En cada reunión
de camaradería por el aniversario del colegio, solía separarme por unos minutos
de la mesa de mi promoción y su revitalizador bullicio para cumplir con un ritual
personal: recorrer los pasillos, salones y escaleras del Bartolo, buscando con
mis ojos adultos a aquellos niños que fuimos, en las inmediaciones de los
patios en esos recreos donde se jugaban tres partidos de fulbito en simultáneo
en cada cancha, o en lo que fue el gimnasio de paredes rojas, al
fondo en la esquina del estadio que da hacia la avenida La Marina con Castilla,
por donde escapábamos en épocas de huelga. Este año no pude hacerlo.
¿Por qué? Porque
una reciente disposición burócrata de la UGEL 3 -y creo que de todas las UGEL- prohíbe
el uso de locales escolares para reuniones de este tipo, al parecer porque en
años previos, debido a los inevitables excesos que acompañan a la algarabía que
se reproduce en cada mesa de viejos amigos, algunas instalaciones han sufrido
daño o mal uso. Por lo menos eso fue lo que, palabras más palabras menos, me comentó
uno de los encargados de la organización del aniversario de este año. Cuando se
informó que, este 2025, la celebración no sería en el mismo colegio, muchos
decidieron no asistir. No fue mi caso.
Asistí, con
la misma expectativa de siempre, a verme con el núcleo más o menos duro de concurrentes
cada año, aunque siempre hay espacio para las sorpresas y las novedades. De los
casi veinte compañeros que estuvieron el pasado 23 de agosto, con tres de ellos
no nos veíamos las caras desde el año que egresamos de 5to. de Secundaria. Y
pasa siempre de la misma manera, nos medimos a la distancia para, después de
unos minutos -y de unos tragos- soltar la lengua y hacernos las preguntas y
frases de rigor: “¿qué es de tu vida? ¡estás igualito! ¿qué dice la chamba?”
Dicen que,
para algunas cosas, en la repetición está el gusto. Esa antigua frase hecha
aplica aquí en toda la extensión de su significado. La buena vibra, como cada
ocasión, es la protagonista. Y la chacota, por supuesto. Acá nadie se salva. Llueven,
en medio de las carcajadas, esa antiquísima manifestación humana de la alegría,
y los modernísimos selfies, apodos clásicos o creaciones repentinas, del
momento, y las amables llamadas a la acción –“¡chupa, mierda!”-. las
coordinaciones para pichangas y almuerzos futuros, las carajeadas que expresan,
en su fingida agresividad, ese tremendo cariño, esa estima que nos prodigamos
virilmente, aunque a veces parezca, siempre en son de broma, que las puertas
del closet pugnan por abrirse de par en par.
Alrededor,
las otras mesas tuvieron también lo suyo. Desde la venerable Promoción 1956,
con exalumnos cuyas edades deben andar por los 85 años -uno de ellos en
envidiable condición para su edad, bien a la tela, derechito y con voz firme,
cantando el himno- hasta un par de la Promoción 1981 que, por alguno de esos
conflictos irresueltos de la adolescencia terminaron agarrándose a trompadas casi
al final de la velada, el salón escogido -en el Círculo de Oficiales de la
Guardia Republicana en San Isidro- reinó el orgullo herreriano y, aunque la
atmósfera no haya sido la misma que la del patio abierto en el que pasamos
juntos nuestros días entre 1986 y 1990, este
reencuentro fue diferente pero por otra cosa.
Cuando
comenzamos a intercambiar mensajes en el grupo de WhatsApp, coordinando cómo
sería este año, nadie parecía percatarse de un detallle. Este 2025 cumplimos
tres décadas y media -¡¡¡35 años!!!- fuera de las aulas. La primera vez que
asistí al magno evento anual para celebrar la fundación del Bartolo estábamos
cerca del cuarto de siglo y ya me parecía una barbaridad. Y ahora, con algunos
de nosotros estrenándose como abuelos, la certeza de que ya sobrepasamos la
mitad de nuestra esperanza de vida -difícilmente seremos capaces de llegar a
los 100 años- me sorprende, me interpela… y me preocupa.
