Hace treinta años, cuando yo tenía solo ocho, estas semanas previas a la Navidad eran mágicas. Pero no en el sentido que publicita tendenciosamente Saga Falabella, según el cual la varita hacedora de prodigios tiene forma rectangular, color verde y divide los milagros en cuotas. Me refiero a la magia que consistía en sentirse contento de la nada, simple y llanamente porque en las calles se respiraba la indescriptible atmósfera imbuida de espíritu navideño: en las horas de luz natural, canciones alegres a volúmenes moderados, gente apurada por las calles cargando una o dos bolsas con lo necesario para la cena de Nochebuena y misteriosos regalitos - pequeños paquetes coloridos - que uno terminaba asociando siempre al oro, el incienso y la mirra que tres reyes orientales llevaron austeramente (según reza la tradición), para agasajar al niño Dios. Y por las noches no importaba por donde uno caminara, siempre había luces en las ventanas. Hoy, salvo la famosa calle Loma Umbrosa en Surco y uno que otro edificio, tienda o agencia bancaria, las calles lucen sombrías con hirsutas guirlandas que cuelgan de rato en rato.
Ese espíritu navideño ha desaparecido por completo. La parafernalia comercial y la histeria colectiva que quizás en ese entonces asomaban tímidamente, hoy se han convertido en el centro mismo del significado de la Navidad. Salvo el hecho de que uno siempre procura estar junto a las personas que más quiere y estima (amigos y familiares cercanos) y que esta decisión le permita a uno tener ese cable a tierra necesario para no caer derrotado por la locura masiva que parece dominar el exterior, resulta inevitable no darse cuenta de la absoluta superficialidad con la que se vive la Navidad en esta ciudad, que supuestamente goza de modernidad y desarrollo económico. La despersonalización de la convención social de intercambiar regalos (que ahora se miden según el precio y que en algunos casos ya incluso han perdido su carácter sorpresivo y se hacen a pedido), el salvajismo del tráfico y la oferta totalmente desmesurada de cosas que hay que comprar para hacer real la Navidad ("a más plata, mejor Navidad" debería ser el slogan genérico de todos los grandes almacenes, tiendas y mercados entre noviembre y diciembre) convierten nuestra ciudad en un verdadero infierno los días previos a la celebración del cumpleaños de Jesucristo.
Todos crecemos y aprendemos ciertas cosas que nos hacen ver el todo de manera más objetiva pero sin necesidad de ser un fundamentalista religioso o ir contra lo que las investigaciones nos han aclarado acerca de diversos temas (la pertinencia de celebrar Navidad en diciembre, el origen de las costumbres navideñas, etc.), debo decir que prefiero mil veces el espíritu navideño de mi infancia al caos que la modernidad y el consumismo imponen en la actualidad.
Toda esta desquiciada correteadera y desesperación que parece definir el actual espíritu navideño puede llegar a enloquecer hasta al más animado y nostálgico duendecillo que asoma en nuestras ventanas desde los primeros días del último mes del año. Desde los atiborrados y odoríferos callejones del Mercado Central, con las carretas jaladas por esclavos modernos que realizan temerarias maniobras con cargas que desafían todas las normas de seguridad en medio de carros, madres con cochecitos y miles de personas alrededor hasta los aparentemente asépticos pero igual de peligrosos pasillos del Jockey Plaza, todas las zonas comerciales de Lima se transforman en monumentos al Dios Dinero y potenciales bombas de tiempo, candidatas a coronarse como la mayor desgracia urbana desde el incendio de hace diez años en el que más de 300 personas perecieron en medio de la reventazón ocasionada por los fuegos artificiales que hoy, también se venden como pan caliente en ciertos sectores de la ciudad.
Más allá de que a algunas personas les vaya económicamente mejor que a otras - cosas que pueden cambiar intempestivamente para cualquiera en cualquier momento - e independientemente de que las creencias religiosas que sostienen la Navidad se mantengan intactas en lo más profundo de nuestros corazones, es un hecho incuestionable que el aturdimiento y la vacuidad son constantes que antaño, por ser niños, no sentíamos. Pero no solo no sentíamos sino que no eran tan evidentes. No creo que un niño de ocho años de hoy, que ya no escribe listas de regalos para un imaginario Papá Noel sino que acompaña al padre a la vitrina de Lego Store y le dice exactamente qué caja quiere y cuánto cuesta, sea capaz de entender de qué se trata realmente esta fiesta, cuando desde tan temprano ya tiene embotados los sentidos y la sensibilidad con esta sobre estimulación que atenta, silenciosamente, contra el desarrollo humano, esa abstracción que hoy los padres exitosos tapan y disimulan con montañas de comida, montañas de juguetes y montañas de aparatos ultra tecnológicos y ultra desechables.
La Navidad es otra cosa. La Navidad es sentarse a la mesa con tu familia y/o tus amigos (que en algunos casos son lo mismo) y compartir lo mucho o poco que se tenga. La Navidad es sorprenderse con el detalle pequeño, con el regalo simbólico e inesperado, con el recuerdo grato de quien ya no está físicamente a tu lado pero te acompaña todavía. Ese es el espíritu navideño que hoy no se ve, que va penando - como buen espíritu que es - entre esos recuerdos que luchan por no perderse aplastado por las multitudes desesperadas por comprar hasta más no poder caminar, claxones endemoniados, ofertas multicolores y presiones sociales de toda clase. Feliz Navidad para todos los que aun pueden reconocerlo entre el escándalo publicitario y el tráfico cosmopolita.
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