lunes, 15 de octubre de 2018

RECORDANDO A ALFREDO "TU MÁSTER" SAAVEDRA



Hace pocos días me enteré del temprano fallecimiento de un buen amigo y excompañero de universidad, a causa de una lamentable dolencia, un cáncer cerebral, noticia tras la cual tres cosas vinieron a mi mente.

La primera fue una profunda sensación de tristeza por los buenos recuerdos que guardo de esta persona a la que había dejado de ver hace tanto tiempo y que tenía, años más, años menos, mi edad.

La segunda, esa recurrente rebeldía ante la muerte que no respeta nada y que insiste en mostrar su ausencia absoluta de criterios de selección al momento de decidir a quiénes se lleva anticipadamente de este mundo: "¿Por qué no se muere Alan García, carajo?" escribí, de manera irreflexiva y visceral, en el grupo de WhatsApp en el que nos informaban de esta triste noticia, exteriorizando una bronca sin solución.

La tercera fue escribir algo sobre Alfredo, el compañero de clases caído, la nueva y pasajera tendencia en el Facebook de exalumnos de Ciencias de la Comunicación de la San Martín.

Escribir algo que vaya un poco más allá del impersonal y frío emoji amarillo con lagrimita de dibujo inanimado, la coartada perfecta para aquellos que prefieren no involucrarse tanto, para quienes no saben, no quieren o incluso no tienen nada qué decir pero aún así no desean quedar fuera de la condolencia y velorio virtual, del homogéneo, predecible y lejano like que, gracias al algoritmo feisbukero te permite hacerte presente en redes sociales sin dejar de hacer tus cosas de todos los días.

Escribir algo que sea real y que perdure. Que no quede en una simplona reacción, como las reacciones simplonas que genera un meme político, un chiste escapista, un video de gatos del YouTube. Algo que se diferencie de la fórmula moderna que hoy domina nuestro desempeño en los ecosistemas virtuales: Se muere alguien y, a post seguido, le doy una carita feliz o un dedo arriba a otras noticias -las elecciones, una canción, la selección peruana- para demostrar que la vida sigue. La muerte de un amigo merece más que esa manifestación superficial de las redes, ideales para lo ligero y alegre, pero tremendamente insuficiente para las cosas importantes.

Alfredo Saavedra Sopla era el típico palomilla buena onda, y siempre andaba con una amplia sonrisa pícara en el rostro, atento a la broma rápida, a la chacota ingeniosa que trataba de no faltar el respeto a nadie y cuya intención era siempre hacer reír a todos por igual.

Alto, desgarbado y con una ligera y tenaz tendencia al sobrepeso, tenía una combinación de chispa de barrio con una emotiva sensibilidad que afloraba de vez en cuando, a pesar de sus esfuerzos por ocultarla, rezago quizás de su adolescencia transcurrida entre provincia y distrito limeño clasemediero. Nos conocimos en el '91, en aquel salón de I Ciclo de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la San Martín, cuando aún estaba en la cuadra 18 de la Av. Brasil y no era tan glamorosa ni apetecible para los jóvenes como es ahora.

Alfredo era hincha acérrimo de la U y pelotero de fin de semana. El fútbol era, probablemente, el tema del que más le gustaba hablar, por lo menos hasta donde recuerdo. Compartíamos con Alfredo el fanatismo por el fútbol argentino. Recuerdo que una vez le presté una edición especial de El Gráfico dedicada al aniversario 100 del clásico Boca-River, una revista con las mejores crónicas y fotografías alucinantes de ese emblemático duelo, estadísticas, biografías y demás, que había encontrado en mis andanzas por el Centro de Lima, algunos años antes de ingresar a la universidad. Jamás me la devolvió. Jamás le pedí que lo hiciera.

