martes, 29 de agosto de 2017

70 AÑOS DEL BARTOLO: A PROPÓSITO DE LA MEMORIA, LOS PAROS Y LOS BUENOS AMIGOS



Cuando lo vi, al otro extremo de la mesa, tratando de ponerse el polo azul que le acababan de entregar mientras otras manos le encasquetaban la visera, también azul, casi como los reporteros que van introduciéndole el audífono en el oído al entrevistado en los enlaces microondas, apenas si lo pude reconocer. “¿Quién es ese viejito”? me pregunté antes de caer en la cuenta. De inmediato los mecanismos de mi memoria se pusieron en acción. “¿Quién es?"

Antes de que mi buscador interno lanzara el resultado, uno de los muchachos, el más vocinglero y jodido, el de la chispa siempre encendida y el comentario mordaz lanzado en el tono preciso de voz e intención –sí, los de la promoción ya saben a quién me refiero, desde luego- pega un grito y conmina al señor no identificado a apurarse. Y aunque el apellido era absolutamente conocido para mí, como para todos los demás esa tarde, aun no terminaba de relacionarlo con la imagen del gastado personaje que parecía atacado por una banda de bolsiqueadores, solo que en medio de risas y palabras emocionadas de reconocimiento y alegría por este nuevo reencuentro.

Pero minutos más tarde, luego de escucharlo hablar, todas las dudas quedaron disipadas. ¡Era Chacón! El auxiliar y profesor de instrucción premilitar (o lo que se le pareciera en esa época) quien, ya ataviado de azul y con la insignia BH por todas partes, discurseaba y arengaba y se acordaba de sus viejas glorias, rodeado por todos nosotros quienes, con respeto y quizás un rezago del temor que nos infundía cuando fuimos niños, lo observábamos desde el nuevo plano de relación que ahora tenemos.

Sin embargo mi cerebro recién reaccionó cuando escuché su voz, ese grito apagado con el que nos ordenaba hacer ejercicios al estilo militar, mientras caminaba mirándonos con cara de pocos amigos, el gesto adusto, la espalda ligeramente encorvada y los ojos encendidos: “¡Para planchas… uno, dos!”. Y todos nosotros, palomillas de ventana (y tapia) respondíamos en coro agudo, como blancas palomitas: “¡Tres, cuatro!” Hace 30 calendarios él tenía la edad que muchos de nosotros estamos por alcanzar. Ojalá llegue yo a los 75 años con esa energía y ese orgullo que él siente hoy por haber sido parte importante de nuestras (de)formaciones.

Chacón no tenía nombre, era solo eso, "Chacón". Una entidad, parte del mobiliario del colegio. Una leyenda. Temido y respetado por todos, odiado por algunos que, una vez llegados a 4to. o 5to. año, lo buscaron para cobrarse venganza por sus castigos. Chacón era duro, un “cachaco” como él mismo dice, y tenía ese concepto peruanísimo de disciplina que es férreo e inflexible, pero que también sabe ser sinuoso y maleable según sus conveniencias, como queda claro al escuchar esas anécdotas que cuenta, sus correrías en campamentos, excursiones y actividades, su necesidad de reafirmarse como el único responsable por nuestra seguridad y por convertirnos en hombres, unas veces a gritos y otras, a punta de palos y manguerazos que repartía con un extraño sentido de la dosificación y el propósito positivo que los justificaba (“¡esto es para que aprendan, carajo!”). 

Las palabras y recuerdos de (don Víctor) Chacón, teñidos por ciertos matices de autocomplacencia, son testimonio de los rudimentos de la educación que recibimos en el Bartolomé Herrera, Gran Unidad Escolar que acaba de cumplir setenta años de vida institucional, y que todos celebramos el pasado sábado 26 de agosto, en la ya tradicional reunión y almuerzo de camaradería.

