"Viril
impulso, canción de forja, el herreriano paso escuchaaad..." ¿Es
"canción de forja" o "canción que forja"? se preguntaron
algunos y se inició un mini debate acerca del primer verso del himno del
colegio, escrito por el profesor de música José Antonio Lora Olivares, que
terminó con todos mirando la enorme gigantografía amarilla pegada en uno de los
muros altos del patio, para disipar las dudas. Aun cuando la frase no pierde
sentido en cualquiera de esas dos opciones, la correcta es la primera.
La memoria es así. Te hace jugarretas. Te pone a prueba. Desafía tu capacidad
para confirmar aquello que crees recordar pero que empiezas a cuestionar cuando
tus compañeros, que estuvieron contigo el mismo momento en el mismo lugar, te
cuentan su propia versión de los hechos. Pero, más allá de la pequeña confusión
entre dos preposiciones tan fáciles de confundir entre sí, lo cierto es que
desde todas las mesas, promociones de años y décadas distintas, a voz en cuello
o apenas moviendo los labios, cantan completa la letra, hasta aquellos versos
enredados de la segunda estrofa ("Técnico anhelo realizar
siempre...").
El marcial toque de trompeta que abre el himno herreriano activa en nosotros
ese recuerdo único de todos los lunes en cada formación, en ese gran patio que
ahora sirve de food court adulto contemporáneo, un inmenso restaurante
(¿alguien dijo una cantina?) para celebrar un aniversario más de la G.U.E.
Bartolomé Herrera.
Esta vez no fuimos tantos los asistentes -me refiero a los de mi Promoción
1990, pues el sitio estaba repleto. Algunas descoordinaciones, sobre las cuales
no conozco detalles, provocaron que no tuviésemos el quórum necesario para
separar una mesa propia. Pero eso no fue impedimento para pasarla bien. Ahí
están las bromas, la buena onda, la desfachatez, la reflexión, la camaradería y
claro, los recuerdos que van y vienen en medio de las actualizaciones sobre
nuestras vidas actuales. Cada reunión genera, además, anécdotas nuevas que
siempre son bienvenidas en medio de las más antiguas, las de patio, salón,
taburete y tapia.
Provenir de la escuela pública en el Perú es, desde hace ya más de cuarenta
años, una enorme desventaja. Y no sin poderosas razones para ello. Existe una
estigmatización en los sistemas educativos superiores particulares, porque como
ya hemos mencionado en otras ocasiones, las que antes fueron las mejores
instituciones educativas del país –las Grandes Unidades Escolares del ochenio de Odría-
se convirtieron, después de recuperada la democracia a inicios de los años
ochenta, en castigo para desadaptados o única opción para familias
clasemedieras caídas en desgracia.
Por ello es más valioso reconocer que, con todo ese viento en contra, en términos de formación académica, salimos adelante aplicando aquello que el Bartolo sí nos dio: cancha y concha para afrontar todo tipo de desafíos. Con estilos diferentes –y, en muchos casos, gracias al apoyo de una familia sólida, una red de contactos hecha a pulso, una buena mujer que llegó al rescate o por solitario esfuerzo, cayendo y levantándose varias veces- cada uno ha tenido en sus vidas distintas oscilaciones, problemas, épocas bajas y altas, pero siempre ha sabido caer de pie.
Por lo
general, le huyo a las reuniones sociales, una actitud que con los años ha ido
exacerbándose, por varias razones: el tráfico agresivo en el que se condensan todos
los males de este país al que quiero tanto y del cual, por eso mismo, reniego
todo el tiempo, me hace preferir mi casa y mi familia a la idea de atravesar
grandes distancias para verme con otras personas. Desde el microbusero que pone
reggaetón a todo volumen y llena su unidad hasta convertirla en una potencial
trampa mortal hasta el yuppie superado que va, con el codo fuera de la ventana
y lentes oscuros, zampando la nariz de su camionetón en todos los cruceros
peatonales cuando deberían detenerse para dejarnos caminar, pasando por los
odiosos scooters y los ciclistas quienes viven convencidos de que las lujes
rojas no son para ellos. Todo me desanima. La verdad es que no tolero mucho el
murmullo colectivo y el alboroto de las fiestas. Salvo que sea un buen
concierto –puede ser de Susana Baca o de Slayer, no importa- mi primera opción siempre
será quedarme con mi esposa, con mis suegros, con mis hermanos, en casa. O en
alguno de nuestros lugares ritual, de cada fin de semana. Mis ex compañeros de trabajo
y de universidad lo saben. Nunca voy. Siempre soy el falla, el que falta en la foto del
reencuentro.
Pero con
las reuniones del colegio hago siempre una excepción. Claro, no soy de los
asiduos a las pichangas –salvo la ocasión en que terminé en la comisaría de
Barranco apoyando al compañero intervenido por manejar con apenas una cerveza encima- ni a las múltiples veces que se juntan entre septiembre y
julio, por una combinación de lo descrito en el párrafo anterior más las
actividades laborales y familiares en las que paso comúnmente mis días. Pero la
tercera semana de agosto ya se ha convertido para mí en un ritual adicional,
casi una reunión familiar a la que no puedo ni quiero faltar.
Y el “casi”
es solo para matizar la frase puesto que realmente es reunirme con mis hermanos
de toda la vida, y me alegra saber que están bien –de salud, estables
emocionalmente- aun cuando haya épocas de vacas flacas, con poco trabajo o con
problemas personales que nunca faltan ni faltarán. Nos divertimos como niños
recordando nuestras andanzas escolares y también encontramos un espacio para
relajarnos, sin el temor de que nuestros actuales gustos, obsesiones, puntos de vista u
opciones vayan a convertirse en un pecado que te haga merecedor de crítica o
rechazo social.
Por eso, una vez más, cedo a la tentación –y al pedido de “la
promo”- y escribo aquello que puede escribirse –sino, imagínense- y me sonrío
en silencio acordándome de nuestros códigos en común, nuestras hazañas
callejeras, nuestro mutuo orgullo herreriano. Joan Manuel Serrat, el fantástico
cantautor catalán, describe esta clase de amistad que transita entre lo
familiar y lo prohibido en su extraordinaria canción Mis amigos, que escribió y publicó en 1982 para su álbum En tránsito:
“Mis amigos
son unos malhechores,
convictos de atrapar sueños al vuelo
que aplauden cuando el sol se trepa al cielo
y me abren su corazón como las flores…
Mis amigos son sueños
imprevistos
que buscan sus piedras filosofales
rodando por sórdidos arrabales
donde bajan los dioses sin ser vistos…
Mis amigos son gente cumplidora
que acuden cuando saben que yo espero,
si les roza la muerte, disimulan
pues para ellos la amistad es lo primero…”
Hasta el
próximo año…
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