Hemos llegado
a una edad -entre 50 y 52 años- en que, para bien y/o para mal, aspiramos a la
estabilidad en todo orden de cosas. Vivir en un solo sitio -de preferencia alejado del ruido, la neurosis y las personas que escuchan sus celulares sin audífonos en lugares públicos-, tener una relación
sólida y respetuosa, un trabajo que dé para mantener un estilo de vida digno,
sin lujos pero sin privaciones. Salvo excepciones -ustedes saben quiénes son-
ya pasó la era de los desenfrenos, seguimos dietas o tratamos de hacerlo,
lidiamos con hijos e hijas que viven a salto de mata entre el reggaetón, el bullying, la
presión social por ver quién tiene el mejor teléfono, la inseguridad ciudadana,
la corrupción sin castigo, los engaños escapistas de las redes sociales y la inteligencia artificial, la falta de trabajo. Los excesos, antes de cada fin de semana, son ahora
ocasionales y algunas dolencias -la rodilla, el codo, la espalda- nuestro pan
de cada día.
Sin
embargo, esa cuestión de calendarios es solo eso, un frío cálculo numérico que
no muestra (todavía) repercusiones físicas evidentes. Como uno dijo por ahí,
cuando ya la mitad de las botellas estaban casi vacías, aun estamos y nos vemos
bien. Con algo de sobrepeso en unos casos, con poco o casi nada de pelo sobre
las cabezas, en otros. Tampoco faltan los asuntos familiares y/o laborales que
por ahí asoman en la conversación, aunque nunca en su dimensión completa pues
se trata de divertirnos y no de andar de mal humor.
En la
entrañable y legendaria publicación Selecciones de la Readers Digest -que
leímos muchos de nosotros con emoción en los años ochenta- había una sección
llamada “La risa: Remedio infalible”, una página en la que uno encontraba
textos humorísticos, a veces acompañados de divertidas viñetas, escritos de
manera inteligente, juegos de palabras y diálogos graciosos desprovistos de mal
gusto y simplonerías. La idea era activar ese efecto positivo que tiene la risa
en el organismo humano, activando toda clase de beneficios neurológicos y
somáticos.
En ese
sentido, cada año que nos vemos para celebrar al colegio en el que, como dije hace
once años en
este artículo, aprendimos a sobrevivir y formar nuestra personalidad casi
de forma orgánica, construyendo sin saberlo las bases de lo que nos permite soportar
el actual descalabro político, económico, social, tecnológico y cultural del mundo moderno
-un descalabro que, como todo en el Perú, es mucho peor que en cualquier otro
lugar, por lo menos del hemisferio occidental en el que nos tocó nacer-, las risotadas
inyectan una saludable sobredosis de endorfinas a nuestras conexiones
cerebrales, en cantidades que no logran competir con la cantidad de alcohol que,
al mismo tiempo, ingresó a nuestros torrentes sanguíneos esa tarde.
“El tiempo
pasa, nos vamos poniendo viejos” dice una fantástica canción del cubano Pablo
Milanés, una reflexión que no puedo evitar cuando observo que, en un abrir y
cerrar de ojos, ya tenemos edad para ser mayores que muchos de los docentes que
nos educaron en los salones del Bartolo. Y también me da gusto que estamos en
una edad en la que podemos y sabemos disfrutar las buenas cosas de la vida: un
buen vino, un ron fino, unas canciones de C. C. Revival, Soda Stereo y Dire
Straits tocadas con fibra y actitud por una banda femenina -tres alumnas del Miguel
Grau de Magdalena- dirigida por un exalumno herreriano.
Pero,
cuando uno de nosotros saltó al escenario y cantó Volcán, esa extraordinaria
composición de Rafael Pérez Botija que José José inmortalizó en 1978, ganándose
los aplausos de todos nosotros por su talento pero, sobre todo, por su arrojo
para demostrarlo ante un público tan exigente que puede llegar a ser demoledor,
me rodeó de nuevo esa sensación frente al paso inexorable de los años. La parte
del coro que entonó con más pasión –“yo que fui tormenta, yo que fui tornado…”- me
trajo a la mente esa famosa frase del imprescindible Antonio Gramsci que muchos
vienen actualizando en estos tiempos inciertos: “El viejo mundo se muere. El
nuevo tarda en aparecer”.
El mundo en
el que crecimos quizás ya no exista pero aun tenemos lo necesario para vivir en
el nuevo, degradado y en permanente proceso de descomposición, con una sonrisa
en el rostro y una cerveza en la mano.