La memoria es una de las facultades más sofisticadas del cerebro humano, que reacciona a veces por estímulos minúsculos: un olor, el color del cielo a determinadas horas de la mañana, una imagen en la televisión, tienen la capacidad de activar una explosión de recuerdos, sensaciones y sentimientos que pueden cambiar drásticamente nuestro estado de ánimo. Y si esa explosión es positiva, alegre, el efecto no puede ser mejor. Por eso se disfrutan tanto esta clase de reencuentros con los compañeros de promoción que, como todos repetimos hasta el cansancio, volvemos a ser niños durante unas horas. Cada quien a su modo se desconecta de su momento presente e ingresa a una dimensión distinta, sin abandonar el mundo real. Es mejor que las redes sociales y sus fríos íconos de colores, sus emoticones y posibilidades de interactuar con links, videos, gifs y reacciones. Aquí escuchas voces, intercambias miradas, estrechas manos, brindas.

En nuestras épocas escolares hubo muchas huelgas indefinidas de maestros. Y nuestros profesores, como buenos sindicalistas, se iban a protestar dejando en los planteles silencio, aulas vacías y un grupo de maestros contratados o “amarillos” que no acataban el paro e iban a dar clase. En tiempos de estos paros nacionales, estar en el colegio era, para los alumnos, un recreo permanente que, después de horas jugando fútbol en el estadio y los patios, se transformaba en secuestro, hasta la una de la tarde. Quiero suponer que las personas mayores que nos cerraban las puertas, a pesar de que no había nada que hacer dentro del colegio, lo hacían para garantizar nuestra seguridad. Y los auxiliares, con Chacón a la cabeza, hacían hasta lo imposible para que no nos escapáramos. No creo necesario añadir que casi nunca tenían éxito.

En estos días, todo el Perú habla de los maestros y esta paralización que se muestra contaminada, más que nunca antes en la historia de sus agrupaciones sindicales, por un divisionismo profundo y esta nueva forma peruana de hacer política, caracterizada por la agresividad y el reduccionismo simplón, y esa arrogancia de un gobierno que parece sacado del Club de la Unión y el Regatas, cada vez más alejado de las preocupaciones y necesidades de la población. Para mí, que estudié en colegio público y viví múltiples huelgas siendo alumno de secundaria, resulta una confirmación más de que, más allá de lo que digan los analistas afines al poder desde sus tribunas doradas, el país no ha avanzado nada y, por el contrario, a juzgar por las condiciones en que hoy se da esta movilización y las reacciones absurdas del gobierno, retrocede hacia un abismo oscuro y sin fondo.


Pero en el patio principal del Bartolo es evidente que no hay espacio para esta coyuntura lamentable, resultado de décadas de abandono a la educación pública. Promociones de distintos años se toman fotos, alzan copas, hacen bromas. Y la nuestra no se queda atrás y, es más, me atrevería a decir que en el ranking de las más alegres y bulliciosas, la de 1990 se lleva las palmas de lejos. Como cada vez que nos juntamos, la pasamos muy bien reactivando esa sensación de libertad y esa conexión que trasciende cuestiones como la profesión, los logros académicos o económicos, las opiniones y experiencias personales. 

Como me dijo nuestro Brigadier, hoy Comandante del Ejército Peruano -¿alguien sabe si llegó bien a su casa?-, antes de quedarse dormido, y no precisamente de sueño: “A mí lo que más me gusta, Promo, es que, a pesar de que no nos dio la mejor educación del mundo, ahora vengo y veo que todos somos profesionales y estamos bien”. Palabras sabias, sin duda, con las cuales coincido plenamente. Pero lo que sí nos dio el Bartolo, a borbotones, fue esencia, orgullo. Y un grupo de muy buenos amigos. 

miércoles, 23 de agosto de 2017

CHRISTOPHER CROSS EN LIMA (C. C. María Angola, martes 22-8-2017)



Sobrio, sencillo y talentoso, Christopher Cross tocó por segunda vez en Lima y nos regaló una noche de buena música, interpretada de manera soberbia por una banda de extraordinarios instrumentistas que, sin mayores aspavientos ni estridencias, atacó cada uno de sus fraseos, solos y acompañamientos de manera limpia, perfecta. 

