martes, 7 de enero de 2025

V ETAPA DE PANDO: EL REENCUENTRO

Cuando los medios locales convencionales hablan de barrios limeños ochenteros, como sucede con muchos otros temas, suelen aplicar un reduccionismo elemental y tonto, basado en lo que pueda, en términos modernos, "generar más tráfico". Así, si no es Carlos Alcántara y sus vivencias en Mirones -la "saga" de Asu Mare y sus repercusiones-, es Daniel F y la Unidad Vecinal No. 3.


Cuando los medios locales convencionales hablan de barrios limeños ochenteros sucede, como con muchos otros temas, que suelen aplicar un reduccionismo elemental y bastante tonto, basado en lo que pueda, en términos modernos, "generarles más tráfico". Así, si no es Carlos Alcántara y sus vivencias en Mirones -la "saga" de Asu Mare y sus repeticiones-, es Daniel F y la Unidad Vecinal No. 3.
Ambas, siendo historias reales, se convierten en objetos de intercambio vacío para los públicos masivos que, al haber crecido "en otros ambientes", terminan creyendo que solo en esas zonas pasaban cosas, que solo en esos cuadrantes de conjuntos habitacionales se vivió la adolescencia de calle y peloteo, de fiestas en casa "con luces psicodélicas", anécdotas noctámbulas y despertares diversos.
Algo así sucedió, en los noventa, con el barrio de Matute que fue materia de las crónicas musicalizadas de Piero Bustos y, más atrás, en las épocas de nuestros padres, con zonas específicas del Cercado, Rímac y La Victoria (Santa Beatriz, Barrios Altos, Bajoelpuente, Mendocita) o, como pasa en las narraciones de Ribeyro, Vargas Llosa o Bryce, con lugares en Jesús María/Lince, Miraflores, San Isidro o Barranco. Lo cierto es que, en esos años de descalabro aprista, ataques de Sendero Luminoso y conciertos en la carpa Grau, el Hotel Crillón o el coliseo Amauta, sin redes sociales, teléfonos inteligentes ni maratones de Netflix, hubo barrios activos en toda Lima Metropolitana y más allá.
El Campillo, Paulo Sexto, Castilla... la Calle B, Lamas, El Trome (no el periódico, la bodega)... Pedro Benvenutto, Caminos del Inca, San Judas Tadeo... la farmacia Ostos, la librería, la panadería Flor de Mayo… estos nombres -y muchos otros- solo tienen un significado emocional para quienes crecimos en la quinta etapa de la urbanización Pando, una de las principales y más grandes del distrito de San Miguel, que se extiende desde el campus de la Católica por el norte, la zona de lo que fue la Feria del Hogar por el oeste, la frontera con Magdalena al este y que limita con el océano Pacífico por el sur.
Sus calles, parques, tiendas, esquinas y recovecos vieron crecer, entre 1980 y 1995, a una generación de chicos y chicas que hoy, desde distintas partes del mundo en muchos casos, probablemente se junten de vez en cuando para recordar aquellos años que, más allá de las diferentes perspectivas que se puedan haber desarrollado con los años -dependiendo de a qué grupo pertenecías, cuáles eran tus principales intereses, en qué te convertiste en tu vida adulta- tienen un denominador común que, ahora como antes, nos une: fueron tiempos de descubrimiento y a la vez divertidos, retadores, relajados, felices.
Pensaba en todo esto luego de haberme reencontrado, después de varios años, con tres o cuatro amigos de esa época, en torno a la visita de uno de nosotros quien, buscando un mejor futuro, dejó todo y se fue, antes de cumplir los 25, a los Estados Unidos. Su llegada a Lima motivó que, gracias a las redes sociales y el omnipresente WhatsApp, nos pusiéramos las pilas y, a contracorriente de nuestras obligaciones y agendas cotidianas, nos hiciéramos un espacio para asistir, a una o a todas, para juntarnos y pasarla, entre chelas, recuerdos y risotadas, rematadamente bien.        
Los reencuentros con amigos de la infancia suelen traer consigo una intensa sensación de positiva nostalgia por aquellos tiempos idos, en que nuestras mayores preocupaciones eran no llegar tan tarde ni tan mareado a la casa, hacer tus tareas, ver tus programas favoritos en la televisión y escuchar las transmisiones radiales del Descentralizado.
