En estos tiempos en que las plazas más atractivas, desde el
punto de vista remunerativo, para un profesional de las comunicaciones son las
que tienen que ver con consultorías, asesorías de imagen corporativa,
comunicación institucional y demás hierbas, uno se pregunta si realmente hay la
suficiente cantidad de periodistas en las calles y oficinas de Lima como para
celebrar de manera tan entusiasta “su día”.
Desde hace no tan poco tiempo asistimos a una dicotomía
engañosa y un poco amañada, arropada en gruesos paños de aquella ignorancia
sutil que casi nadie percibe porque es compartida por la mayoría, según la cual
existiría una diferencia sustancial entre ser “comunicador” y ser “periodista”.
Esta dicotomía, como digo, mañosa, pretende distinguir una cosa de la otra y,
en ambos casos, de ida y vuelta, la distinción se hace para guarecerse de no
ser confundido entre una opción y la otra.
El “periodista” se siente superior al “comunicador” porque,
en el plano conceptual, tiene un trasfondo, es culto, sabe de todo un poco
y de nada en su totalidad, recoge lo mejor de cada experiencia y busca siempre
llegar al fondo de las cosas. Por su parte, el “comunicador” afianza su
superioridad porque, a diferencia del sesgo politizado y el aura crítica del “periodista”,
es más pragmático, tiene olfato para la oportunidad, es ligero de pensamientos, reflexiones y conocimientos pero eficiente en la elaboración de mensajes que, en one, calarán tan
hondo que cualquier cosa que recomiende será un éxito, un golazo. Los “periodistas”
critican, investigan y analizan todo. Los “comunicadores” facilitan el proceso de
entendimiento entre unos y otros, asesoran a los peces gordos, entretienen al público, lanzan sloganes,
ganan elecciones.
Y este cara/sello, este bifrontismo en el que la profesión
que nos convoca a todos los que sentimos pasión por escribir y desentrañar
misterios, que nos iguala a quienes crecimos leyendo crónicas escritas desde
una Remington o una Olivetti con quienes se dedican a hacer copy-paste de casi
todo; en suma, esta doble cara se da a ambos espectros del ejercicio moderno de
las Ciencias de la Comunicación, así, con mayúsculas, como los Cursos de
Extensión de la San Martín: Se lo espetó Philip Butters (el “comunicador”) a
Marco Sifuentes (el “periodista”) en el sonado caso de las acusaciones por
mermelería que el primero le hiciera al segundo, al aire y a gritos. Se lo
reprocha Magaly Medina (la “periodista”) a Laura Bozzo (la “comunicadora”) creyendo que así diferencia su basura localista de aquella que difunde con ventilador industrial la nefasta animadora afincada en México. Y
el resultado es siempre el mismo: “no me digas nada porque tú no eres …”
Completen el espacio en blanco con cualquiera de los dos sustantivos y la
ecuación será exactamente la misma.
Esta diferenciación tiene, por cierto, un origen conceptual basado en la idea innegable de que la comunicación humana como hecho antropológico es anterior al oficio periodístico. Naturalmente todos los seres humanos tienen la capacidad de comunicarse, esa es una verdad de Perogrullo. Pero eso no significa de ninguna manera que cualquier hijo de vecino se arrogue el título de "comunicador" sólo porque sale a decir lo que se le ocurra y hacer chacota de todo frente a una cámara o un micrófono. Si bien es cierto todo periodista es, primero que nada, un ser humano que se comunica a través de ciertas técnicas, para ser comunicador no sólo basta con saber hablar y ser, entre comillas, carismático.
Esta diferenciación tiene, por cierto, un origen conceptual basado en la idea innegable de que la comunicación humana como hecho antropológico es anterior al oficio periodístico. Naturalmente todos los seres humanos tienen la capacidad de comunicarse, esa es una verdad de Perogrullo. Pero eso no significa de ninguna manera que cualquier hijo de vecino se arrogue el título de "comunicador" sólo porque sale a decir lo que se le ocurra y hacer chacota de todo frente a una cámara o un micrófono. Si bien es cierto todo periodista es, primero que nada, un ser humano que se comunica a través de ciertas técnicas, para ser comunicador no sólo basta con saber hablar y ser, entre comillas, carismático.
Sin embargo, la realidad en la que vivimos en el Perú –y me
imagino que en otros países del mundo también, aunque no de manera tan
descarada como aquí- nos deja claro lo siguiente: cada vez son menos
periodistas y comunicadores los que merecen ser felicitados hoy.
El análisis, la profundidad, la absoluta objetividad/subjetividad para investigar y denunciar a todos por igual (cuando lo merecen), el buen decir y escribir -características de todo
periodista formado en la tradición de aquella época en la que se estableció
esta efeméride- han desaparecido casi por completo de periódicos, canales de
televisión y cabinas de radio. Hoy reinan los errores de sintaxis, de ortografía, de cultura general. La ausencia de contenido y criterio para comentar y analizar hechos que la masa siempre ve de manera unidimensional. La incapacidad para desmarcarse del poder y llamar las cosas por su nombre. Todo ese bagaje de influencia social que antaño dio forma a los medios periodísticos, que no contaban con más que sus libretas y lapiceros, máquinas de escribir, grabadoras portátiles, cámaras fotográficas con rollo a revelar y, en muchos casos, su memoria y capacidad literaria para cerrar a medianoche sus historias, darles cuerpo y hacerlas atractivas al lector, es ahora una preocupante y cada vez más pequeña minoría. Y en los medios tecnológicos vigentes (el periodismo digital, los blogs y páginas web, las redes sociales), la crisis va por el
mismo rumbo.