El público, conformado en su mayoría por personas que sobrepasaban la barrera de los 50 años, seguía con atención las evoluciones de este conjunto de artistas que mostró su talento sobrenatural, forjado a través de años de experiencia, práctica disciplinada y entrega a lo suyo, de una forma en la que todo parecía fluir con naturalidad, sin esfuerzos.

Conciertos como estos, que en otras latitudes son moneda corriente, cosa de todos los días, se convierten en hechos memorables en esta ciudad cada vez más acostumbrada a la informalidad y simplonería arrogante de quienes creen que ser "estrella" es abusar de los demás a través de sus exhibicionismos televisivos o disfuerzos musicales que, si por algo destacan, es por su carencia absoluta de ensayo, técnica y el despliegue de un talento básico, lleno de limitaciones, que no se desarrolló nunca por esa propensión a la autocomplacencia, común en varios músicos de nuestro país. 

Cuando pienso en las poses de "divos de la música" que adoptan personajes como Pelo Madueño, Lucho Quequezana (solo por mencionar a dos de los más ubicuos protagonistas de la escena local, cuyas presentaciones son catalogadas como fantásticas, con intencional ligereza, por sus amigos y clientes) o, por ponernos un poco más rebuscados, grupos como Laguna Pai o Kanaku y El Tigre, me basta con repasar en la mente cada una de las notas tocadas la noche del martes 22 de agosto por los seis fenomenales músicos que, junto a Christopher Cross, tocaron esas inolvidables canciones con las cuales muchos de nosotros crecimos, escuchando la radio durante los años ochenta, entrenando sin querer nuestra capacidad de apreciación.

El show comenzó un poco más allá de las 9pm., y aunque el local no estaba del todo lleno, era evidente que una buena cantidad de público, entre los nostálgicos y los ocasionales concertgoers que nunca faltan a ningún evento que les asegure ciertos aires de sofisticación, había respondido positivamente a las convocatorias de Kijada Producciones, empresa encargada de traer de vuelta a este músico norteamericano, actualmente de 66 años de edad, que tuvo cuatro años de gloria entre 1979 y 1983, tiempo en el que se llevó todos los Premios Grammy con solo un disco en el mercado y hasta ganó un Oscar por la alucinante balada Arthur's theme (The best that you can do), de la película Arturo, el millonario seductor, que fuera protagonizada por Liza Minelli y Dudley Moore.

Este tema, que llegó prácticamente a la mitad del concierto, fue el que más emocionó al público, como pudo notarse por los ensordecedores aplausos y el bosque de celulares que se levantó para registrar la canción. El característico intermedio instrumental fue replicado, nota por nota, por el saxofonista Andy Suzuki, músico de ascendencia japonesa que brilló a lo largo del show con su precisión y solvencia en cada una de sus intervenciones Suzuki, además, se encargó de los teclados, generando atmósferas parecidas a las de una sección de cuerdas para complementar el piano de Pierre Leonid, fuertemente influenciado por el smooth jazz, uno de los elementos constitutivos de las composiciones de Cross, que formaron parte del género denominado soft-rock, muy popular en los años setenta gracias a bandas como Steely Dan, The Doobie Brothers, Ambrosia, entre otras.

La noche comenzó con Haila, un tema semi-instrumental, con los coros femeninos repitiendo un cántico que parecía un mantra, del más reciente trabajo en estudios de Christopher Cross titulado Take me as I am (2017), que aun no ha sido lanzado al mercado. Baby it's all you, otro tema de estreno, formó también parte del repertorio el martes 22. En ambos se nota una vocación más orientada al trabajo instrumental, que le permite a Christopher Cross mostrar sus habilidades como guitarrista, en un despliegue de técnica y velocidad que nos hacen recordar a otros ejecutantes muy relacionados a su carrera como Larry Carlton, Dean Parks o Eric Johnson.

