Cuando lo vi, al otro extremo de la mesa, tratando de
ponerse el polo azul que le acababan de entregar mientras otras manos le
encasquetaban la visera, también azul, casi como los reporteros que van
introduciéndole el audífono en el oído al entrevistado en los enlaces
microondas, apenas si lo pude reconocer. “¿Quién es ese viejito”? me pregunté
antes de caer en la cuenta. De inmediato los mecanismos de mi memoria se
pusieron en acción. “¿Quién es?"
Antes de que mi buscador interno lanzara el resultado, uno
de los muchachos, el más vocinglero y jodido, el de la chispa siempre encendida
y el comentario mordaz lanzado en el tono preciso de voz e intención –sí, los
de la promoción ya saben a quién me refiero, desde luego- pega un grito y
conmina al señor no identificado a apurarse. Y aunque el apellido era
absolutamente conocido para mí, como para todos los demás esa tarde, aun no
terminaba de relacionarlo con la imagen del gastado personaje que parecía
atacado por una banda de bolsiqueadores, solo que en medio de risas y palabras
emocionadas de reconocimiento y alegría por este nuevo reencuentro.
Pero minutos más tarde, luego de escucharlo hablar, todas
las dudas quedaron disipadas. ¡Era Chacón! El auxiliar y profesor de
instrucción premilitar (o lo que se le pareciera en esa época) quien, ya
ataviado de azul y con la insignia BH por todas partes, discurseaba y arengaba y
se acordaba de sus viejas glorias, rodeado por todos nosotros quienes, con
respeto y quizás un rezago del temor que nos infundía cuando fuimos niños, lo
observábamos desde el nuevo plano de relación que ahora tenemos.
Sin embargo mi cerebro recién reaccionó cuando escuché su
voz, ese grito apagado con el que nos ordenaba hacer ejercicios al estilo
militar, mientras caminaba mirándonos con cara de pocos amigos, el gesto
adusto, la espalda ligeramente encorvada y los ojos encendidos: “¡Para planchas…
uno, dos!”. Y todos nosotros, palomillas de ventana (y tapia) respondíamos en
coro agudo, como blancas palomitas: “¡Tres, cuatro!” Hace 30 calendarios él tenía la
edad que muchos de nosotros estamos por alcanzar. Ojalá llegue yo a
los 75 años con esa energía y ese orgullo que él siente hoy por haber sido
parte importante de nuestras (de)formaciones.
Chacón no tenía nombre, era solo eso, "Chacón". Una entidad,
parte del mobiliario del colegio. Una leyenda. Temido y respetado por todos,
odiado por algunos que, una vez llegados a 4to. o 5to. año, lo buscaron para cobrarse
venganza por sus castigos. Chacón era duro, un “cachaco” como él mismo dice, y
tenía ese concepto peruanísimo de disciplina que es férreo e inflexible, pero
que también sabe ser sinuoso y maleable según sus conveniencias, como queda claro
al escuchar esas anécdotas que cuenta, sus correrías en campamentos,
excursiones y actividades, su necesidad de reafirmarse como el único
responsable por nuestra seguridad y por convertirnos en hombres, unas veces a
gritos y otras, a punta de palos y manguerazos que repartía con un extraño
sentido de la dosificación y el propósito positivo que los justificaba (“¡esto
es para que aprendan, carajo!”).
Las palabras y recuerdos de (don Víctor) Chacón, teñidos por ciertos
matices de autocomplacencia, son testimonio de los rudimentos de la educación
que recibimos en el Bartolomé Herrera, Gran Unidad Escolar que acaba de cumplir
setenta años de vida institucional, y que todos celebramos el pasado sábado 26
de agosto, en la ya tradicional reunión y almuerzo de camaradería.
La memoria es una de las facultades más sofisticadas del
cerebro humano, que reacciona a veces por estímulos minúsculos: un olor, el
color del cielo a determinadas horas de la mañana, una imagen en la televisión,
tienen la capacidad de activar una explosión de recuerdos, sensaciones y
sentimientos que pueden cambiar drásticamente nuestro estado de ánimo. Y si esa
explosión es positiva, alegre, el efecto no puede ser mejor. Por eso se
disfrutan tanto esta clase de reencuentros con los compañeros de promoción que,
como todos repetimos hasta el cansancio, volvemos a ser niños durante unas
horas. Cada quien a su modo se desconecta de su momento presente e ingresa a
una dimensión distinta, sin abandonar el mundo real. Es mejor que las redes
sociales y sus fríos íconos de colores, sus emoticones y posibilidades de
interactuar con links, videos, gifs y reacciones. Aquí escuchas voces, intercambias
miradas, estrechas manos, brindas.
En nuestras épocas escolares hubo muchas huelgas indefinidas
de maestros. Y nuestros profesores, como buenos sindicalistas, se iban a
protestar dejando en los planteles silencio, aulas vacías y un grupo de
maestros contratados o “amarillos” que no acataban el paro e iban a dar clase. En
tiempos de estos paros nacionales, estar en el colegio era, para los alumnos,
un recreo permanente que, después de horas jugando fútbol en el estadio y los
patios, se transformaba en secuestro, hasta la una de la tarde. Quiero suponer
que las personas mayores que nos cerraban las puertas, a pesar de que no había
nada que hacer dentro del colegio, lo hacían para garantizar nuestra seguridad.
Y los auxiliares, con Chacón a la cabeza, hacían hasta lo imposible para que no
nos escapáramos. No creo necesario añadir que casi nunca tenían éxito.
En estos días, todo el Perú habla de los maestros y esta
paralización que se muestra contaminada, más que nunca antes en la historia de
sus agrupaciones sindicales, por un divisionismo profundo y esta nueva forma
peruana de hacer política, caracterizada por la agresividad y el reduccionismo
simplón, y esa arrogancia de un gobierno que parece sacado del Club de la Unión
y el Regatas, cada vez más alejado de las preocupaciones y necesidades de la
población. Para mí, que estudié en colegio público y viví múltiples huelgas
siendo alumno de secundaria, resulta una confirmación más de que, más allá de
lo que digan los analistas afines al poder desde sus tribunas doradas, el país
no ha avanzado nada y, por el contrario, a juzgar por las condiciones en que
hoy se da esta movilización y las reacciones absurdas del gobierno, retrocede
hacia un abismo oscuro y sin fondo.
Pero en el patio principal del Bartolo es evidente que no
hay espacio para esta coyuntura lamentable, resultado de décadas de abandono a
la educación pública. Promociones de distintos años se toman fotos, alzan
copas, hacen bromas. Y la nuestra no se queda atrás y, es más, me atrevería a
decir que en el ranking de las más alegres y bulliciosas, la de 1990 se lleva
las palmas de lejos. Como cada vez que nos juntamos, la pasamos muy bien
reactivando esa sensación de libertad y esa conexión que trasciende cuestiones
como la profesión, los logros académicos o económicos, las opiniones y
experiencias personales.
Como me dijo nuestro Brigadier, hoy Comandante del
Ejército Peruano -¿alguien sabe si llegó bien a su casa?-, antes de quedarse
dormido, y no precisamente de sueño: “A mí lo que más me gusta, Promo, es que,
a pesar de que no nos dio la mejor educación del mundo, ahora vengo y veo que
todos somos profesionales y estamos bien”. Palabras sabias, sin duda, con las
cuales coincido plenamente. Pero lo que sí nos dio el Bartolo, a borbotones,
fue esencia, orgullo. Y un grupo de muy buenos amigos.
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