Era muy gracioso y le encantaba sentirse respetado por su esquina, por su calle. Alfredo no era un galán, como no lo era yo ni ninguno de nuestro grupo, con la excepción de CdCT., el terror de la Av. La Marina y alrededores, pero se las arreglaba para ser el centro de la atención, algo que le resultaba muy sencillo gracias a ese vozarrón con el que repetía sus diversas y ocurrentes muletillas, de las cuales una se convertiría en su santo-y-seña: "¡Soy tu máster!" nos recalcaba a todos. "¡Tu máster!", repetía, estirando el cuello hacia adelante y señalándose el pecho con el dedo índice. Y cuando había cervezas de por medio, la frase se escuchaba por encima de los demás murmullos y carcajadas.

Su ingenio y carisma eran casi tan grandes como su abierta vocación por el relajo. Cuando de estudios se trataba, Saavedra no estaba entre los más aplicados. No era burro pero tampoco le dedicaba largas horas a la biblioteca, lo cual calzaba, desde luego, con su personalidad. Recuerdo que, cuando estudiábamos en el turno noche (V Ciclo, si la memoria no me traiciona), trabó una profunda amistad con FMR, un tipo medio freak, super buena onda, misterioso, algo culto y argentinizado, con quien paraba de arriba abajo. Siempre tuve la teoría de que FMR lo ayudaba a estudiar.

Lo recuerdo mucho a Alfredo, a pesar de que, apenas terminada la carrera fue a quien menos vi, como uno de los compañeros que más carcajadas me arrancó en aquellos primeros años universitarios. Su forma de ser era una especie de bisagra entre el colegio y ese extraño, nuevo e intimidante mundo universitario, por lo menos esa era mi percepción. Jamás conversé con él de mi pasión por la música o mis lecturas en la biblioteca -Sánchez, Kundera, Fallacci, Ribeyro, Gargurevich, McLuhan- pero en una ocasión, que me encontró cabizbajo, de noche, en la cafetería de la Facultad por alguno de esos desencuentros amorosos que nunca escasean en los veintes, en lugar de burlarse, rajar a mis espaldas o criticarme como hacían otros, me levantó el ánimo y me invitó a tomar "un par de chelas" como siempre decía. Hoy, a mis cuarentas, con una vida plena y feliz, no puedo creer que Alfredo haya muerto.

Alfredo era muy popular en aquella promoción nuestra, egresada en 1996. Todos lo conocían y estimaban. Jamás supe que mantuviera alguna rivalidad con alguien pues su soltura y buen humor generaba consensos. Incluso tuvo algunos romances estudiantiles y de ninguno salió magullado, enemistado o resentido, ni con fama de maltratador o traicionero, algo poco común en los últimos tramos de la carrera.

Y aunque terminó siendo una especie de "amigo de todos", había una complicidad diferente con quienes caminó desde el comienzo de la vida universitaria. Para todos los demás era simplemente Alfredo, pero para nosotros -JRSQ, CdCT, CHC, ECM y yo- era "La Nana" (apodo que nació de aquella ave regordeta, de brazo eternamente entablillado, que era asistenta del "Conde Pátula", divertido dibujo animado que todos vimos en esa adolescencia que aún nos negábamos a abandonar en 1991).

Alfredo Saavedra Sopla falleció el jueves 11 de octubre en los Estados Unidos, donde vivía hace ya varios años con su esposa y deja, según entiendo, un hijo pequeño, a quien seguramente le ha transmitido su alegría de vivir. A ambos mi solidaridad y condolencias, a la espera de que el tiempo y los buenos recuerdos les traigan la paz que hoy parece imposible de recuperar por el intenso dolor de tan irreparable pérdida. Nos cuentan que, ya  en los últimos meses, se negaba a  recibir visitas, quizás porque (no tan) inconscientemente, no quería que lo recordáramos por cómo lo maltrató esa terrible enfermedad que lo atacó hace aproximadamente tres años sino con su amplia sonrisa, su ingenio y carisma, su vozarrón. Descansa en paz, Alfredo. Descansa en paz, Máster.

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