Todo eso, que parece una verdad de Perogrullo, no es tan sencillo en tiempos como estos en que se suele pensar que ya todo está hecho, que el pasado no existe y, lo que es peor, que no sirve. Nos hemos convertido, con el paso de las décadas, en piezas de museo para las juventudes inmediatistas de hoy, que prefieren andar con la cabeza gacha y los ojos clavados durante horas en una pantalla táctil en lugar de explorar las calles de su barrio, solos o en patota, para ver qué misterios tenía la vida guardados en esas horas de ocio y aprendizajes múltiples. La vida que tuvimos nos formó y nos dio base, sin saberlo, para entender y asimilar -cada cual a su forma y a su modo, como diría Sabina- el despelote actual en el que a duras penas se mueven nuestros hijos.
Hace casi una década, cuando participé por primera vez de una reunión por el aniversario de mi colegio -que estaba, también, en San Miguel- tuve la misma impresión de asombro y genuino bienestar al traer a la actualidad aquellas palomilladas que, en esos momentos, no eran nada más que la vida misma.
Ahora, con mis amigos de barrio, pasó exactamente lo mismo, pero con un añadido. A diferencia de la vida escolar, que se desarrollaba fuera del ámbito familiar, la vida del barrio era una extensión de nuestras casas y en cada una de nuestras correrías también participaban, directa o indirectamente, nuestros padres y madres, nuestras hermanas y hermanos, los vecinos de al lado, las manchas de los otros parques.
Cómo olvidar a aquel señor mayor que renegaba cada vez que nosotros, una bandada de treinta blancas palomitas, jugando partido de sol a sol, destrozábamos el parque que él, con tanto esmero, regaba. O al bodeguero que nos esperaba y atendía con gaseosas bien heladas después de cada jornada pelotera en “la canchita”, frente al colegio chino Juan XXIII. O los encuentros a muerte contra El Campillo o Paulo Sexto. O a la señora que vendía comida a la medianoche, casi en el cruce de Ayacucho con la Universitaria, para los más fiesteros.
Cómo no sonreír al recordar las primeras conversas de quinceañeros con ganas de iniciar sus vidas universitarias y laborales, charlando a grito pelado de política, de libros y canciones, de chicas y películas, cuestionando a los mayores, mandando callar a coro a quien decía alguna pavada -algo que podía pasarnos a cualquiera de nosotros, en cualquier momento- para luego estallar en carcajadas y carajeadas colectivas.
Teníamos también nuestros lugares emblemáticos, en la “Urb. Pando, 5ta. Etapa”, como lo escribí siempre en cada formato impreso que me tocó llenar durante mi vida universitaria y adulta, en el campo correspondiente a la dirección. El centro del parque, al costado de lo que hoy es el colegio para educación especial Ann Sullivan -que todos nosotros vimos construir- era escenario de intensas partidas de “Perú-Bote”, juegos de canga y carnavales.
La ya mencionada canchita de fulbito, una losa entonces muy sencilla y cerrada, cuya mayor mejora consistió en una malla alta para evitar que el balón salga hacia la calle tras un pelotazo, cosa que solía ocurrir -actualmente tiene iluminación nocturna y hasta grass sintético- que nos prestaban por ser hijos de los propietarios en la urbanización, la gran mayoría de ellos empleados de bancos privados que habían tenido acceso preferente a estas casas de dos pisos, paredes medianeras compartidas con efecto espejo y jardín interno, construidas entre las calles Petronila Álvarez, Josefina Sánchez, Independencia, Benvenutto, Caminos del Inca, Trinidad María Enríquez, Manuela Marticorena y Prolongación Ayacucho, era punto fijo para todos los chiquillos de aquí y de allá, donde se armaban los clásicos campeonatos triangulares que podían comenzar a las ocho de la mañana y durar hasta las cinco o seis de la tarde.
