El día siguiente del partido que Perú le ganó a Paraguay 2-0, en el Estadio Nacional, un importante diario de circulación nacional tituló su editorial "Cómo no te voy a querer" -en alusión al odioso cántico de tribuna que suelen repetir hasta la náusea por todas partes cada vez que la selección juega. Y la columna, con un tono sensiblero y oportunista, incluía frases como esta (cito de memoria): "... el fútbol nos une, el fútbol nos hermana en torno a un objetivo común..." Con el país cayéndose a pedazos, en el peor momento político de su historia republicana, comentarios como esos, más que emocionados por un triunfo deportivo, parecen motivados por un sentido del humor morboso y de muy mal gusto.
El fútbol, deporte del que todos nos enamoramos desde niños, genera emociones que van ligadas a valores como la identidad nacional, el trabajo en equipo, la disciplina, la masculinidad (perdonen los defensores del fútbol femenino pero, aun cuando ellas lo juegan muy bien, no es lo mismo). Y, como sabe cualquier persona que haya sido testigo de la transformación gradual del fútbol mundial, de ser un gran deporte con algunos aspectos de negocio a ser un gran negocio con algunos aspectos de deporte, es también caldo de cultivo para muchos tipos de manipulaciones sociales, políticas y económicas, capaces de encanallar los valores antes mencionados, convirtiéndolos en poses superficiales, instantes disforzados que no se condicen con conductas diarias.
Pero si el fútbol ha sido instrumento de coacción política prácticamente desde el inicio de su saga histórica -si no, que alguien nos recuerde las presiones de Mussolini en los mundiales de 1934 y 1938, la intervención de la dictadura de Videla en Argentina '78- nunca como ahora están también los hinchas impregnados de esa falsedad que los lleva a hacer declaraciones grandilocuentes en nombre del fútbol pero que no cumplen ni la quinta parte de toda esa sobre actuación en sus vidas reales.
En el Perú, este fenómeno tiene ya varias décadas. Nuestras sociedades escindidas y auto discriminatorias viven desapegadas de cualquier obligación moral con el país. Para mantener privilegios, colectivos sociales que se asumen a sí mismos como superiores a los demás, son capaces de respaldar opciones políticas más relacionadas con el crimen organizado, solo porque son percibidas como de sus mismos círculos -o porque, de hecho, están unidos por vínculos laborales, amicales o familiares. Y, en ese sentido, serían capaces de entregar a su país a una banda de ladrones en lugar de defenderlo. Si se construye un edificio de veinte pisos en una calle donde la licencia solo permite seis, y alguien los convoca a una marcha de protesta para defender los derechos de los vecinos afectados, un 90% de ellos ignorará la convocatoria y preferirá seguir con los preparativos para su parrillada sabatina o dominguera. Pero, el día que Cueva o Yotún hacen gol, se jalan el polo blanquirrojo y cantan, chorreando cerveza por las comisuras de los labios: "¡... te darée la viiiiida y cuando yo mueraa me uniré en la tieeerra contigo,. Perú...!"
¿Cómo llegamos a consentir tanta y tan nociva hipocresía? ¿Cómo es que un mismo colectivo social puede dar la espalda a su prójimo a diario y después emocionarse "hasta las lágrimas" por la letra de un vals, un hermoso vals por cierto, que habla de amor a la patria? No se trata de decir, de forma simplista como el editorial de La República, que nos unimos por el fútbol en torno a un objetivo común -llegar al Mundial de Catar es, al final de cuentas, un hecho intrascendente en términos de desarrollo sostenible, vida en armonía, seguridad ciudadana o índices de corrupción- sino de ver las cosas en su real dimensión y entender que, más bien, se trata de puro y duro escapismo, transversal a los sectores socioeconómicos y al mismo tiempo, sumamente individualista.
Los que más tienen escapan, con el fútbol y sus fingidas euforias -fingen los comentaristas que prefieren gritar como hinchas comunes y corrientes en lugar de orientar la opinión de las masas que los escuchan, fingen los espectadores que ven, en cada partido, una oportunidad de ostentar y presumir sus capacidades para pagar una o varias entradas -si es en palco Pullman, mejor-, sus cercanías con personajes de la farándula, la política o el empresariado- mientras que los que tienen poco o mucho menos, escapan de sus problemas laborales, se gastan hasta lo que no tienen para comprarse el Smart TV o la casaquilla Umbro con el apellido de moda -Lapadula, Cueva, Carrillo- mientras bautizan a sus hijos André, Gianluca o Christian, para estar en la onda.
