, Pedro Salinas, Milagros Leyva y un (no tan) largo etcétera, defiendan a "la prensa" en general, la misma a la que pertenecen los Aldo Mariátegui, los Fritz DuBois y demás, con sus consiguientes alfiles siempre listos para la diatriba fuera de lugar, el tufillo racista, clasista y de acomodo con el poder económico? ¿Realmente se sentirían amordazados si salieran del camino todas esas personas que atentan contra la conformación de una sociedad más solidaria y menos capitalista? ¿Hasta cuándo van a utilizar la ironía o el sarcasmo, esa tendencia según la cual dicen una cosa en cámara y luego despotrican en sus artículos de opinión personal, casi como si tuvieran un problema de bipolaridad que les impide expresarse abiertamente?
Me parece que la "intelligentsia periodística" de Lima, si realmente existe, debe tomar una posición más clara sobre este respecto y saber que el solo hecho de tener carnet de reportero o ejercer el oficio de periodista desde el punto de vista convencional (en radio, TV o prensa) no es patente de corso para decir o escribir lo que sea sin ningún tipo de cuestionamiento. Esta postura del "Dios-salve-a-la-prensa" lo único que genera es mayor irresponsabilidad al momento de informar y opinar y una especie de corona que ciertamente, ninguna actividad debe tener. Cuando se logre entender que la prensa no solo tiene derecho a expresarse libremente sino también tiene el deber de estudiar, de criticar lo que debe ser criticado y reconocer cuando comete errores, quizás los periodistas podamos defender, con cordura y equidad, nuestra libertad de expresión sin que sea confundida con libertad para ofender, para embrutecer al público o para engañar a los demás.
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