La jardinera de la casa de uno de nosotros, por ejemplo, en la calle Pedro Benvenutto, una de las primeras que logró hacerse una cochera, era centro de reunión para la previa los fines de semana por la noche. Recuerdo que la dueña de casa, una señora amabilísima que nos conocía desde los seis años, nos dejaba estar ahí a pesar de la bulla que hacíamos, aunque siempre nos hacía saber cuándo se nos pasaba la mano. Desde la ventana del segundo piso de mi casa podía ver si ya estaban allí mis amigos, para no salir en vano.
Pero si de puntos de encuentro se trataba, el principal era, por supuesto, “el murito” ubicado en la esquina de Prolongación Ayacucho y la cuadra siete del jirón Independencia, donde estaba mi casa, en la que viví hasta su venta en el año 2005. Allí caíamos todos, sin necesidad de que nos dijeran la hora. Y, a partir de ahí, cualquier cosa podía pasar. Y si no pasaba nada, podíamos estar horas en esa esquina conversando, chacoteando despreocupadamente sin pensar en que la moto que pasaba por delante de nosotros fuera a hacernos daño o que algún acosador de menores estuviese rondando por las esquinas. Era una época sin celulares ni audífonos Bluetooth, en que cualquier broma, pleito o coqueteo se hacía cara a cara y sin intermediarios tecnológicos.
Y estaban, por supuesto, los personajes. Desde aquel par de hermanos que, un poco mayores que nosotros, querían pegarla de “maleados”, paseándose cetrinos en sus skateboards y alardeando de sus hábitos y malas artes, introduciendo a los de personalidad más débil o más frágil al consumo temprano de drogas hasta el cura italiano que renegaba cada Misa de Gallo porque íbamos a matarnos de risa durante el Padre Nuestro; desde el bajista de una legendaria banda de metal local hasta un chibolo faltoso y “fosforito” que se ponía rojo como un tomate y cuyo único talento era ser sobrino de un conocido cómico nacional, que trataba de jugar con nosotros a toda costa, aguantando el buleo, y hoy la pega de farandulero achoradazo y atiborrado de anabólicos; desde los cinco (¿o eran seis?) hijos de aquella familia que había convertido su casa en tienda hasta el vigilante que se quedaba dormido en su caseta. No hace falta decir nombres. Todos sabemos exactamente quiénes son.
La gente creció y los grupos se fueron dividiendo, algunos por razones naturales -estudios, mudanzas, migraciones- y, en otros casos, por la influencia negativa de algunas formas de pensar estimuladas por la televisión y el cine de la época, combinadas con la cultura discriminadora de la que adolece nuestro país y al final de cuentas, la comprensible inmadurez de un colectivo adolescente que, con todas sus carencias, limitaciones y dificultades, superaba largamente a las frías vecindades verticales de ahora que ni siquiera conocen los nombres los unos de los otros. Hasta las familias más disfuncionales en aquel periodo de quince años, clasemedieras, aspiracionales, cuyas cabezas provenían más del mercado laboral no necesariamente profesionalizado, tuvieron bases más sólidas y duraderas que las actuales, marcadas por el desamparo emocional y el sálvese quien pueda de poblaciones modernas que no conocen la vida en comunidad, obsesionadas por parecerse cada vez a la farándula, el fracasado fútbol local, el esperpéntico reggaetón y a los barones de la política en todos los extremos posibles de sus corruptas vulgaridades.
La quinta etapa de Pando tiene tantas historias, lugares y personajes que daría para escribir un libro o hacer una película. Muchos años antes de haber tenido contacto con los relatos de Los inocentes de Oswaldo Reynoso o de ver los disfuerzos de alias “Cachín” -sus películas son efectivas sucesiones de sketches de entretenimiento pero pésimos productos cinematográficos-, la muchachada que se colaba a los circos que se instalaban en el cruce de La Marina con Universitaria y a la Feria del Hogar, que organizaba peleas callejeras imitando al antihéroe de una recordada novela mexicana juvenil -"El Memo" de la quinceañera- y toneaba hasta las dos de la mañana con los LP de Hombres G, The Cure y Soda Stereo, cambiando de enamoradita cada dos semanas y jugando a la pelota hasta que se extinguía la luz natural, vivió en un mundo más sano que el actual. Y no lo sabíamos.

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