miércoles, 29 de abril de 2020

RECORDANDO A MI PAPÁ (1931-2016)


"Uy... Ya me jodí..." dijo mi papá, con esa voz clara que siempre tuvo, cuando apareció una de las primeras señales de la enfermedad que finalmente lo apartó de nuestro lado, hace cuatro años ya. Había cruzado la barrera de los ochenta caminando bien, hablando fuerte, pensando y recordando con lucidez. Pero esa mañana no pudo sostener un tenedor. Estaba en su cama, en casa, después de unos malestares por los que tuvo que ingresar unos días al hospital. A nosotros no nos parecía gran cosa pero él la tuvo clara desde el principio.

Su salud venía dando algunos tumbos desde que cumplió setenta, como él mismo decía. Y no le extrañaba en absoluto. Siempre había estado consciente de que tenía ya una edad avanzada. Presión alta, arritmias, laberintitis, la cervical, cinco pastillas al despertar y cinco al acostarse. Ese año, el 2001, comenzó a ir más seguido al Seguro, para chequeos, recojo de medicamentos, análisis. Mi mamá, siempre a su lado, lo acompañaba y lo llevaba del brazo para ayudarlo con los mareos. Ella era catorce años menor que él. Era lo normal.

Sin embargo, la vida no sabe de normalidades. La muerte de mi mamá, en el 2010, fue como una enorme anomalía temporal, una incongruencia. Nadie en la casa -mis hermanos, mi esposa, yo- lo entendía en su totalidad, ni siquiera ahora que ha pasado ya tanto tiempo y que, reflexionando y escarbando detalles, queden claras algunas situaciones. La misma preocupación que sentíamos por la fragilidad de la salud de papá nos distrajo de la de mamá. Lo normal, la noción de que no era posible que ella enfermara antes que él, nos jugó en contra aquella vez.

Uno o dos años después de que mamá se fuera, le instalaron un marcapasos a mi papá para controlar la arritmia que tanto le aquejaba. Las gestiones para la importación el aparato, el turno para la operación, todo se hizo en orden y no sin demoras. Los doctores le venían recomendando eso al viejo desde hacía mucho tiempo. Pero él no quería. Le tenía miedo a las operaciones. Los años siguientes al implante cardíaco los pasó mucho más tranquilo. La pena por su nueva soledad la procesaba viendo fútbol todo el día, escuchando música, haciendo bromas. Cuando lo llamaba desde el trabajo me decía que "hablaba hasta con los muebles, carajo... "

Era muy bromista, mi papá. Criollo de la guardia vieja, tenía esa chispa de barrio, esa picardía quimbosa de zambo sacalagua que pasó su adolescencia entre las zonas más picantes del corazón de La Victoria (donde había nacido), enamorando a las pitucas de Santa Beatriz, jironeando en el Centro de Lima, bailando mambo en los carnavales de Barranco, a los que llegaba con su patota en tranvía, en los gloriosos años cuarenta y cincuenta.

Cuando yo nací, en 1974, mi papá tenía 43 años. Fui su tercer hijo, su fallido intento por conseguir "a la mujercita" tras los dos hijos seguidos que había tenido seis años antes. Y cuando salí de la Secundaria, en el '90, estaba a punto de cumplir 60. Siempre vi a mi papá como un hombre muy mayor, a diferencia de mis hermanos que lo vieron treintón y cuarentón. Mayor y experimentado, canchero y algo cínico. Orgulloso de sus orígenes humildes, de su colegio fiscal -"que los malditos apristas desalojaron para armar la Casa del Pueblo" me completaría él-, de ser victoriano y limeño. "¡Yo soy el último limeño, carajo, Lima está llena de serranos!" decía. Esas frases y muchas otras que llegaban cargadas de un racismo reprochable y socialmente incorrecto, las pronunciaba con una inflexión de voz especial, graciosa, como de chiste, cortando la última sílaba y apretando los dientes, que nos hacía reír. Y que yo mismo reproduzco en mi hablar cotidiano, como lo hacen también mis dos hermanos mayores.

Era un gran admirador de la cultura popular norteamericana -decía que era "yankinista". Los western de John Wayne (las "coboyadas", extraña castellanizacion de las películas de vaqueros o "cowboys") y el jazz de Glenn Miller o Tommy Dorsey. Las comedias afroamericanas de la televisión como los Jefferson o el show de Bill Cosby. Y, por supuesto, las divas del cine de oro como Doris Day, Yvonne de Carlo o Elizabeth Taylor. Cuba y México también tuvieron gran influencia en sus gustos. Tres Patines y Cantinflas. La Tongolele y María Antonieta Pons. Pedro Infante y Pérez Prado. 

