LA PREVIA
En los alrededores del Parque de la Exposición se vivía la expectativa desde muy temprano. No eran ni las seis de la tarde y las colas ya llegaban hasta la Av. Grau y, a cada paso, uno podía ver que la fanaticada se iba a entregar por completo a esta nueva cita con el virtuoso guitarrista anglo-norteamericano Saul Hudson, Slash para los patas. Padres e hijos con sus polos negros, estampados con el clásico sombrero de copa y la maraña de pelos negros, enredados, cubriendo su cara; carátulas de Guns N' Roses, Velvet Revolver, The Conspirators.
Es la tercera visita que nos hace este ícono del hard-rock que remeció la escena global a mediados de los ochenta con esos interminables solos del Appetite for destruction -¿recuerdan el final de Paradise city o la intro de Sweet child o'mine?- pero sus seguidores se cuentan por miles y nadie quería perderse esta nueva tocada. Hace un par de años, en el 2017, más de 40 mil peruanos llenaron el Estadio Nacional para ver a Slash junto a W. Axl Rose, en la anunciada reunión de Guns N' Roses. Ahora venía a repetir el plato con su banda, Myles Kennedy & The Conspirators, con quienes vino por primera vez al Perú, en el 2015.
LOS TELONEROS
Como en esos clásicos conciertos de rock que cada vez se ven menos, por culpa de esa infección purulenta y multidrogorresistente llamada reggaetón, había dos bandas teloneras programadas, una peruana y la otra, norteamericana. Representando al rock nacional, el power trío Cuchillazo abrió fuegos, pocos minutos antes de las siete, ante un lleno aun en gestación. Nicolás Duarte (voz, guitarra), Rafael Otero (bajo) y Capi Baigorria (voz, batería) descargaron casi una hora de sus poderosas canciones que suenan a grunge noventero y al funk-metal de Molotov, con letras directas contra la política corrupta, la sociedad hipócrita y el desenfreno rockero. Duarte y compañía mostraron un sonido muscular y cuajado, producto del trabajo sostenido que vienen realizando desde el año 2002 en que debutaron con su álbum epónimo. El hijo mayor del conocido periodista Nicolás Lúcar no necesitó colgarse nunca del apellido de su famoso padre, que dejó de usar por dolorosos líos familiares, y lleva adelante a su grupo con consecuencia, algo que celebran sus fieles seguidores cantando, a voz en cuello, sus temas. Sin embargo, lo mejor estaba, definitivamente, por venir.
A las 7.45pm subió Blackberry Smoke, un quinteto de Atlanta de largo recorrido en las arenas del rock sureño, el mismo que practican bandas como The Kentucky Headhunters, Royal Southern Brotherhood o The Fabulous Thunderbirds. Con una actitud super relajada y sonido ultra rockero, la banda se metió al bolsillo al público, a pesar de que (casi) nadie tenía la menor idea de quienes eran. De inmediato saltaron las enormes diferencias entre una banda peruana cumplidora y un combo norteamericano de oficio, que ha compartido escenario con pesos pesados como The Allman Brothers Band, Gov't Mule o ZZ Top. Con canciones que nos recordaron el sólido y, por momentos, rugoso country-rock de Tom Petty, Bob Seger, John Cougar o The Black Crowes, los liderados por el vocalista/guitarrista Charlie Starr se comieron el escenario mostrando seguridad y contundencia con una selección de ocho temas de sus álbumes The whippoorwill (2012), Holding on the roses (2015), Like an arrow (2016) y Find a light (2018), su último disco.
En la segunda guitarra y coros, Paul Jackson parecía poseído por el espíritu de Alabama y 38 Special, mientras que el tecladista Brandon Still jugaba al piano y al Hammond B-3 al estilo Steve Miller. Mientras tanto, la base rítmica de los barbudos hermanos Richard (bajo) y Brit Turner (batería) cerraba el círculo. Starr, toda una estrella de rock con sus lentes oscuros, su voz aguarrentosa y potente y el aire lánguido de quien no tiene nada que demostrarle a nadie, se lució con esos solos guitarreros de raigambre setentera, intercalando sus propias canciones con temas reconocibles (por algunos) como Come together de los Beatles; Mississippi Kid, del primer álbum de Lynyrd Skynyrd; o el clásico del gospel y soul, Amazing Grace, que Starr tocó con su bottleneck pegado al diapasón de su guitarra. Los ataques blueseros y de puro rock carretero de Blackberry Smoke inundaron la atmósfera de Lima, dejándola suficientemente caliente para el ingreso de los esperados líderes del cartel.
