Comentaba hace unos posts el caso de la estudiante de psicología que fue expulsada de la San Martín por permitir que su teléfono celular sonara en medio de una clase y decía que el mismo, más allá de sus particularidades, podría sevirnos para reflexionar sobre las distorsiones ocasionadas por el uso desproporcionado y en muchísimos casos, innecesario, de este adelanto tecnológico, para muchos indispensable en la actualidad. Sigamos con el asunto:
Yo tengo 33 años y la siguiente pregunta la dirijo a mis contemporáneos: ¿no les parece jalado de los pelos ver a un niño/niña en edad escolar hablando por celular en la calle? Osea, en lo particular me resulta extraño ver la ciudad plagada de celulares de todos los colores, formas y sonidos pero el caso de los niños y adolescentes que, sin tener trabajo - porque un celular se paga mensualmente ¿no? - andan con el aparatejo para arriba y para abajo, en posturas y actitudes que no corresponden a la edad que tienen, es realmente preocupante.
Mi extrañeza la extiendo hacia los estudiantes universitarios, "el futuro del país" como reza una de las frases hechas más famosas, que son capaces de escribir mensajitos de texto a la velocidad de la luz en una combi en movimiento pero que no pueden contestar dos o tres preguntas básicas sobre su carrera utilizando un lenguaje claro, que deje ver sin ambages que estamos dialogando con un profesional en ciernes, es decir con un joven fresco, inquieto, juguetón, pero de pensamientos organizados, de reflexiones abstractas, de manifestaciones que demuestren que lee, que estudia, que se está preparando. Claro, hay excepciones, pero, como dice otra famosa frase hecha, son mínimas en comparación a la regla.
Las empresas que venden celulares les dicen a los padres que tienen hijos entre 11 y 18 años que les regalen uno "para estar más comunicados", "para saber dónde están". Como argumento de venta esto constituye una absoluta falacia, porque parte de la premisa que al llamar, el adolescente le va a decir a sus padres dónde y con quién está. En todas las épocas los hijos hemos buscado burlar la vigilancia de los padres, sea que nuestra mayor travesura no pasara de escaparse del colegio para mataperrear por ahí o para desarrollar actividades ligadas a un promisorio futuro como delincuente juvenil. Sin embargo, antaño - "allende Galicia" como decían los antiguos - había una sensación de que los padres eran capaces de oler nuestros movimientos, una especie de poder mental según el cual la autoridad de la casa podía enterarse de cada movimiento que hacíamos, con el correspondiente castigo que seguía a la transgresión.
Ahora los adolescentes tienen en el celular la herramienta perfecta de despistaje de esta vigilancia tácita. Con una llamada, una quinceañera puede decirle a su mamá que está tranquila en casa de "sus amigas" a la vuelta, cuando en realidad podría estar en un fiestón reggaetonero, en un paraje desolado del sur con amigotes mayores que ella (porque en este tema no tiene nada que ver el segmento social de los involucrados) o sabe Dios haciendo qué. Y no me digan que no. Si estás en una fiesta, sales un rato, te alejas del ruido delator y listo. En una casa, más fácil, bajas los volúmenes y se acabó el asunto. Como los más avispados podrán inferir, de esta situación se desprenden una serie de peligros ligados al uso del celular por menores de edad que únicamente traen como consecuencia el aumento de problemáticas sociales: secuestros, violaciones, robos, y toda la larga lista de etcéteras que la modernidad nos ha impuesto.
No quiero decir que antes no pasaran estas cosas, pero es evidente que tener una población infantil y adolescente cada vez más creciente y que cada vez asume de manera más fácil e incontrolable actitudes de personas adultas, conlleva a situaciones disparatadas y perfectamente evitables. Esa supuesta libertad de acción que hoy tienen muchos niños y adolescentes (porque ni siquiera podemos llamarlos jóvenes todavía) produce efectos nocivos en conceptos como la autoridad, la normatividad, el respeto a lo establecido según las realidades innegables del desarrollo mental y emocional de los seres humanos (un niño puede saber cómo funciona el último celular con cámara, acceso a Internet, mp3 y demás yerbas pero al final de cuentas, sigue siendo un niño inexperto, inseguro e irreflexivo) pero antes de ahondar en aguas más profundas, permítanme volver al caso de la San Martín.
La joven estudiante expulsada tiene 21 años. Lo más probable es que tenga celular desde los 15 ó 16. Ha llegado a la mayoría de edad creyendo que es normal tener un celular a esa edad. Su caso es el botón de muestra de toda una generación, esa que vemos en la calle con los celulares en ristre deformando el idioma con sus metalenguajes extraños o caminando distraidos con el aparato pegado a la oreja. Esa generación a la que también pertenece la señorita reportera del Canal 4, la cual, con la arrogancia de su juventud, increpa al Decano - que no es santo de mi devoción por lo demás y lo digo como egresado de la Facultad que él dirige desde hace tanto tiempo - por no haber disculpado el involuntario olvido: "¿acaso a usted nunca le ha pasado que se olvidó de apagar su celular en una reunión?" le pregunta a Leuridan y Leuridan, que pasa los 70 años - y es belga de nacimiento - le contesta impertérrito: "a mí ni se me ocurre ingresar con mi celular a una reunión importante".
No sólo es generacional el asunto, es una contraposición de mentalidades. Para un estudiante universitario, una clase es lo equivalente a una de las reuniones importantes del Decano - porque de esas clases depende su formación, su desarrollo profesional, su futuro en este mundo a cada hora más competitivo - y por ende, no debería ni ocurrírsele ingresar al salón con el celular encendido. No se trata de decir que los celulares son malos ni nada de eso. Se trata de que cada cosa tiene su lugar y su momento adecuado. Si el celular es para aquellos niños, adolescentes y jovenes (como la señorita expulsada) simplemente un juguete, debería estar desactivado mientras duren sus clases. Una vez fuera de la universidad, nadie les va a impedir que sigan viviendo de acorde al signo de sus tiempos, aunque a algunos no nos parezca lo más adecuado.
En todo caso, para estos momentos la acción de amparo presentada por la señorita Liz Ayvar, estudiante de la Facultad de Ciencias de la Comunicación, Turismo y Psicología de la Universidad San Martín de Porres ya le ha permitido el reingreso a las aulas. Repito, la sanción fue desproporcionada pero en lugar de estar haciendo falsos activismos en nombre de una libertad que termina siendo sinónimo de descontrol e incongruencia, el tema debería poner sobre el tapete otra clase de reflexiones. Punto en contra para periodistas viejos - en comparación con la reportera, Toledo creo que se apellida - como Sol Carreño y Raúl Tola, que no tuvieron la amplitud necesaria para sacar una mejor enseñanza de este caso. Hasta la próxima...
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