La experiencia de la Navidad cuando uno ya ha pasado los treintas es diversa, posee aristas que van desde las históricas (que incluyen largas reflexiones acerca de los verdaderos significados, fechas y correlaciones con otros credos, tradiciones ancestrales y festividades aparentemente ajenas a nuestra cultura judeo cristiana) hasta antropológicas, sobre todo en un país como el nuestro que ofrece tantas opciones y mescolanzas que pueden llegar a convertir la última semana de diciembre en un crisol de manifestaciones sociales y simbólicas que podrían dejar estupefacto hasta al más sesudo analista del comportamiento humano.
Desde luego, prefiero apegarme al aspecto emocional y espiritual de estos días festivos con el noble propósito de priorizar aspectos universales como la unión familiar, la buena voluntad hacia el prójimo, la inyección de ánimo positivo que toda la parafernalia relacionada a la Nochebuena me brinda y la capacidad de sentir y pensar que por lo menos en estos días, nada es tan malo como para borrarme la sonrisa del rostro cada vez que pronuncio el mantra navideño a cuantas personas me cruzo por la calle, desde el taxista que me lleva de un lado a otro de la ciudad hasta el cuarteto de malvivientes que haciendo caso omiso a cualquier noción de "espíritu navideño" decidió asaltar al buen samaritano que, inocentemente, esperaba en medio de una peligrosa callejuela populosa de Lima para entregar un pequeño pero significativo regalo a un buen amigo, ya anciano, que suele pasar las navidades a solas con su también anciana esposa.
Por eso, inserto en el ojo de la tormenta publicitaria que ha convencido al ciudadano común y corriente que no hay Navidad sin regalos, sin usar compulsivamente la(s) tarjeta(s) de crédito y que es más importante hablar de cuentas y números que de amistad y buen trato a los demás, me atrevo a decir que, aunque no soy bueno para poner la otra mejilla (como lo haría cualquier buen cristiano) las fiestas navideñas aun ejercen en mi esa ilusión y alegría casi infantiles, capaces de hacer a un lado cualquier tipo de desavenencia con tal de pasar un buen momento junto a las personas que más estimo, quiero y amo (ustedes saben quiénes son).
Lo que trato de decir es que prefiero entregarme plácido a la multiplicidad de símbolos entre paganos y extranjeros que dominan nuestra manera de celebrar la Navidad (la cena a la medianoche, el chocolate caliente, el árbol con copos de nieve alrededor, el pavo de acción de gracias, el Papá Noel abrigadísimo y ventrudo que cruza los aires de otras latitudes en un trineo jalado por renos, etc.) e inclusive, darme íntegro a la locura colectiva del comprar y cargar bolsas, envolver regalos, correr de un lado para el otro, lidiar con el tráfico, etc. a estudiar analíticamente el por qué aceptamos a pie juntillas desde hace 16 siglos que el 25 de diciembre es la fecha de nacimiento de Jesús cuando coincidentemente es la fecha de nacimiento de Buda, de Krishna, de Horus, de festividades druidas, celtas, persas y otros pueblos de la antigüedad. Puedo ocupar mi tiempo en esas realidades con toda libertad y amplitud entre enero y noviembre. En diciembre, soy feliz viviendo mi Christmas for Dummies, 100% convencido de que es más saludable y espiritual que cualquier otra cosa que pudiera ocurrírseme hacer.
Y esto, aunque no lo crean, tiene un trasfondo. Porque no se trata del escapismo que ofrece la idea de la Navidad como festividad contemporánea (sinónimo de feriados largos, booms comerciales y pretexto para reunirse con todo el mundo y efectuar impenitentes y privadas farras fiscales y alimenticias), es decir aquellas situaciones que realmente configuran la Christmas for Dummies, sino que a título personal, constituye la mejor oportunidad de hacer algo por alguien, de vivir la Navidad como fecha representativa y perfecta para ejercer la tolerancia, la solidaridad y de sentir que, aun aceptando todas esas prácticas cuestionables en las que todo el mundo cae sin poder evitarlo, uno puede vivir y experimentar la Navidad de manera más profunda, más cercana a lo que cada uno de los líderes espirituales que nacieron el 25 de diciembre a lo largo de la historia (salvando distancias desde luego) propusieron con sus vidas ejemplares.
Porque la Navidad, más allá de la superficialidad descrita, permite que uno se conecte con ese lado humano que los publicistas y los grandes almacenes solo utilizan como insumo para sus campañas de compre-ahora-y-pague-en-tres-meses, y esa es una postura que no percibo mucho en las enormes masas que en mayor o menor medida, viven su Christmas for Dummies desde la más absoluta abstracción de lo que es el mundo real.
Porque no basta con que una institución estatal organice chocolatadas con los excedentes de lo que robaron durante todo el año y encima lo hagan tan mal que terminen en tragedia porque a un funcionario se le ocurre la genial idea de lanzar los juguetes al aire, provocando aplastamiento de niños. Y tampoco basta que empresas que se dedican a ser socialmente irresponsables de enero a noviembre traten de purgar sus culpas en diciembre con actividades, regalitos o canastas. Sin aspectos como la solidaridad y la tolerancia (que incluye temas como la no discriminación, la horizontalidad, la meritocracia y la economía con rostro humano de Kliksberg o Porter) hasta la más enorme canasta navideña se convierte en un globo lleno de humo.
Feliz Navidad para todas las personas de buena voluntad que, más allá de creencias y opiniones que estas fechas puedan generar, se dan un tiempo para vivir y experimentar la celebración religiosa más practicada del mundo dando un poco de sí al prójimo, sin esperar nada a cambio.
Hasta la próxima...
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