lunes, 26 de diciembre de 2011

"EMBRUTECER AL PÚBLICO NO ES DELITO"


La cita que da título a este post es de Marco Aurelio Denegri, el intelectual peruano más agudo, directo e independiente que tenemos. Hoy, sus declaraciones son tomadas como extravagantes, ácidas, intolerantes - para algunos hasta intolerables - y nacidas de un oscuro sentimiento de animadversión producido por su carácter antisocial. Sin embargo, el programa La Función de la Palabra que él conduce en Canal 7 es uno de los más vistos de la programación estatal y se mantiene al aire desde hace años, como única tribuna para el pensamiento crítico, la reflexión, la difusión cultural y el sano, siempre sano, conocimiento.

Denegri resume con esta excelente frase, que he hecho mía desde hace tiempo, la principal razón que se esconde detrás de esa falacia conocida como libertad de expresión, según la cual un conductor risueño y payasiento, criollón, lanza sapos vivos húmedos sobre el torso de un (o una) "concursante" que desesperado por el premio trata de cantar a pesar de que el pánico podría, en el peor de los casos, provocarle un infarto en vivo y en directo, en cadena nacional. Asimismo, esa tan mentada libertad de expresión respalda que otro presentador de televisión, famoso y actual imagen de la publicidad navideña de Telefónica, le corte los cabellos a niñas y adolescentes que, llorosas y con permiso de sus padres, aceptan esa humillación pública por ganarse un viaje de promoción. Esa libertad de expresión que, apenas asoma una ligera intención de frenar sus excesos, es defendida con uñas y dientes hasta por periodistas considerados inteligentes por el gran público consumidor de televisión nacional, también es esgrimida como escudo para que una señora difunda anti-valores y promueva la vulgaridad de las peores naturalezas todas las noches en su sintonizado programa de espectáculos y después se dé el lujo de pontificar acerca de lo que es y no es buen periodismo.

Cuando se trata de desmenuzar el por qué la masa espectadora aprueba y exige que se le dé cada vez más y más basura por televisión, y aceptan voluntariamente cualquier cosa que venga envuelta en brillantes empaques de fama, mucho grito y canciones o personajes de moda se enredan en explicaciones sociológicas que terminan con la acomodaticia postura de "no saber qué fue primero, si el huevo o la gallina". Pero eso no es tan cierto. El origen está claro: los medios de comunicación convertidos en plataformas desde las cuales el poder económico y político pretende amortiguar y acallar las posibles reacciones de las mentes libres, plantea una estrategia permanente de embrutecimiento masivo que hoy se encuentra en su pico más alto de productividad, como quizás podría conceptualizarlo un experto en publicidad o algún ingeniero industrial.

Si bien es cierto aun hay voces disidentes, la verdad es que el embrutecimiento es prácticamente total y a pesar de constituir un atropello violento contra la voluntad de pensamiento y la verdadera libertad de expresión, esa que debería manifestarse en contra de cualquier estímulo que resulte ofensivo y que además de eso, ayude a enriquecerse y hacerse famosas a las personas que perpetran tales atropellos, al no existir ninguna tipificación del delito de embrutecimiento, los medios de comunicación continúan su intenso trabajo, que ya no es de posicionamiento del material embrutecedor, sino de mantenimiento de los resultados, no vaya a ser que un día la gente despierte y se acabe el negocio.

¿Cuándo comenzaron los medios a embrutecer al público? hace varias décadas ya y creo que esa historia bien podría justificar un post aparte. Pero el punto es que ahora la situación es más grave que nunca antes porque el otro lado de la ecuación, es decir el público, es un militante consumidor de este material y como también menciona Denegri en sus esclarecedores análisis, está tan preso de su adicción a la basura televisiva que si algo amenaza su existencia se sacude, se agita, protesta y se inflama de modos tan inesperados y sorprendentes que merecerían mejores causas, las cuales no los motivan en absoluto.

A todo eso creo que es necesario añadir un elemento más: hoy en día los conceptos se han trastocado tanto que muchas personas asocian estas manifestaciones de plena y estudiada vulgaridad (léase los programas como Magaly TV, Al fondo hay sitio o los programas concurso que hoy proliferan tanto en diferentes canales) como íconos del desarrollo, que merecen pertenecer o por lo menos codearse con los niveles socio-económicos más altos de Lima o modelos aceptables a seguir para la vida de sus hijos. ¿Alguien podría imaginarse que en los 80s apareciese Augusto Ferrando y su esposa o alguna amante ocasional en las páginas del suplemento social de Caretas o al conjunto musical de Risas y Salsa, Los Huachafos, en primera plana de la sección espectáculos de la edición dominical de El Comercio? Las que antes podían pasar, como mínimo, como expresiones de cultura popular reservadas para ciertos públicos (sin caer en rollos discriminatorios por supuesto), hoy generan la equivocada ilusión de ser deseables como símbolos de progreso, de fama, de respetabilidad.

Estamos ad-portas de un nuevo año y aunque en todos nosotros surge la tendencia a desearnos mutuamente cosas positivas y renovamos la esperanza de que el cambio cíclico que nos imponemos cada doce meses sea señal de tiempos mejores, nada parece indicar que en este tema las cosas vayan a cambiar. Y no solo eso. Sino que probablemente la espiral de basuralización de los medios de información siga su paseo indetenible hacia fondos más bajos mientras la difusión de aquellas manifestaciones humanas que sí valen la pena vayan quedando más relegadas, con menores espacios en los medios convencionales. Porque cada vez hay menos reflexión inteligente y más entretenimiento vacío. Como si fueran antónimos.

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