Me emociona, como futbolero clásico, que la selección peruana de fútbol -para otro día dejaré la división que hago, arbitraria y chacotera, entre el fútbol verdadero y su versión nacional, el "julbo"- esté a un partido de lograr su segunda clasificación consecutiva a un Mundial. Bien por Ricardo Gareca que, como jugador y como entrenador, merece toda mi admiración por su coraje, personalidad y seriedad al momento de dirigir y armar un colectivo de jugadores nuevo, rompiendo argollas que parecían de adamantium, la extraña sustancia que hace irrompibles las garras de Wolverine. Pero esa emoción se empaña cuando veo la superficialidad del cántico de "la mejor hinchada del mundo", porque esos rostros no me muestran a una sociedad unida o solidaria. Lo que me muestran es una serie de grupúsculos más preocupados en demostrar sus diversos niveles de superioridad y su descarado reduccionismo porque, a estas alturas, ya es imposible que alguien los ponga realmente en su sitio.
Estoy convencido de que una enorme mayoría de estos hombres barbudos y "blancones", con pinta de jamás haber pateado un balón, polo de la selección y gorros de arlequín; y estas mujeres que, bien a la casaquilla, al laceado brasileño y la bandera peruana pintada en las mejillas, chillan hasta cuando la pelota sale al lateral; no darían la vida ni siquiera por la junta de propietarios de sus edificios con vista al mar, por lo que sus llantos al entonar Contigo Perú en cada partido a estadio lleno no se me hace creíble en absoluto. Y lo mismo funciona para la gran mayoría de hombres y mujeres que, menos favorecidos económicamente pero más identificados tanto con la extracción social y étnica de nuestros principales jugadores como con las posibilidades de que sus propios hijos logren, como Edison "Oreja" Flores o Renato Tapia, escapar de la postración socioeconómica y el permanente ninguneo por ser "oscuros" dedicándose al fútbol y terminen codeándose con la crema y nata de una sociedad clasista y racista que, en otras condiciones, solo los cholearían o negrearían a su antojo impunemente y emigrar a países que, trabajando de sol a sol en un supermercado solo serían capaces de conocer por internet.
Ni siquiera los jugadores logran transmitir esa sinceridad a la hora del festejo. El día que le ganamos a Paraguay -una pelota de Lapadula que entró con las justas después de chocar con el palo izquierdo, tras un genial pase de Cueva; y una sorprendente decisión de Yotún de lanzarse en tijera para latiguear un balón que le fue dirigido, otra vez, por Cueva y otra de sus maravillosas apariciones cuando está de buenas- sonaba Contigo Perú y las tribunas retumbaban, con esa dosis de disfuerzo que describo. Pero abajo, en la cancha, los jugadores peruanos saltaban como argentinos y, salvo uno que otro, la mayoría se abrazaba, se quitaba las camisetas y chacoteaban entre sí, desconectados de la sensibilidad patriotera del tema compuesto por Augusto Polo Campos.
Solo Gianluca Lapadula, de padre italiano y madre peruana, que hasta hace poco tiempo ni siquiera hablaba bien el español y que ni siquiera ha nacido en el Perú, cantaba y lloraba el vals mientras el DJ, le bajaba el volumen a ciertas frases para que solo se escuche la voz del público. Como en las horas locas en que el DJ baja el volumen para que se escuchen las frases malcriadas o los coros de las canciones de comparsa en esta costumbre superficial y odiosa de fiestas familiares y eventos institucionales.
Nada puede hacerse, a estas alturas del partido, para corregir esta situación. Cada vez que juegue la selección peruana de fútbol, gane, pierda o empate, veremos una y otra vez estas imágenes de masas enloquecidas cantando una letra que solo sienten en el corazón cuando se trata de cuestiones sociales, de entretenimiento, gastronomía o turismo, pero que jamás pondrían por delante al Perú si, al hacerlo, se pusieran en riesgo sus comodidades y privilegios. Eso no es querer al país. Es servirse de él.