Luego de presentar a su banda, Cross calentó de inmediato el ambiente con Sailing y Never be the same, conocidísimos éxitos de su clásico álbum debut, el de la carátula del flamingo. Y aunque se sintió la ausencia de Say you'll be mine, otros dos temas de ese aclamado LP, The light it's on y Spinning, sí entraron al setlist. En el caso del segundo de los mencionados, en una versión especial a dúo con una de las coristas, Stephcynie Curry, como parte de un segmento acústico que incluyó además las canciones Think of Laura, de su segundo disco Another page (1983) y Abro mi ventana, versión en español de Open up my window -del álbum Window de 1994- que interpretó a dúo con Marcia Ann Ramírez, su otra corista, arrancando aplausos por este esfuerzo de cantar en nuestro idioma, trabajo que debe haber sido bastante pesado para este cantautor nacido en Texas a quien se le hace sumamente pesado siquiera pronunciar "gracias". Un detalle que el público peruano supo agradecer como corresponde.

El sonido en el María Angola estuvo muy bien calibrado, permitiéndonos escuchar con claridad a la impecable banda en cada tema, tanto los muy conocidos y reconocibles como aquellos que, a pesar de no haber recibido difusión en su momento, hoy suenan frescos y agradables como por ejemplo Dreamers (Doctor Faith, 2011), In the blink of an eye (Rendezvous, 1993) o la contundente Walking in Avalon, del álbum del mismo nombre de 1998, tema en el que el bajista francés Kevin Reveyrand mostró sus credenciales, en interacción apretada con el baterista, su compatriota Francis Arnaud. Ambos sostienen la carga rítmica de las canciones y dejan espacios abiertos para los espectaculares solos de Suzuki al saxo, las elegantes melodías del piano de Leonid o las ráfagas guitarreras del cantante quien, con el gesto tímido y casi escondiendo la mirada bajo una boina, cortaba el aire y la respiración con esa capacidad que era desconocida para muchos, salvo para quienes sabían que Christopher Cross, en su juventud, reemplazó al mismísimo Ritchie Blackmore en un concierto que Deep Purple dio en Texas, en 1970. Reverend Blowhard y Simple, ambos temas de Secret ladder (2014), su último disco publicado, no desentonaron con el aura sofisticada de las demás canciones.

Siguieron dos temas conocidos del Another page: No time for talk y All right. Mientras la primera recibió un tratamiento idéntico al de la versión del vinilo, la segunda fue presentada con arreglos totalmente nuevos y un electrizante solo de batería de Arnaud al principio. Curry y Ramírez alternan sus voces con Cross en esta nueva versión de uno de sus temas más famosos, que preparó el camino para un energético y setentero final con Ride like the wind, en el que ambas se lucieron vocalmente haciendo el trabajo que hiciera, en la versión grabada, el genial Michael McDonald. El solo de guitarra de Cross al final de este tema fue uno de los mejores momentos de la noche.

Para el encore Christopher Cross tomó nuevamente su guitarra acústica para hacer un correcto cover, a su estilo, del clásico himno a la paz Imagine de John Lennon, mientras la pantalla mostraba imágenes alusivas a esta profunda invocación que escribiera en 1971 el ex Beatle para promover la hermandad entre seres humanos. Lamentablemente, este significativo final se vio eclipsado por una de las más odiosas costumbres de la modernidad. A medida que Cross y su banda dejaron claro que estaban tocando esta emblemática canción la gente de las primeras filas comenzó a abandonar sus asientos para acercarse al escenario. Pero lo que parecía ser el inicio de un acto de comunión sublime entre el artista, la banda y su público, se convirtió en una grotesca sucesión de personas idiotizadas que le daban la espalda a los músicos, haciendo cola para tomarse selfies con ellos, pisoteando lo que probablemente haya sido la idea original que tuvo el cantante al despedirse con este clásico de la música popular contemporánea. 

Pero ni siquiera este desagradable momento, en el que personas que pasan las cuatro y hasta cinco décadas de vida se prestaban a esta actitud infantil propia de millennials, que dejan pasar la experiencia de asistir a un concierto por estar buscando el ángulo perfecto para su hedonista, superficial y egocéntrica fotografía, consiguió opacar esta velada, una de las mejores en términos de calidad e interpretación musical.