Y por la otra acera las cosas no andan muy bien que digamos.
El mercado de puestos de trabajo ha convertido a los pocos comunicadores con
formación profesional en meros empleados (como asesores de
marketing político, jefes de prensa de instituciones públicas, publicistas de poco escrúpulo, cortas luces y múltiples ambiciones)
al servicio del poder –político o económico o ambos-; las nuevas tendencias de las relaciones laborales han creado toda una generación de charlatanes que se dedican a mentir y crear expectativas falsas en masas de jóvenes desempleados (los famosos motivadores o consultores de coaching y manejo de la personalidad orientado a la búsqueda del empleo maravilloso que te sacará de la línea de pobreza); mientras que el permanente
e indetenible enmierdamiento de la industria del espectáculo (la vulgar y
huachafa farándula) ha hecho surgir a una avalancha agresiva, hedionda y
cenagosa de nuevos "comunicadores" que destrozan el idioma, entierran los valores
y pisotean todo lo que amenace con ser educativo, culturoso o simplemente útil
con sus sintaxis simiescas y sus aspectos de barra brava combinada con
delincuentes de toda laya, capaces de todo para que el rating no decaiga.
Los “coleguitas” en todos los medios de comunicación
convencionales se saludan entre sí y estoy seguro de que cada uno de ellos, en
sus fueros internos, reconoce con una claridad mucho mayor de la que serían
capaces de aceptar en público que este no es su día. Porque no leen. Porque
escriben mal hasta los subtítulos de tres líneas que lanzan al pie de pantalla
anunciando los próximos destapes de fin de semana. Porque hacen del condicional
–“habría”, “estaría”, “podría”, “presunto culpable”- una forma de vida y
discurso. Porque comunican sin saber pensar. Porque apañan a corruptos por
temor –o por complicidad. Porque firman facturas por servicios profesionales de
todo tipo (conducción de eventos, asesorías, talleres, media training) que después les impide hacer señalamientos, comprarse pleitos y viven, por ello,
de espaldas al sufrimiento de la gente de a pie.
El periodismo sigue existiendo por supuesto. Y todavía hay
en calles y plazas, en redacciones y oficinas, periodistas que son también
comunicadores, comunicadores que son también periodistas, capaces de mantenerse
firmes en la persecución de los valores que los inspiraron a estudiar y ejercer, desde las páginas independientes de un periódico o blog que pocos leen, desde las oficinas de imagen de instituciones con orientación hacia cuestiones sociales o solidarias, esa profesión que,
en su momento, también ejercieron Vargas Llosa y García Márquez, Fallaci y
Kapuscinsky, Wiener y Martínez Morosini. Porque en un comienzo ser periodista y
ser comunicador no eran cosas distintas.
Hubo un tiempo en que ser periodista y salir a comunicar
cosas era estar comprometido con las causas de la gente común. Hubo un tiempo
en que el público sentía que el periodista defendería sus intereses, daría
espacio a sus denuncias, no cuestionaría sus dudas y quejas nacidas del hambre
y no del cálculo político. Hubo un tiempo en que el comunicador buscaba
transmitir diversión y cultura al mismo tiempo y no entregarse al hedonismo
facilista de la vulgaridad rentable, esa que va encanallando a niños y niñas,
adolescentes que hoy sueñan con ser prostitutas/diosas (ellas) y delincuentes/forzudos
(ellos) porque eso les asegurará salir en la televisión, ganar dinero y pasar de ser nada
a firmar autógrafos de la noche a la mañana, literalmente sin saber leer ni
escribir ni entender nada de lo que pasa ni en el mundo ni en el país ni en la
esquina de su barrio ni en la puerta de su casa ni en su propia cabeza.
Porque cada vez hay menos periodistas que los ayuden a salir
de esa oscuridad y porque los llamados "líderes de opinión" operan, a veces de forma sutil y taimada, a veces de
forma abierta y descarada, para que las cosas sigan así. Eso se siente, se huele en cada programa de noticias, en cada columna que defiende al establishment hasta en las situaciones en que son más evidentes sus efectos negativos y contrarios la población, contra el medio ambiente, contra la decencia.
Y después se sorprenden de ver cómo un estudiante universitario confunde a Abimael Guzmán con Gabriel García Márquez. Basta ver cuántas veces a la semana aparecen estos personajes en los reportajes de la prensa convencional (escrita, radial, televisiva y virtual) como para saber de dónde proviene tanta ignorancia. ¿Pasaría lo mismo si les muestran una fotografía de alguna de esas bataclanas o payasos, de esos animadores o guerreros/combatientes juan que salen todos los días a todas horas en todas partes? Adivinen la respuesta.
Y después se sorprenden de ver cómo un estudiante universitario confunde a Abimael Guzmán con Gabriel García Márquez. Basta ver cuántas veces a la semana aparecen estos personajes en los reportajes de la prensa convencional (escrita, radial, televisiva y virtual) como para saber de dónde proviene tanta ignorancia. ¿Pasaría lo mismo si les muestran una fotografía de alguna de esas bataclanas o payasos, de esos animadores o guerreros/combatientes juan que salen todos los días a todas horas en todas partes? Adivinen la respuesta.
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