SLASH FEAT. MYLES KENNEDY & THE CONSPIRATORS
La media hora que pasó entre los Blackberry Smoke y Slash pasó rápidamente. Entre el trabajo de los "plomos" que iban desmontando la batería usada por los sureños para dejar al descubierto la del grupo central de la noche, y la grúa que iba subiendo el gran telón negro que anunciaba a Slash feat. Myles Kennedy & The Conspirators, con la ilustración que sirve de carátula para Living the dream (2018), el tercer y más reciente lanzamiento oficial de este grupo que acompaña al guitarrista desde el año 2011, tras la separación definitiva de Velvet Revolver.
Vestido con un polo blanco que homenajeaba a David Bowie y sus Spiders from Mars, Slash salió decidido a encender el escenario con sus electrizantes descargas, lanzadas desde una Gibson Les Paul roja. Myles Kennedy, vocalista de la banda post-grunge Alter Bridge, se muestra confiado en su papel de (ya no tan) nuevo partner-in-crime del guitarrista, y parece ya haber superado aquella etapa inicial en la que parecía estar imitando a sus antecesores, W. Axl Rose y Scott Weiland, para conectarse a un público dispuesto a todo con tal de hacer contacto visual con el menudo cantante. A diferencia de Slash, siempre con anteojos oscuros y con el sombrero de copa más encasquetado que nunca, la mirada directa de Myles era más que suficiente para enervar a sus fanáticos, quienes se sabían las letras de todas sus canciones, incluso las más recientes como la abridora The call of the wild, My antidote o Driving rain.
Uno de los momentos más alucinantes del show fue, sin duda, el solo de casi cinco minutos de duración que Slash hizo en Wicked stone, uno de los temas más conocidos de World on fire (2014), segundo trabajo junto a los conspiradores, que llegó a la segunda mitad del show. Previamente, el bajista Todd Kerns -de una presencia escénica imponente, digna de una banda de death metal- interpretó con su poderosa voz los temas We're all gonna die y Doctor Alibis, que Slash compusiera y grabara junto a dos leyendas del hard-rock, Lemmy e Iggy Pop, en el 2010 para su primer disco como solista. Back from Cali, la primera colaboración entre Slash y Kennedy, también de ese álbum, fue una de las más coreadas durante la primera hora del concierto. Algunos temas de Apocalyptic love, el álbum debut de Slash & The Conspirators, también contribuyeron a la algarabía de los asistentes.
Slash no es muy comunicativo con el público. Solo en dos ocasiones asomó esa sonrisa de zorro viejo y alcanzó a decir dos palabras, aunque ninguna en español, como seguramente muchos esperaban. Sin embargo, sus descargas bastan y sobran para expresar la devoción por sus fans, dando lo mejor de sí en cada canción y generando aullidos de emoción, tanto entre los más jóvenes, cautivados por su imagen de Dios-de-la-guitarra, como por los más viejos que recuerdan sus años dorados en Guns N' Roses, en aquellos en que aparecía invencible y rebelde. Del recordado quinteto californiano, Slash y su banda solo tocaron Nightrain, uno de los temas menos difundidos del Appetite for destruction (1987), para muchos el debut más exitoso de la historia del hard-rock norteamericano. En este tema apareció recién la brillante guitarra de Frank Sidoris, el nuevo integrante de The Conspirators, quien se había limitado a tocar segunda guitarra. Atrás, en los tambores, Brent Fitz sostenía sin descanso la andanada de riffs de Slash y compañía.
World on fire, tema central del álbum del mismo título, fue la última antes de los tradicionales encores, que generó intensos pogos en las primeras filas. Ante los tradicionales cánticos de llamada para regresar al escenario -"olé-olé-olé..."- que Slash replicó con su guitarra, la banda salió para ofrecer dos temas más: Avalon y la esperada Anastasia, tema emblemático del primer disco, que cerró definitivamente una noche cargada de electricidad. El músico de 53 años de edad demostró, una vez más, por qué es considerado uno de los mejores guitarristas de la historia del rock, un género que, digan lo que digan algunas oportunistas y cabezas huecas, está vivo gracias al trabajo y la resistencia de sus mejores exponentes.
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