Amaba la música mi papá. Siempre nos hablaba de su colección de vinilos en la que no podían faltar Frank Sinatra (su "role model" si de cantantes se trata), Lucho Gatica y Mario Lanza. Esa colección -que yo nunca vi- la vendió su alocado hermano Eduardo a sus espaldas. Solo Dios y el Señor de los Milagros saben en qué usó el dinero aquella vez. Todas las mañanas de los fines de semana escuchaba, en los ochenta, a Juan Ramírez Lazo presentando boleros de Los Panchos, rancheras de Javier Solís, guarachas de Rolando La Serie y La Sonora Matancera con todos sus cantantes. De adolescente lo logré convencer de que Freddie Mercury era un gran cantante y que Silvio Rodríguez era un genio. No le gustaba el rock y sabía quiénes eran los Bee Gees solo porque su pequeño tercer hijo (yo) repetía, desde la cuna, los nombres de sus tres integrantes, antes de siquiera haber aprendido a hablar correctamente. Y era fanático de Alfredo Kraus, Plácido Domingo y Lucíano Pavarotti. 

Pero si un género le gustaba a mi papá era, por supuesto, la música criolla. Destacó entre sus ocho hermanos hombres como cantante. De joven, en los almuerzos con sus amigos del Interbank (que entonces también era conocido como Banco Internacional del Perú), en donde trabajó 40 años, le pedían valses antiguos y boleros como Júrame y le pagaban las cervezas en el Ton Kin Sen, legendario chifa de Capón, en el Centro de Lima que él conoció, distinguido y jaranero, limpio y colonial. Cantaba bonito mi papá. En las jaranas familiares de la casa de la abuela, en la Av. José Gálvez, brillaba su voz de tenor, siempre con la mano derecha en alto, saludando al horizonte, como en esas clásicas fotos de Augusto Polo Campos, cantando joyas de la Guardia Vieja: Comarca, Amor iluso, Ocarinas, Ídolo, Pasión de hinojos, Anita, Guardián, y tantas otras. Nada de Mal paso, Mi propiedad privada... "¡Nada de mariconadas!", sentenciaba.

Sí pues. Mi papá era reilón, palomilla, buen cantor y chupacaña (el guitarrista era Humberto, otro de sus hermanos). Y tenía todos los defectos del limeño de su tiempo: decía que odiaba a los serranos aunque varios de sus mejores amigos eran de la sierra (su "odio" no era, después de todo, destructivo sino estructural, aprendido de sus padres y abuelos), y era bastante machista. Había nacido en el '31 pues. Le costó mucho adaptarse al mundo moderno de Internet, mujeres votantes y un país inclusivo, de todas las sangres. También tenía una ética muy particular en temas personales: todo lo resolvía con aire relajado, sin estresarse (incluso en épocas de duras estrecheces económicas, sus procesiones fueron siempre por dentro), jamás se metía en la vida y/o problemas ajenos, le encantaba el raje (a quién no, a ver confiesen...) y sentarse a resolver los problemas del país y del mundo, de la religión y la política, desde su sillón. "¡A los que sabemos no nos llaman!" En eso tiene mucha razón. Hasta ahora.

Los seis años que pasaron entre 2010 y 2016 transcurrieron para él de una forma distinta a lo que había sido su vida entera. Sin su compañera de siempre, se acostumbró a pasar más tiempo con nosotros -sus hijos y su nuera- en casa, con todos los cuidados que fuimos capaces de darle. Asistió a mi matrimonio y nos dio más de una sonrisa con sus ocurrencias, ya convertido en un adorable abuelito -sin nietos- querendón y dicharachero. Los fines de semana nos juntábamos para almorzar y escuchar canciones en el YouTube, un juego que disfrutaba mucho. Se fue en junio del 2016, dos meses después de haber cumplido 85 años. Hoy, 29 de abril del 2020, habría llegado a los 89.

Gracias a Dios ni él ni mi mamá tuvieron que ver la situación en la que estamos actualmente. Pudimos despedirnos de ambos como corresponde, en familia y sin restricciones. Su franca y pícara sonrisa viven siempre en mi recuerdo y afloran, de vez en cuando, cuando me miro al espejo.

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